Faltan menos de 10 días para el inicio del Mundial de fútbol, y para nadie es un secreto que el país anfitrión ha pasado inmensos apuros: retrasos en la construcción de los estadios, dificultades organizativas y accidentes desafortunados, todo atravesado por protestas multitudinarias que gritan não queremos Copa do Mundo.
Mientras se preparaba para hospedar el máximo evento deportivo del planeta, Brasil ha desnudado un sinnúmero de conflictos sociales que son, hasta cierto punto, sintomáticos de lo que pasa en América Latina.
Uno de los principios que orientó el rediseño de las urbes más importantes fue la expulsión de sus pobladores más pobres. Todo empezó hace un par años. En Sao Paulo, por ejemplo, las autoridades locales presionaron a los habitantes de la Favela do Sapo para que desalojaran sus hogares y se desplazaran a las zonas más periféricas de la ciudad. Y casos similares abundan a lo largo y ancho del territorio brasileño.
La lógica es sencilla: el Mundial atraerá a muchísimos visitantes de todas partes del mundo, y hay que dejarles una buena impresión. Ello implica dar una imagen de orden, de limpieza, de prosperidad, y apartar de la vista todo signo de “fealdad” y pobreza.
Es menester situar lejos la miseria, el descuido, el abandono, la violencia, la inseguridad. Por esa razón, los habitantes de las favelas se convierten en personas en cierto modo indeseables, que no pueden ser parte del paisaje, que deben ser segregadas. O mejor, que deben serlo aún más, pues no hay que olvidar que desde hace más de 5 años existen los llamados “ecolímites”, muros de 3 metros que cercan los barrios marginales para frenar su expansión.
Ocultar a los pobres
Estas prácticas no son exclusivas de Brasil. Recordemos por un momento la Cumbre de las Américas celebrada en Cartagena hace dos años. En aras de promover una adecuada “imagen del país”, las estrictas medidas de seguridad estuvieron acompañadas por elalejamiento de los vendedores ambulantes, las prostitutas y los habitantes de calle.
La ciudad que se mostró al visitante externo fue un auténtico montaje que destacaba unas cosas y silenciaba otras.
En el fondo, las políticas de ocultamiento entrañan una tremenda perversidad, pues sugieren que no todos los habitantes del país son iguales, sino que hay unos mejor ponderados que otros. Hay ciudadanías completas, aquellas por las que el país saca pecho ante la comunidad internacional, y ciudadanías incompletas, de segunda categoría, que producen vergüenza.
Lo más doloroso de estas políticas es que son esfuerzos conscientes, diseñados por los dirigentes, avalados por las autoridades, aplaudidos por sectores importantes de la sociedad y muchas veces aceptados tácitamente por los medios de comunicación. Por otra parte, el aspecto positivo es que no necesariamente son medidas estables. Una vez pasa el momento de la puesta en escena, la ciudad retorna a su normalidad, y las poblaciones indeseables vuelven a mezclarse con los “ciudadanos de verdad”.
La exclusión sistemática
Otras prácticas que constituyen ciudadanías de segunda son, en cambio, permanentes. Y en esa medida mucho menos visibles y más “aceptables”.
La experiencia diaria de los habitantes de calle en casi todos los países de Latinoamérica es un testimonio innegable. Para esta población, los espacios públicos habitables son tremendamente restringidos. Los centros comerciales y los puntos de reunión social, por ejemplo, levantan barreras a su entrada.
Más allá de su condición intrínsecamente itinerante, son personas que a fuerza de exclusiones simbólicas y físicas no tienen lugar posible. La calle, que vendría a ser su casa, es un escenario permanente de hostigamiento por parte de las autoridades policivas; su condición los hace siempre sospechosos.
Frente a ellos, la respuesta estatal es ambivalente. Por una parte hay políticas públicas destinadas a una atención oportuna, y por otra existen dificultades prácticas tremendas para acceder a servicios básicos como la salud. En el fondo, son sujetos de menos derechos que los demás ciudadanos.
El reciente rebrotamiento de movimientos de extrema derecha en varios países se monta sobre esta idea de que algunos individuos “valen” menos que otros. En Colombia, solía ser común que algunas personas se refirieran a los habitantes de calle como “desechables”, y estos grupos han llevado hasta sus últimas consecuencias la expresión (si bien su categoría de ciudadanos de segunda abarca a otras poblaciones como los homosexuales, los drogadictos, los simpatizantes de la izquierda, los negros…).
La negación ideológica
En Venezuela ocurre un caso sui generis para la región. Debido a la inmensa polarización política a la que se ha llegado, parece que aquí las “ciudadanías de segunda” surgen de acuerdo con criterios ideológicos.
Desde el 12 de febrero, día en que iniciaron las protestas de sectores de oposición contra el Gobierno de Nicolás Maduro, han resultado más de 40 personas muertas. Pero mientras los fallecimientos de los estudiantes opositores han suscitado poca conmoción por parte de las autoridades públicas, el asesinato del exdirector de inteligencia Eliézer Otaiza, partidario del oficialismo, provocó unas majestuosas exequias fúnebres, con presencia del jefe de Estado, representantes del Gabinete ministerial y solemnes reconocimientos póstumos.
Un modo de determinar cuáles vidas valen más es a través de los rituales convocados por la muerte. Las vidas “más valiosas” son aquellas cuya muerte merece ser más llorada, y en Venezuela, al parecer hace tiempo los funcionarios del Gobierno decidieron que era legítimo llorar más las muertes de sus partidarios que las de sus contradictores.
El lenguaje empleado en los pronunciamientos oficiales, cargados de insultos, también pone en marcha la deshumanización de los adversarios políticos. Para el chavismo, sus opositores no son interlocutores válidos, no son personas ni individuos “completos”; sonapátridas, majunches, sifrinos, burgueses, fascistas, asesinos, maricones, moscas, oligarcas, ricos, escuálidos, pitiyankis, chukis… y el repertorio sigue, se repite y se renueva a diario.
En estas condiciones es fácil justificar que sean sujetos de menor protección por parte del Estado. Sus derechos terminan siendo más susceptibles de violación que los derechos de los demás.
Esto se comprueba en casos como los del líder opositor Leopoldo López, quien está en la cárcel desde hace casi cuatro meses sin que siquiera se haya empezado el juicio en su contra; o el exjefe policial Iván Simonovis, detenido hace 12 años en medio de múltiples irregularidades jurídicas, a la espera interminable de una respuesta a su solicitud de indulto humanitario por afecciones de salud.
El elitismo mediático
La última forma de “ciudadanías de segunda” que impera en la región circula a través del discurso público de los medios de comunicación.
El cubrimiento diferencial de las tragedias, dependiendo de la condición de sus víctimas, muestra que también hay personas cuyos dramas, por terribles que sean, no merecen ser atendidos, mientras hay otros que sí.
Al comienzo del año, los medios venezolanos registraron el asesinato de la actriz, modelo y reina de belleza, Monica Spear. El despliegue informativo fue profuso y causó indignación en la población, pero lo mismo no ocurre ni ligeramente parecido con las víctimas de tantos otros homicidios, igual o peor de atroces.
En Colombia esto es tremendamente cotidiano. Hace años, la muerte violenta en Córdoba de unos estudiantes de una universidad bogotana de elite (los Andes), capturó por días las primeras páginas de los periódicos y los más sonoros titulares de los noticieros televisivos. A las semanas, otro par de estudiantes, también bogotanos pero de origen humilde, fueron asesinados en la misma zona, pero su cubrimiento no resultó tan atractivo para los medios.
No hay que ignorar que el discurso mediático es muy importante para las víctimas porque, en un país con altos índices de impunidad como Colombia, una de las formas de presionar a las autoridades judiciales para que produzcan resultados es con el foco de la atención pública.
Nicolás Rudas