Yoani Sánchez, autor en Runrun

Manipulación y silencio, la política informativa sobre Venezuela, por Yoani Sánchez

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Los cubanos no han visto las imágenes de esa señora que con su determinación detuvo un blindado policial en las calles de Caracas. La prensa oficial escamotea también las lágrimas de quienes han perdido a sus hijos por la represión de los uniformados y los colectivos. En lugar de eso, los medios controlados por el Partido Comunista de Cuba apelan al silencio y la distorsión para narrar lo que ocurre en Venezuela.

Este martes, la portada del diario Juventud Rebelde ha ido un paso más allá y compara a los manifestantes contra Nicolás Maduro con «aquellas hordas que dieron origen al fascismo que provocó la Segunda Guerra Mundial». El texto, salpicado con palabras como «derecha», «contrarrevolucionarios» y «arremetida», reinterpreta los sucesos en el país sudamericano y los ajusta a la agenda informativa de la Plaza de la Revolución.

Una manipulación periodística que se repite –una y otra vez– siempre que un aliado del Gobierno cubano enfrenta protestas populares o comete alguna pifia política. La historia reciente está plagada de ejemplos en que los periódicos nacionales han querido ajustar la realidad a su línea editorial para al final tragarse la amarga evidencia de que la vida va por otro cauce.

Las autoridades de la Isla rompieron lanzas por el primer ministro griego Alexis Tsipras y lo presentaron como un inflexible revolucionario que no aceptaría jamás «las imposiciones de la Unión Europea». Pero callaron cuando los helenos se lanzaron a las calles para protestar por las políticas de austeridad, empobrecimiento y privación implantadas por el propio partido izquierdista Syriza tras su claudicación frente a la troika.

Es el tiempo de «dorar la píldora» de lo que ocurre en ese país y llenar las planas de los diarios de noticias que se acomoden a los deseos de Miraflores y no a la verdad

 

Unos años antes, Granma aseguró que el sindicato polaco Solidaridad había sido totalmente desmantelado y su líder principal Lech Walesa no era más que un recuerdo del pasado. Pocos meses después de aquella nota aparecida en la prensa oficial, los cubanos supieron que el ejecutivo de Wojciech Jaruzelki había aceptado sentarse a la mesa redonda de las conversaciones con sus opositores.

Durante la invasión de Estados Unidos a Granada en 1983, la distorsión informativa cobró tintes de inmenso embuste. Los medios nacionales dieron la noticia de la inmolación de soldados cubanos –envueltos en la bandera– cuando en realidad corrieron por sus vidas y se rindieron sin ninguna épica. Poco después regresaban al país aquellos que supuestamente habían perecido.

La lista de mentiras u omisiones se prolonga en el tiempo y alcanza al silencio que rodeó en la Isla la llegada del hombre a la luna y las falsedades alrededor de la caída del muro de Berlín, hasta llegar al incalificable olvido periodístico de no precisar la causa de la muerte del expresidente Fidel Castro.

Ahora le ha tocado el turno a Venezuela. Es el tiempo de «dorar la píldora» de lo que ocurre en ese país y llenar las planas de los diarios de noticias que se acomoden a los deseos de Miraflores y no a la verdad. La tinta de los elogios hacia Nicolás Maduro correrá, los manifestantes serán tildados de enemigos de la patria y las imágenes de la represión serán censuradas.

Sin embargo, nada detendrá a la realidad. En las calles venezolanas hay ciudadanos reclamando un cambio y ni siquiera los expertos en manipulación editorial pueden convertir sus gritos en aplausos.

@yoanisanchez

Sean Penn, vocero de capos y generales por Yoani Sánchez

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Dicen que hablaron durante siete horas, compartiendo tazas de té y copas de vino. De un lado estaba el actor estadounidense Sean Penn, crítico acérrimo del sistema bajo el que vive, y del otro, Raúl Castro, recién nombrado como presidente de un país donde unos poco impusieron el rumbo político hace casi seis décadas.

El destacado artista venía de un Hollywood que le asqueaba y de una nación donde cualquiera puede gritarle al gobernante de turno hasta del mal que se va a morir. El general, casi octogenario en ese momento, había visto y aprobado la caída de muchos intelectuales por solo mirar de reojo al poder.

Raúl Castro debió evaluar con suspicacia y astucia a este progresista de fortuna y rabietas. Incapaz de leer en voz alta un texto sin cometer innumerables errores, propio de la gente de pocos libros y muchas órdenes, el ex ministro de las Fuerzas Armadas en Cuba sabe que detrás de todo artista se esconde un crítico del totalitarismo, al que hay que neutralizar y acallar, o al menos intentar comprar.

Aquella cita en La Habana de 2008, pactada a través del presidente venezolano Hugo Chávez, tenía sólo un objetivo: engatusar al irreverente Penn para que repitiera las «bondades» del sistema bajo el que vivimos once millones de cubanos. Por eso, la conversación fue toda una danza de conquista, sin exabruptos, ni pistolas puestas sobre la mesa. El protagonista de Mystic River no debía sospechar nada, ni tener miedo.

Es probable que el encuentro transcurriera entre miradas cómplices, palabras pausadas, frases al estilo de «nunca me gustó la idea de dar entrevistas» dichas por el menor de los hermanos Castro. El improvisado reportero tenía que sentir que estaba accediendo al alma oculta de un curtido guerrillero, cuando en realidad estaba cayendo en las redes de un hábil totalitario. La trampa surtió su efecto.

Penn no solo salió de ahí asegurando que «de hecho el ‘raulismo’ va en aumento junto a un reciente auge económico industrial y agrícola», sino que además le dejó pasar a su entrevistado -sin cuestionarlo- que los informes sobre las violaciones de derechos humanos en Cuba que se publican en medios estadounidenses «son muy exagerados e hipócritas». Un periodista no hubiera perdido una oportunidad así para hundir el filo de una pregunta hasta el fondo y tratar de llegar a la verdad.

Sin embargo, Sean Penn ni se inmutó. Su razón de estar allí no era cuestionar las palabras del General -al estilo de un incómodo reportero- sino usar a Cuba como punta de lanza de su batalla personal contra el Gobierno estadounidense. Nosotros no éramos más que números ante sus ojos, cifras que debían explicar por qué el «modelo» cubano era superior al que emana de la Casa Blanca.

A manera de migaja, Penn reconoce a posteriori que si él «fuera un ciudadano cubano» y tuviera que hacer una entrevista como esa, podría «ser encarcelado». Pero lo dice como quien reza el Padrenuestro antes de robarle al prójimo; clama por la transparencia y luego se coloca una capucha; brama por la libertad y le da la mano a un dictador. Lo dice de una manera que no convence.

Años después, Penn volvería a repetir el mismo modus operandi. Entrevistaría en un lugar perdido de Sinaloa al prófugo de la justicia mexicana y sangriento capo, Joaquín Guzmán Loera, el Chapo. El progresista de caviar y aviones privados caería otra vez rendido a los pies del poder, se convertiría en el ventrílocuo de la historia contada por otro insigne culpable que quería limpiar su imagen.

En esta ocasión, también la escena se desarrolló como un danza de apareamiento, donde quien tuvo todo el tiempo el control manejó a la ingenua presa que creía dictar la pauta del encuentro. El Chapo volvió a engatusar al ganador de dos premios Óscar, como una vez le hiciera Raúl Castro en La Habana.

El actor-periodista cayó rendido ante su entrevistado, bromeó con él, le dió la mano. En su conversación, es el otro el que lleva el ritmo y dicta los temas. La idea del sanguinario delincuente es mostrarse como un producto de una sociedad corrompida, alguien que ha sido moldeado por las causas externas y ha hecho de la violencia un acto de rebeldía.

Sin embargo, más allá de las adversidades y del contexto, hubo un momento en que tanto Raúl Castro como el Chapo Guzmán pudieron cuestionarse el daño que estaban haciendo, la estela de infelicidad y dolor que dejaban tras de sí. El mayor fracaso del condescendiente reportero fue no hurgar en por qué no había arrepentimiento en ninguno de los dos, sino la fría tozudez de los caudillos.

Penn volvió a perder la oportunidad del periodista y se convirtió así en un triste vocero de capos y generales.

@yoanisanchez

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May 15, 2015 | Actualizado hace 9 años
Cuba y Venezuela, en el mismo espejo por Yoani Sánchez

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«Conseguí jabones y algunos juguetes para el niño», le contaba una mujer venezolana a otra en el aeropuerto de Tocumen en Panamá. A sus pies, una valija de mano parecía a punto de explotar de tan repleta y la señora enumeraba todo lo que llevaba de vuelta a su país. La conversación me recordó a mis propios compatriotas que retornan a la Isla con el equipaje abarrotado de productos, que incluyen desde pasta dental hasta agujas para coser.

En una situación de carencias, los seres humanos terminamos pareciéndonos a esas «hormigas cortadoras de hojas» que son capaces de llevarse parte del bosque a su hormiguero. Pero esa tarea de buscar a toda costa lo que nos falta nos encierra también en un ciclo de obsesiones, donde comprar huevos, adquirir leche o localizar el mercado en el que han sacado papel sanitario consumirá la mayor parte de nuestro tiempo y energías. Quedamos atrapados entonces en un bucle de sobrevivencia, en el que apenas podemos ocuparnos de ejercer nuestro papel de ciudadanos.

No obstante, siempre habrá algunos que quieran explicar las penurias a su manera. Como una analista oficial, que hace unos días abordaba en la televisión cubana el desabastecimiento de productos básicos en Venezuela. En opinión de la señora, la culpa de las carestías recae sobre un sector que acapara o deja de importar mercancías para provocar el caos social. En su discurso, los «ricos malos» dificultaban que los «pobres buenos» pusieran un plato de comida sobre la mesa. Un esquema argumental tan ridículo que me quedé a escucharla como si de un espacio humorístico se tratara.

La parcializada analista era una alumna aventajada de la escuela del castrismo, en la que también se formaron Hugo Chávez y Nicolás Maduro, y donde aprendieron que mantener en el discurso político una constante alusión al enemigo quizás no sirva para apaciguar el ardor del hambre en el estómago, pero al menos mantiene entretenidos a los necesitados. Una política de la fanfarria, donde siempre son los otros quienes hacen mal las cosas y boicotean al Gobierno, que dice ser el blanco de ataques llegados desde todos lados.

Lo cierto es que las largas filas a las afueras de los mercados no son un bulo mediático ni una exageración de los medios de prensa independientes venezolanos, sino una realidad que se extiende por su territorio. La harina falta para todos y la inestabilidad económica no conoce de clases sociales ni distingue ideologías, aunque la corrupción y un extenso entramado de privilegios otorguen un mayor respiro material a quienes estén más cerca del poder. En esas circunstancias se reduce a los individuos a su condición de consumidores desesperados, una situación que desemboca en una sociedad más controlable y una ciudadanía menos pendiente de la escena política.

Como en un espejo deformado, los cubanos vemos reflejados nuestros peores momentos en los venezolanos. Si antes podíamos decir con orgullo que compartíamos cultura, lengua y hasta proximidad geográfica, ahora nos parecemos en cuestiones de las que nadie querría vanagloriarse. Nariz con nariz nos observamos, para descubrir esta semejanza aquí, aquella mala copia allá.

Ambos somos pueblos que han aprendido a esperar, hacer largas colas, llevar la bolsa bajo el brazo y cazar al vuelo los rumores de la reaparición de algún producto. El equipaje que chequeamos en los aeropuertos del mundo va cargado con las mismas cosas y repleto de las mismas ansiedades ante las privaciones. Cuando nos escuchamos hablar ya es difícil distinguir si estamos en La Habana o en Caracas, si aguardamos a las afueras de un mercado en Maracaibo o en Santiago de Cuba. ¿Somos ellos o ellos son nosotros?

@yoanisanchez

14ymedio

May 14, 2015 | Actualizado hace 9 años
Las dos mitades de Raúl Castro por Yoani Sánchez

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A la otra patria de Italo Calvino llegó Raúl Castro y, al igual que el vizconde de aquel libro, aterrizó dividido en dos, partido por la mitad. Venía de un baño de soldados y armamento en el desfile de la Plaza Roja de Moscú, donde se mostró como el nostálgico comunista que recuerda los «tiempos gloriosos» de la Unión Soviética. A Roma, sin embargo, arribó con su otra parte por delante. En el Vaticano volvió a ser el hombre educado en un colegio jesuita y hasta le confesó al papa Francisco que podría estar dispuesto a regresar a la Iglesia y volver a rezar.

Este domingo, los dos trozos contradictorios e irreconciliables de Raúl Castro han retornado a Cuba, a un país también fragmentado entre la celeridad con la que se alimentan las esperanzas y el lento paso de la realidad. Los medios oficiales solo refirieron la gira de una de las partes del general, aquella de los compromisos de continuidad y del abrazo con los camaradas del Kremlin. Sin embargo, sobre el encuentro con el papa apenas informaron las palabras de agradecimiento por la mediación entre Cuba y Estados Unidos, acompañadas por una referencia a la próxima visita del pontífice a la Isla.

¿Por qué no relataron el noticiero estelar ni el periódico Granma las declaraciones de Raúl Castro sobre un posible retorno a la fe? Porque esa parte no conviene ser ventilada puertas adentro, solo debe ser expuesta a un público foráneo.

Dentro de casa, hacia el interior de las fronteras nacionales, la imagen debe seguir siendo la del hombre recio, firme, de puño cerrado, que no tranza ni exhibe ninguna debilidad. En Cuba no está dispuesto a mostrar el talante moderado, ni el lado diplomático del que ha hecho gala durante su viaje. Aquí, quiere dejar bien claro quién manda y reafirmar que no hay espacio para la diferencia ni la oposición.

Para agregarle más contradicción al asunto, mientras el general presidente estaba de gira por el extranjero, Fidel Castro publicó unas reflexiones que reforzaban la elección del marxismo leninismo. Rompía lanzas por una ideología atea y materialista a pocas horas de que su hermano menor fuera recibido por el sucesor de Pedro. No fue un texto casual, ni al descuido. Estaba enfocado en ponerle las riendas a ese lado reformista que Raúl Castro exhibiría ante los gobiernos demócratas.

El comandante en jefe necesitaba también dejar claro el límite de las transformaciones que vive Cuba, que hasta ahora se han enfocado tímidamente en el plano económico sin trascender a los cambios políticos.

Como en la historia escrita por Italo Calvino, es muy difícil que puedan convivir sin enfrentamiento esas dos mitades de Raúl Castro. El papa, el presidente francés y Barack Obama, entre otros, han estrechado la mano del político que dice estar dispuesto al diálogo. Les falta observar en el propio suelo cubano cómo se vive con la parte castrense e intolerante que también lo compone. Bajo ese Raúl Castro, se autorizan los actos de repudio contra disidentes, la seguridad del Estado acosa y vigila a los activistas y la mayor parte de la población ni siquiera se atreve a decir en voz alta una crítica al sistema.

¿Cuál de las dos mitades prevalecerá? ¿Un Raúl Castro que regresa a la fe religiosa, impulsa una reforma integral del país y se sienta a conversar con su oposición interna o esa otra, formada por el militar intransigente, que azuza el odio político y pone los intereses de su clan familiar por encima de las urgencias de la nación? Habrá un momento en el que no pueda seguir sosteniendo tal duplicidad.

En la última parte del libro del famoso escritor italo-cubano, las dos mitades del protagonista vuelven a ser cosidas y conviven en armonía después de intentar aniquilarse. En el caso cubano, esa podría ser la más nefasta de las variables. Un Raúl Castro que consiga mantener el buen talante hacia fuera y el autoritarismo hacia adentro resultaría un pésimo escenario para el futuro.

 

@yoanisanchez

14ymedio

Las cosas que quedan después de la tragedia por Yoani Sánchez

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Hay ropa dispersa sobre la cordillera, maletas abiertas, muñecas de niños que nunca volverán a jugar. Las cosas que pertenecieron a gente que hasta hace poco estuvo viva y de las que apenas queda el recuerdo, un reguero de bienes que habrá que clasificar y hacer llegar a las familias de las víctimas. La tragedia del A320 de Germanwings que se estrelló en los Alpes franceses me hace reflexionar, como tantas otras, sobre el breve segundo que nos separa de la muerte. Un líder suicida, un demente al timón, una guerra que desataron otros …, las mil y una formas de morir que nos trae la vida.

Una tarde de 1985 mi familia se quedó con la mesa servida a la espera de la abuela. Ella nunca llegó, porque dos borrachos en plena reyerta la hirieron mortalmente en una cafetería cercana. Sobre la mesa permaneció su plato. Frío, solo, con la cuchara al lado y el vaso de agua haciendo una marca redonda y húmeda en la madera. Después estaban sus zapatos, la cartera donde atesoraba sus monedas y una nuez moscada. La ropa colgada en el armario y unas fotos de su juventud que nunca llegamos a preguntarle dónde habían sido tomadas.

Las cosas que nos dejan los difuntos a veces son más difíciles de tramitar que los propios recuerdos. ¿Qué hacer con esa nota que escribieron antes de salir de casa para decir que había que comprar huevos, sal y un poco de aceite? ¿Sus cajones, la sábana donde durmieron la última noche, las galletas que tanto le gustaban? ¿Cómo acallar la manera de hablar que tiene el peine donde aún quedan sus cabellos, la cuenta de Facebook en la que dieron el último «me gusta» o aquel círculo rojo en el calendario con el que marcaron su fecha de cumpleaños?

Las cosas que nos dejan los difuntos tienen voz propia. Nos recuerdan cada vez que las miramos que en esa tela, empuñando ese lápiz o asomándose a ese espejo, hasta ayer mismo había alguien que respiraba y amábamos.

@yoanisanchez

Alan Gross, el anzuelo que terminó siendo tragado por Yoani Sánchez

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Con ese pesimismo que se ha vuelto ya crónico en nuestra sociedad, muchos cubanos pensábamos que Alan Gross sólo lograría salir de Cuba «con los pies por delante», en una imagen alusiva a un desenlace fatal. La terquedad que ha mostrado el Gobierno cubano en sus relaciones con Estados Unidos, no presagiaba una solución a corto plazo para el contratista. Sin embargo, este miércoles ha sido canjeado por tres espías cubanos presos en Estados Unidos, con lo que se cierra un largo y complicado capítulo político para ambas partes.

Gross sólo era de utilidad vivo y su salud se deterioraba muy rápidamente. Y eso lo sabía muy bien Raúl Castro. De ahí que en los últimos meses le aumentara los decibeles a la propuesta de intercambiarlo por el agente Antonio Guerrero y los oficiales Ramón Labañino y Gerardo Hernández que cumplían largas condenas en cárceles del vecino del Norte. En la medida que el contratista de 65 años enflaquecía y perdía la vista, las campañas oficiales insistían más en el canje. Cuando Gross amenazó con quitarse la vida, las alarmas se dispararon en el Gobierno de la Isla y el cronograma de la negociación se aceleró.

Barack Obama, por su parte, tenía claro que cualquier cambio en la política hacia La Habana se encontraría ante el obstáculo insalvable de un estadounidense preso por «amenazas a la seguridad del Estado». Ya el propio The New York Times había sugerido el intercambio en uno de sus editoriales sobre Cuba, y la publicación del texto en tan prestigioso diario fue leída como un adelanto de lo que ocurriría. Como en todo juego político, sólo veíamos una parte, mientras en los entresijos del poder se ataban los hilos del acuerdo que hoy acaba de hacerse público.

Para quienes conocemos los mecanismos de presión que utiliza la Plaza de la Revolución hacia sus contrincantes, la propia captura de Gross queda como una jugada dirigida a recuperar a los agentes del Ministerio del Interior. El contratista no fue arrestado tanto por lo que hacía, sino por lo que se podría lograr con él. Era un simple anzuelo y estaba consciente de ello desde el principio. Su delito no radicaba en haberle traído un equipo de conexión satelital a Internet a la comunidad judía cubana, sino en llevar en su bolsillo un pasaporte que lo convertía de inmediato en una pieza de cambio en el tablero de las tensas relaciones bilaterales entre Washington y La Habana.

En el juego de la política los totalitarismos logran imponerse a las democracias, porque controlan la opinión pública al interior de sus países

 

Si se revisan los cinco años de cautiverio padecidos por Gross, se verá un estudiado guión informativo con que el Gobierno cubano ayudó a presionar a la administración Obama. Cada imagen que salió a la luz pública, cada visitante al que se le permitió verlo, fueron autorizados con la única condición de que reforzaran la tesis del canje. De esa manera el castrismo ha terminado por salirse con la suya. Ha logrado intercambiar a un hombre pacífico, enrolado en la humanitaria aventura de proveer conectividad e información a un grupo de cubanos, por agentes de inteligencia que causaron daño significativo y dolor con su accionar.

En el juego de la política los totalitarismos logran imponerse a las democracias, porque controlan la opinión pública al interior de sus países, determinan los resultados legales a su antojo y pueden mantenerse tres lustros gastando los recursos de toda una nación en aras de liberar a sus topos enviados al terreno del adversario. Las democracias, sin embargo, terminan por ceder porque tienen que darle respuestas a los suyos, vivir con una prensa incisiva que le reprocha a los gobernantes el tomar o no tomar ciertas decisiones y porque están obligadas a hacer todo lo posible por llevar sus muertos y sus vivos de vuelta a casa.

El castrismo ha ganado, aunque el resultado positivo es que Alan Gross ha salido con vida de una prisión que amenazaba con convertirse en su tumba. Ahora, nos esperan largas semanas de vítores y consignas, en las que el Gobierno cubano se proclamará vencedor de su última batalla. Pero no hay espacio en el panteón nacional para tanto héroe que respira y, poco a poco, los recién llegados agentes irán perdiendo importancia y visibilidad. Empezará a desteñirse el mito que les labraron en la distancia.

Eliminado el principal obstáculo para el restablecimiento de relaciones, sólo falta saber cuál será el próximo paso. ¿Planea el Gobierno cubano otro movimiento para volver a estar en posición de fuerza con el Gobierno de Estados Unidos? O por esta vez todas las cartas han quedado sobre la mesa, ante los cansados ojos de una población que presiente que el castrismo volverá a ganar también la próxima jugada.

@yoanisanchez

14 y medio.com

Dic 12, 2014 | Actualizado hace 9 años
Comparsa y derechos por Yoani Sánchez

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El carnaval estaba planificado desde hace días, meses. La música de fondo serían las consignas y la falsa alegría. El escenario elegido, la misma esquina habanera en que las Damas de Blanco convocaban a recordar el Día Internacional de los derechos humanos. Mientras, el «cuerpo de baile» estaría integrado por trabajadores y escolares –sacados de sus centros laborales y docentes- para ocupar el sitio elegido por las activistas. Los kioscos con comida no podían faltar y en algunos pueblos de provincia agregaron enormes camiones de cerveza dispensada, porque en el caso nuestro en vez de pan y circo, la fórmula es alcohol y represión.

Llegó entonces la hora de la comparsa. Alrededor de la heladería Coppelia un raro tumulto de gente vestida de civil, llamó la atención de algunos ingenuos transeúntes que no sabían si era la fila para comprar un extinto producto o se trataba de apasionados cinéfilos que aguardaban porque abriera el cine Yara. Algo, sin embargo, los delataba. Movían la cabeza de un lado a otro, como quien espera a una presa, vestían esas ropas que todos reconocemos como el atuendo de la Seguridad del Estado cuando quiere pasar encubierta y mostraban un estado físico demasiado corpulento en comparación con el cubano medio. No danzaban, como en los carnavales, sino que se movían hacia las mujeres que venían vestidas de blanco e intentaban tapar con sus cuerpos el acto de meterlas a la fuerza en el carro policial. Un macabro cuerpo de «baile» representaba así su coreografía de la reprimenda.

¿Cuántas veces de niña fui parte de un carnaval de la represión sin saberlo?

Y entonces sonó la corneta, perdón… el claxon de un auto. Una señora menuda había logrado llegar hasta la aurícula izquierda del corazón del Vedado. Decenas de rostros se voltearon y le hablaron a un diminuto cable de audífono que les colgaba del oído. Un agente, infiltrado por años en las filas del periodismo independiente y destapado sin penas ni glorias, dirigía la orquesta. Los altoparlantes bramaban con frases grabadas previamente, para que no hubiera ni sorpresas ni espontaneidad. La mujer desapareció en un segundo. Los niños tomaban refresco y La Habana vivía uno de los días más fríos de este año. Por horas continuó el espectáculo.

¿Cuántas veces de niña fui parte de un carnaval de la represión sin saberlo? ¿Cuáles ingenuas fiestas de las que participé en realidad eran una tapadera del horror? ¿Habrán sido aquellos bailes y festivales callejeros también una operación policial? Después de esto, me va a costar mucho trabajo volver a disfrutar de una comparsa.

@yoanisanchez

14yMedio

México se está quedando sin lágrimas por Yoani Sánchez

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Cuando visité México por primera vez me impresionó su tremendo potencial y sus enormes problemas. Quedé impactada por una cultura cuyo calendario se pierde en el tiempo, sobre todo si la comparamos con la historia de una Cuba todavía adolescente. Sin embargo, lo más chocante resultó la frecuente advertencia y el consejo que me brindaron amigos y conocidos sobre la inseguridad y los peligros que podían aguardar en cada calle.

El testimonio más desgarrador de aquella visita, lo escuché de boca de Judith Torrea, periodista española radicada en Ciudad Juárez y que reunía historias de madres cuyas hijas adolescentes nunca volvieron de sus trabajos o de sus centros de estudios.

Me dolió comprobar cómo la muerte violenta se había vuelto algo cotidiano en diferentes zonas de ese hermoso país. La Catrina ya no sonreía, sino que sus cuencas vacías parecían una triste premonición de lo que le faltaba por vivir a México. La desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa ha superado en horror lo que ya estaba padeciendo una sociedad donde la corrupción, la ineficacia jurídica y el brazo armado del narcotráfico campean por su respeto desde hace mucho tiempo. Como si a una población ya desgarrada por las pérdidas se le pudieran agregar nuevas heridas.

Cada uno de esos jóvenes desaparecidos tenía alrededor de la edad de mi hijo Teo, algunas fotos hasta me recuerdan su cara trigueña y sus ojos achinados. Él podría ser cualquiera de esos que un día salió de la escuela y decidió protestar contra el status quo. Todo apunta a que el poder político local, mezclado con los cárteles de la droga, terminó de manera violenta con la vida de quienes aún tenían lo mejor de su existencia por delante. Las últimas semanas los familiares han pasado de las lágrimas a la esperanza y nuevamente al dolor. Hasta que no se confirme el triste final, ninguno quiere darlo por hecho, pero los indicios apuntan al peor de los escenarios.

México se está quedando sin lágrimas. A América Latina le corresponde acompañar a esa nación entrañable en la búsqueda de respuestas a la desaparición de los estudiantes, pero también a la solución de los graves problemas sociales e institucionales que la han provocado. A los ciudadanos, por nuestra parte, nos toca la solidaridad, el compartir el dolor y la ira. Que nadie vuelva a mirar a su hijo a los ojos sin recordar a los que faltan.

@yoanisanchez

14 y medio.com