Raúl Castro: hombre solo en la multitud
Los gritos, las pancartas, las consignas coreadas por miles de voces, le hacen despertar sensaciones dormidas, extintas. Mira el mar de gente que pasa frente a la tribuna y un latido desigual golpea su pecho. El rostro rojo, las pupilas dilatadas, la piel erizada y la mandíbula en tensión. Son los primeros síntomas de la excitación que provocan en los caudillos las multitudes. Un ritual del que necesitan echar mano cada cierto tiempo, para eludir la soledad del poder.
Los autócratas se inventan marchas, procesiones inmensas, desfiles fastuosos –“los más grandes del mundo”- en los que se regocijan con su propia autoridad. Saben que ellos, y sólo ellos, pueden obligar a salir de la cama –en plena madrugada- a millones de personas, subirlas a los ómnibus, anotar el nombre de cada asistente y ponerlos a discurrir por una gran plaza. Para dejar claro quién manda, envían el mensaje a través de una muchedumbre que corea su nombre, los venera y les da gracias. Una “masa” a la que jamás se atreverían a bajar, con la que no se codean, a la que temen y que –en su interior- desprecian.
Hoy, en la plaza de la Revolución, un anciano con gafas de sol presidirá el acto del primero de mayo. Días antes ha hecho investigar cada azotea cercana al lugar, ha instalado guardias en los puntos más altos de la ciudad y calculado cuán a tiro podría estar la tribuna. Su propio nieto se mantendrá cerca para protegerlo y una flotilla de autos lo esperará “en caso de que ocurra algo” y deba escapar. No se fía de la misma multitud que él ha citado.
Tiene miedo de su propia gente el autócrata. Miedo y recelo. El sentimiento es mutuo. Sabe que los cientos de miles de cabecitas que ve desde la altura están allí… porque le temen, no porque le quieren.