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Opinión

Cuando la palabra no vale nada, por Antonio José Monagas

Antonio José Monagas
16/10/2016

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Ciertamente, nada tiene más importancia que la palabra. De hecho, la palabra es poder. Tanto como es capaz de herir, puede glorificar. Y hasta revivir. El ejemplo de Jesucristo cuando resucita a su amigo Lázaro, evidencia el poder de la palabra. Sin embargo, hay quienes exponen que administrarla constituye un ejercicio de difícil realización. Sobre todo, cuando expresarla no compromete lo que su significado exalta. Por eso lanzar al viento una palabra importunada o despiadada, es apostar a su caída casi de inmediato. Porque no se tiene dominio de la proyección realizada. Es decir, se carece de la fuerza necesaria para desafiar la gravedad que representa el cúmulo de problemas que su configuración lexicográfica anima. Todo lo contrario de lo que sucede cuando se clama una palabra cuya sutileza da cuenta de estar empoderada de argumentos que revelan su potestad para hacer que el mundo luzca rebosante de civilidad y moralidad.

Madame de Sévigné, escritora francesa del siglo XVII, escribía “hay palabras que suben como el humo, y otras caen como la lluvia”. De alguna forma, tan hermoso y veraz aforismo, devela el carácter que envuelve cada palabra. Pues más allá de su significado, tiene esencia y presencia propia. O como manifestaba el cantante y actor inglés, Donald Adams, “nada está más vivo que una palabra.

Esto no parece entenderlo quienes hacen de la politiquería su mejor actividad y más lucrativo oficio. Aunque la política es palabra, no siempre la palabra es política. Particularmente, cuando entre el discurso y la praxis se encubren intereses y necesidades que buscan desvirtuar no sólo la interpretación de los hechos tal como van aconteciendo. Sino también, la palabra escrita cuya letra se emplea para ordenar e incitar acción y movimiento. Pero también, para fraguar el conocimiento del cual se vale el hombre para temer de la palabra por sobre todas las cosas. Al igual de cómo se reverencia a Dios. Y es que Dios es palabra así como la palabra es Dios. Tanto que se dice que la palabra es un sacramento.

Pero el ejercicio fútil de la política hizo que la palabra se redujera a meras circunstancias. Por eso la palabra tendió a banalizarse por cuanto se volvió víctima de la insolencia, la vulgaridad, la corrupción y la desvergüenza. El ejemplo que da Venezuela de cara al mundo, se convirtió en referente del problema que deviene de la palabra cuando ésta se usa sin el debido respeto a su etimología, sintaxis, coherencia semántica y conexión dialéctica. La realidad política que afecta al país, a causa de la indecencia que sirve al populismo y sobre la cual se apuntala la demagogia, ha zarandeado la palabra de tal forma que la desnudaron sin que importaran sus consecuencias.

El pésimo uso de la palabra que la revolución bolivariana propició, sin medir resultados, arrojó realidades impredecibles. De tal magnitud, que animó a que el venezolano perdiera parte importante de lo que el gentilicio y la idiosincrasia le brindara desde que vivió la liberación republicana en el siglo XVIII. Así extravió su conciencia de hombre libre a lo que  coadyuvó el proceso de cosificación animado en la palabra inconsistente e insustancial de la politiquería, Así llegó a  ser considerado como objeto de dominación del gobernante al momento de ejercer con saña su fuero político-administrativo.

Sin entender la necesidad que impone la política para hacer que la palabra sea masticada más que “un trozo de pan”, los actuales gobernantes usurparon el imperio de la palabra al actuar de forma soez, inculta y con manifiesta procacidad. Pero además, con la fuerza de la ignorancia y la alevosía toda vez que comenzaron a desconocer el alcance que, a manera de oferta electoral, le imprimieron a la redacción de la Constitución de la República. Así alegaron que su propósito iría de la mano de la justicia, la verdad, la igualdad, las libertades, los derechos humanos, la ética, el pluralismo política. Y desde luego, la democracia. Pero tales pronunciamientos, se pasmaron en el tiempo bajo el cual se elaboró el texto que dio forma y estructura a lo que debió ser el ordenamiento jurídico y de actuación sobre el cual vendría a cimentarse una Venezuela comprendida como Estado democrático y social de Derecho y de Justicia.

Pero las realidades fueron luego enarboladas ante paradigmas muy distantes de los que marcó el proselitismo impulsado en 1999. Hoy los discursos del oficialismo, son la repetición de los que se vociferan desde la presidencia de la República,. Por tanto, conducen al inmenso desastre adornado por el desbocado cuento del socialismo del siglo XXI. Es decir, el país está situado en un paraje no sólo perdido en el espacio y en el tiempo al que ha convidado el desarrollo económico y social que cundió países que emularon a Venezuela en un pasado reciente. Peor aún, está atascada en medio de una cruenta crisis de la cual el alto gobierno no sabe cómo salir. Precisamente, en momentos cuando la palabra no vale nada.

Antonio José Monagas

antoniomonagas@gmail.com

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