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Guillermo Sucre: “Un intelectual debe ser una persona comprometida con la democracia, que no apoye nunca regímenes de fuerza”

@diegoarroyogil

Fotografías: Vasco Szinetar

ERA 5 DE JULIO DE 2017 y una turba salvaje, armada con insultos, palos y demás, irrumpía en la sede del Poder Legislativo, en Caracas. Guillermo Sucre veía las noticias. Poeta, ensayista, intelectual venezolano –nació en Tumeremo, estado Bolívar, en 1933–, su obra no puede encerrarse en ámbito nacional alguno, a menos que sea por estrictas razones de clasificación y estudio. Como en todo escritor de veras, la obra de Sucre es un bien de la lengua española. O de la lengua, sin más. Coinciden en esto quienes lo han leído con serenidad y con fervor, dos emociones o presencias de ánimo que por cierto recorren, juntas, esa obra que reta y conmueve. En sus páginas se nota siempre el compromiso del hombre con su pasión y su destino. La apuesta del ensayista, del poeta, del intelectual por eso que, a falta de otra palabra, llamaré la verdad: el deber con la propia conciencia. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que acerca la soledad de un hombre a la soledad de los demás? ¿Y no es precisamente ese acercamiento, esa cercanía, lo que hace entrañable a un escritor?

Era 5 de julio y Guillermo Sucre veía las noticias. El horror de las imágenes (diputados heridos, periodistas heridos, empleados de la Asamblea Nacional heridos, todo el mundo conmocionado ante esa bestialidad que, como se ha visto, ocurrió al amparo del régimen gobernante) nos metió de inmediato en el asunto político. Y estaba bien. En su juventud Sucre luchó contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, sufrió cárcel, lo expulsaron del país, regresó, volvió a luchar y fue a parar de nuevo en prisión. El 23 de enero de 1958, estando preso en Ciudad Bolívar, recibió la noticia de que el sátrapa había caído. Y Sucre fue liberado, solo para seguir toda su vida dedicado a la palabra y a la defensa de la libertad. Cuando, en 1992, Chávez se insurreccionó contra la democracia, Guillermo Sucre no dudó en señalar a los intelectuales que formaban parte de la conjura civil, que fue tan ruin e irresponsable como la conspiración militar. La respuesta que recibió fue la injuria e incluso el ultraje. Pero, como Albert Camus en su hora y en su circunstancia, Sucre tenía razón.

“La última vez que fui a la Asamblea fue cuando murió Octavio Lepage –dice–. Nos conocíamos mucho y fui a dar el pésame. Antes fui una o dos veces al Congreso, durante el gobierno de Leoni, para hablar con Reinaldo Leandro Mora, que era ministro del Interior. Yo tenía amigos que estaban en la guerrilla que me pedían que intercediera de algún modo. Los ayudaba pero les decía que estaban equivocados”.

–Usted formó parte de la resistencia antiperezjimenista, y cuando llegó la democracia no se empató con la guerrilla, ¿por qué, si era común entre jóvenes?

–No, cómo me iba a empatar en eso. Era muy común, sí, pero yo sabía que la guerrilla estaba muy influida por los Castro, por la Revolución cubana. Es verdad que al comienzo uno se emocionó con Fidel, con Raúl, con el Che Guevara, pero después aquello era fusilamiento tras fusilamiento tras fusilamiento. Además, la guerrilla combatía a Betancourt, que había sido electo popularmente y era un gran líder. No ha habido en Venezuela un líder popular más grande que Betancourt. Yo conocí bastante a Rómulo. Incluso me invitó cuando tomó posesión de la presidencia e hizo una recepción en el Congreso. Pero no fui. A mí esas cosas no me gustan.

Usted, que fue testigo y protagonista de luchas políticas de Venezuela, ¿cómo vive lo que está pasando hoy en día?

–Uno siente como una decadencia, un cambio total en el sentido de que esto ya no es política. Esto es una cosa bárbara, autocrática. Estos no son años democráticos.

Pero los de Pérez Jiménez tampoco lo eran.

–Tampoco lo eran. Y por eso luchamos contra él. Y ahora tenemos que luchar también contra este.

¿Qué diferencias ve entre ambas experiencias?

–Pérez Jiménez utilizó el Ejército, sin duda, pero eran cuatro gatos, en comparación. En cambio este es un tipo (Maduro) que tiene no sé cuántos miles de hombres en armas, que ha creado un ejército paralelo. Y todavía hay militares que lo elogian.

–Cuando usted y sus compañeros salen de la cárcel tras la caída de Pérez Jiménez, ¿pensaron o se dijeron: “Nunca más vamos a vivir algo así”?

–Sí. Volver a vivir algo como aquello era impensable. Impensable. De modo que cuando Chávez comenzó a hacer su campaña yo empecé a sentir como un mareo.

¿Un mareo?

–Sí, un mareo.

Porque en 1992 usted fue firme en el rechazo del golpe de Estado.

–Claro, porque no se trataba de apoyar a Carlos Andrés sino al sistema democrático. Hablé contra los militares alzados y contra ese grupo de “Los Notables”: Juan Liscano, Uslar Pietri y todos esos carajos que querían un golpe contra Pérez. ¡Uslar Pietri, que había sido embajador en París, en la Unesco, durante el primer gobierno de Carlos Andrés! Y hubo una época en que Pérez solía reunirse con tres personas intelectuales: el doctor Rafael Pizani, Francisco Herrera Luque, y Liscano, que era un lleva-y-trae del presidente. Siendo yo director literario de Monte Ávila, venía Liscano a comentar que Pérez decía que esa era una editorial “elitesca”. ¿Cómo que “elistesca”? ¿Qué quiere Carlos Andrés Pérez, que publiquemos las memorias de Rómulo, que se publique a sus ministros, que me vivían llamando y yo no les contestaba? Cuando llegó Liscano, Monte Ávila, que funcionaba tan bien antes, se hizo un infierno. Luego, en el segundo gobierno, Liscano no hizo sino hablar mal de Pérez.

 

Escribió Guillermo Sucre, en abril de 1993, en la revista mexicana Vuelta –fundada y dirigida por Octavio Paz–: “Desde que en febrero de 1992 se produjo el primero de los dos golpes de Estado que ha sufrido el país, nuestros más conspicuos intelectuales han hecho lo posible y lo imposible por abrirle camino a la conspiración militar, adoptando sus mismos argumentos, sustentando sus mismos objetivos y, por tanto, justificándola, o atenuando su horror o su alevosía para quizá propiciar otra. Si hasta ahora no han llegado a legitimarla públicamente del todo, es por la sencilla y muy pragmática razón de que no ha triunfado. Pero para hacerla triunfar se han valido impunemente de cuanto una democracia les ofrece, y aun con privilegios. Han recurrido a todos los medios salvo el asumir una responsabilidad o un mínimo de arrojo ¿o riesgo? La megalomanía los preservó, eso sí, de incurrir en tales excesos. Y, tal como los militares que se alzaron solo fueron valientes después de rendirse casi sin combatir y de haber sacrificado a sus subalternos o a civiles indefensos, ellos apenas han resultado ser unos maestros de la intriga y del chantaje”. (Para leer completo el artículo de Sucre publicado en la revista Vuelta, en 1993: http://www.letraslibres.com/vuelta/la-indefension-las-palabras)

 

Guillermo Sucre y María Fernanda Palacios

–Usted criticó a los intelectuales que apoyaron o le hicieron el juego al alzamiento militar. ¿Cómo es que esa gente, que era tan inteligente, no se dio cuenta de la gravedad del asunto?

–Porque privaban rencores personales contra Pérez, entre otras cosas.

Y usted sabía que al señalarlos le iban a caer encima.

–Y no me importaba nada que me cayeran encima. Uslar Pietri no era muy trigo-limpio políticamente. Si Uslar veía una rendija por la que meterse para conspirar, lo hacía.

–Porque nunca perdonó el derrocamiento de Isaías Medina Angarita y que le quitaran sus beneficios.

–Sí, claro.

Esto nos lleva a una pregunta ineludible: ¿cuál es el papel de un intelectual en la sociedad?

–Lo que pasa es que yo no me siento como un intelectual.

¿Cómo qué se siente?

–No sé. Como un escritor, digamos.

–Pero no pensemos en usted, sino en general: ¿cuál es el papel de un intelectual en la sociedad?

–Un intelectual debe ser una persona comprometida con la democracia, aunque sea muy pasivamente, una persona que no apoye nunca regímenes de fuerza o arbitrarios. Camus, para mí, es exactamente eso. Mariano Picón-Salas, también. Cuando, en el último año de su gobierno, Betancourt nombró a Picón secretario de la presidencia, lo hizo porque pensó que había que apaciguar los ánimos. Como Picón era un hombre tolerante, que sabía entablar relaciones, era una persona que podía ayudar en eso. Gente de la izquierda quiso hacerlo papilla. Los más insultantes eran los comunistas. Incluso Petkoff, que luego rectificó. En todo caso a mí siempre me ha interesado, y me interesa, ese asunto del intelectual en la sociedad de una manera incluso espiritual.

¿Por qué?

–Quizá porque en mi familia casi todo el mundo votaba por Gallegos. De hecho hicieron campaña en 1941, cuando la candidatura simbólica de Gallegos a la presidencia. Gallegos era como Vargas, el civil contra los Carujos, es decir, los militares. Juan Manuel, mi hermano mayor, era militar, pero estuvo contra el golpe a Gallegos en el 48. En mi familia todos eran civilistas, y yo heredé eso. Yo había leído Doña Bárbara en Ciudad Bolívar, y cuando pasaron la película fui a verla con mi madre y con Juan Manuel. Luego presencié la toma de posesión de Gallegos, en Caracas. Y cuando cayó, aquello me pareció increíble.

A veces yo he tenido la sensación de que nos condolemos de esa tragedia civil, no viendo a Gallegos como político sino como “el intelectual al que el país siempre traiciona”, y todo eso. Pero es que el hecho de que Gallegos fuese el novelista que era no quiere decir que era un buen político.

–En absoluto. Aunque Gallegos había trabajado en la política. A la muerte de Gómez, por ejemplo, López Contreras lo nombra ministro de Educación, pero está allí solo unos meses porque la Iglesia no lo quería. Decían que era ateo.

–¿Usted cree que la sociedad venezolana desprecia al intelectual per se?

–Puede ser, pero a mí no me gusta verlo así. Me gusta ver que Venezuela tiene un sentido civilista, democrático, y que a los militares no hay que darles tantas alas. Yo fui después muy amigo de Lucía, la esposa de Carlos Delgado Chalbaud, el ministro de la Defensa de Gallegos. Pero Gonzalo Barrios (secretario de la presidencia), cuando estaban todos presos, luego del derrocamiento, le dijo a un periodista inglés que había ido a visitarlos: “Aquí está todo el gabinete del presidente Gallegos, pero falta el ministro de la Defensa, que se ha convertido en el ministro de la Ofensa”.

Era Delgado Chalbaud, el militar, que los había traicionado.

–Sí. A mí me decía un escritor chileno, Manuel Rojas: “Guillermo, ¿por qué Gallegos era tan retraído? Yo lo fui a visitar en La Habana (luego de su caída) y él no hablaba una palabra. Yo creía que lo estaba molestando”. Era como si Gallegos no se tomara a sí mismo como un presidente en el exilio. Claro que hacía campaña con Acción Democrática.

Como si para él se hubiese cumplido un destino con su derrocamiento y hasta ahí llegaba.

–Posiblemente sea así. Aunque también es cierto que al comienzo Gallegos pensaba que podía regresar como presidente. Tal vez es que pasó mucho tiempo en el exilio.

Picón-Salas, que es uno de sus escritores dilectos, hablaba de la necesidad de poner en práctica una “pedagogía de la libertad”. Y hay personas que han señalado que una de las fallas de la democracia es que no supo enseñarnos cuál es su valor, es decir, que falló en esa pedagogía de la libertad. ¿Usted cree que eso es así?

–Yo lo que creo es que políticamente lo irremplazable es la democracia. Se puede ser capitalista, liberal, neoliberal, conservador, socialista, incluso comunista, siempre y cuando uno sea demócrata. Si no, todo se cae.

Me gustaría insistir en esto: derrocado Pérez Jiménez, ¿la democracia falló al no enseñarnos cuál es su valor?

–El problema es que no hubo sosiego político. Estaba todo muy cabeza caliente.

Pero chance hubo. ¿Cómo se explica que una sociedad que había hecho un esfuerzo social tan grande para conquistar la democracia luego votara por Chávez?

–Picón-Salas, en 1941, dice que no quería que hubiese un gobierno de coalición con el Partido Comunista. Decía: en principio los comunistas no defienden su patria sino la patria socialista, el comunista es el anticristo, el intelectual que siempre busca destruir la democracia. En el fondo era eso lo que decía. Y estaba bien. Años más tarde, en el 58, los comunistas se enfurecieron porque Betancourt no los incluyó en su gabinete. Y tenía razones para no hacerlo. Él se los dijo, o les hizo llegar el mensaje: que no los iba a nombrar porque al poco tiempo iba a tener que sacarlos. Si los comunistas están en el gabinete, se entregan a Cuba. Los comunistas, porque habían ayudado en la resistencia contra Pérez Jiménez, querían ir al gobierno. Esa es la verdad.

Y como Betancourt no los incluyó, le hicieron la guerra.

–Le hicieron la guerra. Y los países europeos también fallaron democráticamente. En vez de apoyar en ese momento a países como Venezuela, apoyaban a Cuba. Hasta Franco apoyó a Cuba.

Y los intelectuales franceses ni hablar, lo cual es asombroso, porque uno piensa que el intelectual es una persona que ve las cosas con mayor claridad.

–Eso es lo que tú crees. O lo que uno cree. Sartre comenzó por apoyar a Cuba, comenzó por aceptar que en Rusia le corrigieran algunas de sus piezas de teatro, por ejemplo. En cambio Camus nunca aceptó eso, y siendo un joven comunista, se retiró, y quedó como un socialista. En El hombre rebelde lo dice, que no hay rebelión posible de los comunistas, que por el contrario el hombre rebelde siempre será rebelde, siempre querrá algo más, pero en libertad, en democracia.

¿Cómo es que una inteligencia se deja someter a pesar de las pruebas que le da la realidad?

–Sartre era increíble en eso. Sartre dijo, hasta el final, que era imprescindible la fuerza en la historia. Que el mal, la fuerza y la violencia eran necesarios para los cambios históricos. Pero años después algunos filósofos modernos más jóvenes, como Alain Finkielkraut, reconocieron que Camus, que no estaba de acuerdo con Sartre, había tenido razón. Camus sigue teniendo razón.

En Venezuela uno escucha con frecuencia a gente que dice: “¡Es que hasta que no salgan los militares…!”. Y parecen decirlo no por análisis de las circunstancias, sino porque sienten anhelo de que llegue el hombre fuerte, el hombre que toma decisiones duras, que soluciona. Y eso aun entre jóvenes.

–Pinochet acabó con esa visión, ¿no?

Sí, claro, Pinochet acabó con esa tesis, pero…

–Eso sí sería el colmo, la verdad. Los militares como “los pacificadores”, el colmo.

Usted estaba preso el 23 de enero de 1958, como hemos hablado. Estaba en la cárcel cuando se cayó la dictadura contra la que había luchado. ¿Cómo fue ese momento?

–Lo esperábamos con regocijo, y recuerdo algo especial. El mismo 23 de enero, o el 24, nos reunieron en el patio (de la cárcel) y se presentó un coronel. Estamos allí y este hombre comienza a dar un discurso. Nos dice que el Gobierno considera cuidadosamente nuestra libertad y que no se nos ocurra volver a la calle en son de lucha sino para colaborar con la paz. A mí me pareció insultante y le dije a Ramón Velásquez, que estaba preso también: “Si no le contesta usted, le contesto yo”. Y Velásquez le contestó. Le dijo: “¡Mire, ustedes están aquí porque nosotros hemos luchado!”, etcétera. El coronel se ruborizó y se fue.

¿Por qué usted no hizo carrera política?

–Imposible.

¿Por qué, si tuvo una juventud tan activa en ese ámbito?

–Quizá porque mi hermano Kiko (José Francisco Sucre, diplomático) me decía que yo tenía visión política pero que no era político. Kiko hubiera podido ser un buen político si no le ocurre lo que le ocurrió.

–¿Qué le ocurrió?

–Pedro Estrada (el director de la policía política de Pérez Jiménez) lo puso preso y lo tuvo una semana pasando hambre. De pronto lo llama y le muestra la copia de unas cartas que le habían enviado desde la clandestinidad. Lo torturó psicológicamente, y Kiko era un hombre de mucha moral y no iba a aceptar que lo protegiera nadie. Luego entró en la diplomacia, pero abandonó la política activa.

¿Alguna vez usted ha sentido odio por razones políticas?

–No, nunca. Yo en eso soy tolerante.

¿Ni por Chávez?

–Bueno, con Chávez tal vez, ¿no? Ese artículo que escribió Simón Alberto (Consalvi) un día después de la muerte de Chávez, no lo escribo yo nunca. Como Simón era muy amigo de Miquilena, se tragó el prurito y el complejo nuestro, de los demócratas, de que Chávez había hecho una gran labor social.

Consalvi quiso ser extremadamente tolerante.

–Sí. Y estaba allí presente esa cosa de querer ser siempre de izquierda, porque es un horror ser llamado conservador. ¿Y por qué? Churchill era conservador. A Simón Alberto le pasaba eso mucho.

–Hoy es 5 de Julio, un día en que se celebra la nacionalidad, pero todo lo que está pasando lo desconcierta a uno mucho con respecto a qué significa ser venezolano. ¿Qué es para usted ser venezolano?

–Yo no hubiera podido vivir en el exterior de manera permanente, ni hubiera podido naturalizarme norteamericano, chileno, francés –por razones políticas, académicas, personales, Sucre vivió periodos en los Estados Unidos, en Chile, en Francia–. Cuando yo me venía de Francia, por ejemplo, tenía una relación con una muchacha y ella quería venirse conmigo. Yo le dije que iba a llegar a casa de mi hermano, que vivía en una casa pequeña, con sus hijos, y que no era posible. Si yo me quedo en Francia, con ella, por más que conociera el idioma y el país, no hubiera sido lo mismo. Aunque uno conozca poco la historia venezolana, la intuye mejor.

–Me gustaría terminar con una cuestión literaria. Usted es un poeta en cuya obra es recurrente la presencia de la felicidad. Son asombrosos los matices que adquiere esa palabra en su poesía. Una cosa que parece tan sencilla como la felicidad, y su poesía lo mete a uno en su misterio. Le voy a hacer una pregunta un poco tonta, pero en fin: ¿qué es para usted la felicidad?

–Yo era feliz en mi infancia. Después que murió mi padre nos quedamos juntos mis hermanos, mi madre, mi abuelo, mis primos más cercanos y vivíamos en una casa muy grande en Ciudad Bolívar. Yo tenía tres o cuatro años. Luego tuvimos que mudarnos a una casa que era un desastre, alquilada por 120 bolívares. Y después a otra, un poco mejor. No teníamos mucho. Vivíamos de la renta de la casa grande, que nos daba 800 bolívares, y de un dinero adicional que mi madre había depositado en un comercio de un hermano suyo. Mi madre era inteligente, no cometía errores de ortografía, siempre se lo digo a mis amigos. Pero fue una mujer que sufrió mucho. Bueno, aun con los modestos bienes que teníamos, yo era feliz en primer lugar por ella. En segundo lugar, cuando íbamos a un hato, muy pequeño, que conservaba mi abuelo, donde había más gente que ganado. (Risas). Dos vacas, para la leche. Nos vinimos a Caracas y muere mi madre, que fue un cambio muy grande para mí. Yo tenía 12 años. Mi hermano mayor tenía 20. Entonces me di cuenta de que tenía que estudiar mucho, y para mí la única felicidad era el liceo. Me iba a la biblioteca, leía y trabajaba con amigos.

Y luego la felicidad fue escribir.

–Sí, como cuando viví con Julieta y mis hijos en los Estados Unidos –se refiere a Julieta Fombona, escritora y traductora, su primera esposa–. Y con Mafer también he sentido la felicidad –se refiere a María Fernanda Palacios, escritora y profesora, su esposa actual–. A mí me gusta tanto Camus por eso que él dice, más o menos: que la dicha es cuando logramos superar la estrechez de la pobreza y podemos sentir nuestro cuerpo, el amor. Eso.

 

*

 

Un poema de Guillermo Sucre

 

Los que piensan que les ha llegado la hora

y se aprestan para asumir su destino

los que saben que siempre llegan a deshora

contra todo destino

 

los que escriben para sobresalir

no para encontrar la salida –¿hay salida?

 

los que sólo viven para poner la vida en palabras

los que escriben para poner la palabra en la vida

 

los que lo coleccionan todo para sentirse perdurables

los que han contemplado una sola vez la belleza

y ya ello les depara una riqueza un desamparo

para siempre

 

la vida no es avara ni para preservarla

hay que saber también arriesgarla

como en el amor: más fuerte cuando más lo alimenta

el desamor

más vívido cuando nace y se extingue cada día.

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