El voto y la paz, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Sep 23, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
El voto y la paz

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No sorprende, claro que no. Pero sí indigna, y mucho. Mientras quién sabe cuántas personas estaban escarbando entre la basura acumulada en las esquinas del centro de Caracas en busca de comida, a pocos metros las rectoras del Consejo Nacional Electoral volvieron a demostrar al país que los derechos políticos de la ciudadanía, esos que la Constitución les ordena defender a capa y espada, les valen un comino si ellos están contrapuestos a los intereses de la cúpula militar y civil del chavismo.

Eso es lo que implica su exigencia de que la convocatoria a referéndum revocatorio pase por recolectar las huellas dactilares de 20% de los inscritos en el Registro Electoral en todos los estados del país. Tal cosa no está en ningún reglamento del ente comicial, ni en ninguna ley, ni mucho menos en la Carta Magna. Fue un acto más de voluntad personal de las rectoras para complacer al PSUV. Si algo dejaron claro las parlamentarias del 6 de diciembre pasado fue que el Gobierno solo es apoyado mayoritariamente en unos pocos estados, cuya población es relativamente escasa. Pues bien, según el CNE, basta con que en uno de esos estados no se llegue al mínimo requerido para que el referéndum no vea luz, sin importar que el deseo de la población infinitamente mayor en el resto de las entidades federales sea lo contrario.

No conforme con ello, ordenan desplegar un número de captahuellas que hace casi imposible la recolección de suficientes manifestaciones de voluntad en tres días. Las máquinas no se darán abasto. ¿Qué pasa con esa democracia “participativa y protagónica” de la que el chavismo tanto se ufana si se niega a la gente el derecho, justamente, de participar?

Para colmo, Pedro Carreño declaró ese mismo día que “no hay recursos para las elecciones regionales” debido a la crisis económica. Es decir, mientras el Gobierno no mejore esa situación, que según todas las encuestas es atribuida por la abrumadora mayoría de los venezolanos al propio Ejecutivo, los venezolanos no deberíamos ejercer el derecho al voto. En democracia, precisamente, las elecciones sirven para que los ciudadanos cambien líderes que hacen mal su trabajo. Aquí, para el diputado radicalmente socialista pero enamorado de las prendas burguesas más elitescas, eso no puede permitirse. Por cierto que esos churupitos cuya ausencia él esgrime como excusa, sí abundaron para que el Gobierno agasajara con comodidades a representantes de los peores despotismos del mundo, en un vano intento por presentarse como un líder mundial.

El venezolano promedio de hoy está a leguas de ese ser alegre y despreocupado que ha servido, dentro y fuera de nuestras fronteras, para caracterizar al gentilicio (tal vez al borde de la caricatura, pero con algo de realidad). Más bien se la pasa acosado por las peores emociones: el miedo, la angustia, la ira. Inevitablemente esa peligrosa mezcla de elementos en el tubo de ensayo que es su psique lleva a constantes reacciones químicas nocivas: la violencia. Ella está por doquier. La vemos en los saqueos de negocios que ya están con el agua al cuello, en los espantosos linchamientos de delincuentes que ya han sido sometidos, en las riñas que se forman en las detestables colas para comprar alimentos y que más de una vez han terminado en tragedia.

De violencia saben mucho nuestros queridos vecinos al otro lado de la Sierra de Perijá y de los ríos Arauca y Meta. El derramamiento de sangre fue una de las razones por las que miles de ellos decidieron cruzar la frontera en los años 80 y 90, en búsqueda de vidas más tranquilas en nuestro suelo. Los colombianos hasta llaman uno de los períodos más terribles de su historia así: “La Violencia”.

En realidad, Colombia ha pasado más tiempo desgarrada por el conflicto que libre de él. Poco después de quedar consolidada la independencia de España, la clase política gobernante se dividió tajantemente entre los seguidores de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander. Estas facciones dieron origen, respectivamente a los partidos Conservador y Liberal (a pesar del empeño absurdo del chavismo por rodear al terrateniente de San Mateo con un aura marxista).

Estas facciones pasaron buena parte del siglo XIX y de la primera mitad del XX alternándose en el poder, a veces con elecciones, pero muy a menudo con batallas. Algunas guerras, como la de los Mil Días, fueron más sangrientas que otras.

Y entonces llegó ese período oscuro cuyo nombre siniestro acabamos de mencionar. Comenzó, y no podía ser de otra forma, bañado en sangre. Imaginen los disturbios del valle de Caracas en 1989, pero llevados a los cerros de Cundinamarca en 1948 y con muchísimos más muertos. Eso fue el Bogotazo, una reacción airada de la población tras el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, un dirigente de gran popularidad, de militancia liberal pero opuesto al statu quo oligárquico. Muy probablemente hubiera llegado a la Casa de Nariño de no ser por las balas que acabaron con su vida.

Después de eso, las matanzas se extendieron por el resto de la nación. Grupos armados de conservadores y liberales se daban guerra sin cuartel. La anarquía se tragaba al país y apareció una solución bonapartista: un militar, Gustavo Rojas Pinilla, ajeno a los dos partidos, tomó el poder y se propuso poner orden. Pero su gobierno, entre 1953 y 1957, fue otro autoritarismo violento tropical más. Uno de los episodios más recordados de esos años fue cómo sus policías molieron a golpes al público en la Plaza de Toros de Santamaría luego de que su hija fuera objeto de abucheos.

Después de su derrocamiento, los liberales y los conservadores han dirimido sus diferencias en el terreno civilizado de la política. Por desgracia, surgió entonces el nuevo flagelo de la insurrección guerrillera. Las FARC son hijas de La Violencia. Emergieron a partir de grupos de autodefensa de campesinos, hartos de padecer más que nadie los enfrentamientos civiles. Aunque inicialmente eran de las filas liberales, en algún momento adoptaron el marxismo-leninismo y esbozaron como objetivo acabar por la vía armada con el Estado “burgués”.

Su causa en un principio pudo haber sido justa, pero luego vinieron los secuestros y la colaboración con el tráfico de cocaína para obtener recursos.  Hasta el alto al fuego definitivo que entró en vigor hace unas semanas, esta guerrilla y el Estado colombiano llevaban más de 52 años en una guerra que ha dejado un sinfín de crímenes  por parte de ambos lados.

Ahora existe la posibilidad de que todo eso termine y Colombia dé un paso importantísimo hacia la paz de la que nunca ha gozado. Todo dependerá de la votación de la semana que viene, una consulta a la ciudadanía para que ella determine si aprueba o no el tratado entre el Gobierno y las FARC. Un referéndum, pues. Reconozco que no es una decisión para nada fácil, y que conlleva un montón de dilemas éticos. Pero el derecho a elegir está ahí, como mecanismo para buscar la paz.

La organización de un proceso comicial a propósito de un problema tan grande, con más de medio siglo a cuestas, tomó apenas unos días. Mientras, en Venezuela el CNE convierte en un drama de incontables y larguísimos actos la pregunta a la colectividad sobre si esta quiere o no adelantar el cambio en Miraflores.  La enorme mayoría de los venezolanos quiere salir de este gobierno que no ha hecho nada por acabar con la violencia que nos azota, y que no es igual a la de Colombia, pero ya está produciendo muchos más ataúdes.

La democracia no puede ser una dádiva del Ejecutivo. Hay que reclamarla. ¿Revocatorio, enmienda, constituyente, renuncia? cualquiera es válido. Sin embargo, ninguno será posible sin protesta pacífica extendida. La MUD está a la vanguardia de ese reclamo y tiene una responsabilidad mayor, desde luego. Pero el esfuerzo tiene que ser de todos.

@AAAD25