¿Y ahora qué hacemos? por Víctor Maldonado
Es tal vez la pregunta más democrática del momento que vivimos. Todos la pensamos en la misma medida que compartimos las mismas circunstancias de cerrazón, dique y oscuridad. Es la interrogante que surge en los labios de los que a la vez somos espectadores y víctimas de los estragos de la confusión y de la perplejidad. El desconcierto, no está de más recordarlo, inmoviliza y puede dar paso a la desesperanza.
La desesperanza puede terminar haciéndonos sentir lo que los psicólogos llaman “visión de túnel”: una sensación de vacío y muerte que padecen todos aquellos que se dan por vencidos. Y si no queremos terminar siendo carroña a disposición del depredador, debemos hacer el inmenso esfuerzo de salir de esta condición de desvalimiento para pasar a la acción.
Lo primero es caracterizar la realidad con el ánimo constructivo de abrir caminos y no de buscar obsesivamente culpables, y mucho menos perder el tiempo validando fantásticas teorías conspirativas. La realidad debería ser constatada en términos de quiénes somos, cuáles son nuestras fortalezas y debilidades, todo lo que tenemos pendiente por hacer, y con quienes podemos y debemos contar. Antonio Cova solía recordar que “con estos bueyes hay que arar, porque no hay otros”. Yo completaría que “con estos bueyes, con este arado, y en estas tierras…”.
El mismo esfuerzo de caracterización debería indicarnos cuántos somos (no cuantos queremos ser), cuál es nuestro nivel de organización y de cobertura. Lo mismo habría que hacer los que nos contienden. Caracterizar al régimen sin caer en la complacencia es una tarea que no podemos seguir postergando. Reconocer que es un régimen militar, una dictadura de izquierda, con un plan deliberado (que además está documentado en el Plan de la Patria) para llevarnos al comunismo, administrando la represión y destruyendo la economía privada. Reconocer también que hay un tramado institucional perverso que nos expone a la tentación de la sumisión programática y que no podemos obviar los peligros relacionados con atender el imperativo moral de tener gestos democráticos sin incurrir en la simpleza de darlo todo por resuelto. Vale la pena tener en cuenta lo que dice al respecto Michael Randle en su libro Resistencia Civil (Paidos, 1994):
“Bajo regímenes muy represivos, la opción que se le abre al individuo es muy rígida: O los acata uno (o al menos se pliega a las manifestaciones de ese acatamiento) o se atiene a la pérdida de los medios de vida, al encarcelamiento, y acaso a la tortura y la muerte. El régimen puede ser vulnerable al desafío colectivo, y en último término, podría provocarlo. Pero la historia nos dice que la erosión del poder dictatorial hasta alcanzar el punto en que la insurrección se convierte en un poder real, y una amenaza significativa, ha exigido años o incluso decenios. Uno de los mayores desafíos políticos de nuestro tiempo consiste en desarrollar métodos y técnicas con los que el ciudadano, de preferencia en colaboración con la comunidad internacional, pueda doblegar a dictadores con más rapidez y eficacia, y prevenir los golpes de estado o los deslizamientos hacia el poder autoritario…”
Lo segundo es construir un complejo de argumentos, principios y valores que nos movilicen dentro de los espacios del realismo audaz, pero realismo al fin. Tal vez el principal sea que decidimos quedarnos, resistir y dar la pelea. Aquí estamos 28.9 millones de personas cuya obligación primordial es entendernos lo suficiente como para no incurrir en la estupidez del mutuo exterminio. Y eso hay que decirlo, hacer de esa decisión parte de nuestra épica y no lo contrario. Lo segundo es que frente a un régimen como el que tenemos por delante no cabe la renuncia a ningún método de lucha. Lo tercero, que para encarar el reto de la represión militar y el proceso de desinstitucionalización republicana que este régimen está adelantando hay una condición que debemos cuidar: Nosotros no podemos ser tan bárbaros como ellos. No podemos desinstitucionalizar la alternativa democrática, no podemos prescindir de la unidad ni de los arreglos que hemos ido construyendo para resolver los problemas que se nos han ido presentando. Eso sí, debemos abrirnos a la crítica constructiva e iniciar un proceso de apertura para perfeccionarlo. Y no podemos caer en la tentación de la demagogia. Eso de creer que la calle es el principio de un proceso y no su punto culminante es muy temerario. Tal y como lo dice Randle, primero hay que generar las condiciones de apoyo, visibilidad y organización que por ahora no tenemos sino con mucha debilidad. Por eso mismo es perverso dinamitar nuestros activos institucionales, porque nos aleja de la posibilidad de encarar alguna vez el reto con posibilidad de éxito.
Lo tercero es administrar con sabiduría y consistencia el discurso político. Tener la paciencia para explicarlo y mucha tolerancia para vencer la resistencia inicial. Como ocurre en estos casos, el diagnóstico es infinitamente superior al plan estratégico. Todos pueden estar de acuerdo con el análisis de la realidad, y muy enfrentados en relación a lo que hay que hacer. En estos casos, insistir en los acuerdos (aunque estos sean mínimos), plantearse un set de principios y valores inapelables que todo el mundo pueda exponer y defender, apostar a la confianza de un discurso sometido a la disciplina de un mismo tono y contenido, estar permanentemente abiertos a la escucha y organizar la trama del trabajo que hay por hacer, pueden contribuir a seguir abriendo caminos para seguir avanzando. Hay un peligro que algunos expertos como Robert Merton llama “espíritu de cuerpo” (intolerancia a cualquier crítica u observación externa) y otros como Irvin Janis definen como “el síndrome del pensamiento del grupo”, aludiendo a la cerrazón, la censura y el reforzamiento del error dentro de grupos que juegan “cuadro cerrado”. Si eso está ocurriendo, este tipo de conductas forma parte de los problemas que entre todos debemos resolver para evitar caer en la entropía. El discurso político tiene que ser generoso en el reconocimiento del esfuerzo que han hecho los nuestros y muy firme en señalar las equivocaciones y errores de los contrarios. No al revés. El canibalismo político es un error imperdonable.
Finalmente hay que concentrarse en la trascendencia de los progresos, aunque estos sean mínimos. La política y la guerra se llevan muy mal con la euforia, la improvisación y el exceso de entusiasmo. De alguna manera esos estados de ánimo ciegan y dan paso a errores que son a veces muy costosos. Por eso la respuesta a la pregunta que nos hacemos no puede concederle espacios a la demagogia, el realismo mágico o la desestructuración caótica. Hay que hacer cosas, pero hay que hacerlas con sentido pensando en que si lo hacemos bien lograremos que sea verdad en nuestras vidas la consigna que nos recuerda “que los tiempos de Dios son perfectos”. Si algo hay que hacer desde ahora es lo que propuso el brillante estratega político J.J. Rendon cuando dijo: Todos los días hay que salir a la calle a ganar voluntades y corazones a favor del proyecto democrático. Eso es más importante que una manifestación de un día o una marcha que nos ocupe una mañana. Salir con convicción y disposición misionera es menos catártica pero más efectiva. Contribuyamos a la construcción de los tiempos de Dios con mayor disposición de ánimo porque nosotros somos la única posibilidad de que al final todo confluya en la mirada cercana de la tierra prometida.