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El Señor del Caos por Víctor Maldonado

Zea
Hace 11 años

juventudbicentenaria

La violencia no es otra cosa que la más flagrante manifestación de poder. Con esta afirmación Hannah Arendt quiso dejar clara su posición sobre un hecho social que no puede ignorarse porque es parte de la más primitiva forma de relación entre los hombres. Los hechos de fuerza, o sea la imposición de la voluntad de unos pocos sobre el resto que es más débil, solamente son posibles en ausencia de las condiciones de marco apropiadas, cuando el derecho carece de la fuerza suficiente para imponerse y nadie tiene el interés de garantizar al resto esas veintinueve condiciones que te hacen ser humano y que forman parte de la Declaración Universal suscrita por la Organización de las Naciones Unidas. Tal vez por eso, alguien tan brutalmente práctico como Mao, presumía al decir que “el poder procede del cañón de un arma”. Por lo tanto, la primera conclusión es que la violencia de estado, esa que mata jóvenes, apresa y sentencia sumariamente, y coloca a la población en el plano de los miedos es un atributo de los gobiernos y casi nunca de una oposición civil.  De esta primera conclusión se pueden derivar cinco corolarios:

Habrá violencia de estado cuando el gobierno renuncie a respetar los derechos de sus ciudadanos.

Habrá violencia de estado cuando el gobierno renuncie a la negociación y formulación de consensos para resolver las diferencias.

Habrá violencia de estado cada vez que el gobierno desconozca el pluralismo como esencia de la sociedad, y por lo tanto apueste al pensamiento único –que suele ser el de ellos- como dogma y único camino para realizar las aspiraciones de los hombres.

Habrá violencia de estado cada vez que el gobierno imponga brutalmente su mayoría y desconozca a las minorías, sus reclamos y sus derechos a co-construir el orden político, social y económico.

La violencia de estado y la reacción ciudadana a esa violencia no tienen el mismo estatus. Todos los seres humanos tienen derecho a disentir y a manifestar públicamente sus opiniones. Un régimen violento busca imponer bruscamente el silencio, la desmovilización y el aquietamiento. Y se estabiliza cuando logra esas tres conductas de la mayor parte de la población.

La violencia es un argumento que siempre está a la mano de los poderosos. Hasta Marx reconocía que el estado es un instrumento de opresión de la clase dominante.  Eso es lo que estamos viviendo, aun cuando los chavistas sientan que ese tipo de “comentarios marxistas” solo pueden ser aplicables cuando “la irredenta derecha” es la que está al frente del gobierno. Pero no es así. Los que están al mando son ellos e imponen sus propios criterios e intereses, sin perder el tiempo en formulación de consensos, disfrazándolos con cinismo como “la voluntad del pueblo”, y  usando todos los recursos que tienen a la mano para evitar cualquier debate al respecto. No es casual que el chavismo gobernante se sienta “pueblo encarnado”. Eso no es más que un recurso argumental que encubre algo mucho más siniestro: que velarán por sus propios intereses –los de ellos- y lo harán mientras tengan a mano suficiente “poder de fuego”, capacidad de intimidación y disposición a la obediencia de la burocracia y de los militares.

La violencia es también una imagen amedrentadora. Los regímenes que apelan al uso de la violencia para mantenerse en el poder no dejan de administrarla con criterios económicos. Casi ningún gobernante prefiere el exterminio y el genocidio sin haber intentado antes la administración de “medidas aleccionadoras”. Es más fácil concluir un conflicto con un puñado de muertos y una decena de presos que pagar el costo del terror. Y en eso ayudan las imágenes, que dosificadas inhiben la reacción. Un muerto tirado en la calle, el resto de sangre a la vista de todos, la difusión de piquetes de policías y guardias atentos a cualquier expresión de calle, la exhibición de bandas motorizadas, el uso de un color que identifica a los “buenos” de la partida, el dejar colar una foto con diez estudiantes puestos de rodillas contra la pared, todos esposados, mientras el organismo de inteligencia monta expedientes sumarios, todas esas imágenes del terror son parte de la violencia dosificada de la que se valen los regímenes para imponerse por sobre cualquier resistencia y mantenerse el mayor tiempo posible.

La violencia es todavía peor cuando se conjuga con un inmenso aparato de propaganda que rápidamente sale en auxilio de los excesos del estado represor para encubrir a los responsables y culpar a la disidencia. Y resulta intolerable cuando el régimen se vale de esa franja gris –que es y que no es- de grupos violentos y mercenarios que operan al abrigo de la impunidad  y que siempre pueden ser sacrificados para salvar la cara de las más altas autoridades. Los “héroes de Puente Llaguno” y la inexplicable resurrección del asesino de Altamira trastocado en representante diplomático pueden ser buenos ejemplos de lo que intento argumentar.

Cuando se exponen con impudicia los resultados de la represión, con su sangre, sus violaciones, sus muertos y todos esos excesos, la sociedad civil, desarmada como está, cae en esa condición psicológica del terror y el repliegue. Un buen líder no es aquel que se aprovecha para darle la razón al régimen sino el que manteniendo la suficiente sensatez explica la realidad, determina responsabilidades, pregunta apropiadamente y controla el daño del trauma que siempre ocurre cuando la gente normal y corriente se expone al estrés de la violencia inexplicable y desproporcionada. Por cierto, la desproporción dosificada es típica de la violencia de estado.

Pero hay un problema. La violencia no es la partera de la política, y contrario a esto, es un gran disolvente de la legitimidad, ese lubricante que permite hacer gobierno sin mayores obstáculos. Es algo más que una metáfora eso de que la represión mancha de sangre las manos de los gobernantes. Queda el rastro, cambia la mirada y definitivamente se descompone y deshumaniza la relación social.

La violencia es lo inverso a la política entendida como convivencia pacífica entre los que piensan diferente. Cuando un gobernante cae en la tentación de la violencia de estado tarde o temprano se encuentra asediado por problemas de gobernabilidad. Sobre todo si la gente no encuentra razones o argumentos que les permita pensar que vale la pena soportar la violencia, la privación de sus libertades y de su tranquilidad. Dicho de otra manera, hay algunos regímenes fuertes que dicen ser necesarios para una buena economía, y exhiben resultados. Otros argumentan que son la clave de la seguridad ciudadana, y muestran los indicadores.  Todas las dictaduras dicen que dan algo a cambio de la tiranía. Hobbes lo llamaba “el principio de eficiencia”. Pero lo que no es sostenible es tiranía sin resultados.

Engels, compañero y financista de Marx dijo alguna vez que “donde quiera que la estructura del poder de un país contradiga su desarrollo económico, es el poder político, con sus medios de violencia, el que sufrirá la derrota”. Cosa de sentido común el hecho de que por más que griten “pero tenemos patria”, ese vínculo gaseoso con la nacionalidad no es causa suficiente para la sujeción y el acatamiento. O hay resultados tangibles en términos de prosperidad, estabilidad y orden social, o el régimen comienza a tener problemas de relación.  Por eso, mientras más pueril e inexplicable sea esta relación entre gobierno y ciudadanos, menos acatamiento y más necesidad de represión. Allí comienza la trama terrible del uso de la fuerza, que es irreversible, que se retroalimenta crecientemente hasta dislocar cualquier atisbo de cordura. Ante esta espiral los buenos líderes no se pliegan, ni juegan a un pacifismo de pendejos. Se esfuerzan en replicar la violencia y hacer saber que es una relación intolerable, pero sobre todo improductiva.

Ese es el problema crucial que debe atender Nicolás; su dilema es que más allá de consignas vacías no tiene nada que mostrar. Su disyuntiva es que la sociedad le está requiriendo un conjunto de respuestas que él no puede responder. Por eso mismo resulta más que oprobiosa la imagen de un joven caído, la de las decenas que están detenidos y la exhibición soez y arrogante de grupos vandálicos que operan porque el régimen les da el place. El problema de Nicolas es que se ha vuelto el señor del caos, inestable, turbulento, cruel e inviable que estamos padeciendo todos. Queda de nuestra parte construir una narrativa que contribuya a su disolución y su sustitución por un orden más estable, porque de lo que si pueden estar todos seguros es que el caos no se remedia solo ni se recompone a favor de nadie. Es, por usar alguna analogía, como un potro salvaje, indomable e imposible de montar por mucho tiempo.

No son tiempos fáciles para la política. Pero son mucho peores si la unidad se perturba y si los llamados a ser los dirigentes del país democrático están peleados, distanciados y sin comunicación entre ellos. Cualquier salida es imposible si entre ellos esperan y ansían la caída del que dicen que es su hermano. No hay camino sin la práctica de la disciplina de la solidaridad. Por eso siempre he pensado que la victoria está subordinada a  nuestra condición espiritual. O superamos estas contradicciones y nos enfocamos en una unidad con propósitos o el caos será el único sobreviviente de esta época.

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