¡Muerte al virus! ¡Muerte a los gorriones! - Runrun
¡Muerte al virus! ¡Muerte a los gorriones!

@AAAD25 

Nunca me cansaré de invocar la aguda observación de Elisa Lerner sobre las dictaduras y su estupidez. Los foros, hábitat natural de la democracia, no siempre son mentideros de los que brota sabiduría como maná bíblico. Pero es en los regímenes autoritarios que se ven las sandeces más farsescas. Todos los políticos tienen el mismo propósito: obtener el poder, primero, y preservarlo, después. Es mucho más fácil hacerlo cuando los ciudadanos, a cuyo servicio se supone que están, se sienten satisfechos con su desempeño. En democracia, como nos recuerda Amartya Sen, el acceso libre a la información, así como la pluralidad de fuentes, permiten a la ciudadanía desarrollar una opinión pública autónoma con respecto a unas autoridades que siempre aspirarán a que las percepciones sobre ellas sean positivas. Los despotismos, en cambio, no tienen que lidiar con eso. Suprimen las voces disidentes para que sus mensajes, su versión de la realidad empírica, sean los únicos. Así, sin competencia, les resulta mucho más sencillo inculcarles a los oprimidos una narrativa que los exculpa de cualquier problema que surja en sus jurisdicciones, sin importar cuan ridícula sea. Pero si la propaganda es más absurda que un diálogo de Ionesco o más risible que una escena de los hermanos Marx, y el sentido común de las masas no la digiere, siempre queda la amenaza del garrote para evitar que se alborote el gallinero.

La aparición del coronavirus y su COVID-19 no es en sí misma responsabilidad de ningún gobierno. No se pueden predecir las mutaciones de esos microbios macabros que de pronto los hacen mucho más nocivos. Empero, la contención de nuevos flagelos sí es responsabilidad de las autoridades públicas. Por la corrupción e ineptitud de sus cabecillas, las dictaduras suelen descansar sobre los hombros lacerados de sociedades pobres y poco desarrolladas materialmente. Es decir, justo aquellas peor preparadas para enfrentar una pandemia. Pero la batería de excusas patéticas y medidas descabelladas está a la orden del día. Por ejemplo, el particularmente caricaturesco autócrata de Turkmenistán, Gurbanbuly Berdimuhamedov (lo felicito, amigo lector, si pudo pronunciar su nombre sin un solo enredo lingual), prohibió a sus conciudadanos hablar del coronavirus. A los perplejos sugiero volver a la primera oración de esta columna. Al parecer, hay un nominalismo degenerado y mediocre (nada que ver con el pensamiento genial de Guillermo de Ockham y otros), según el cual un ente deja de existir si no es nombrado. Hasta la saga literaria adolescente de Harry Potter es capaz de desmentir semejante dislate. Por cierto, buen momento para recordar a cierto régimen que pretendió eliminar un mercado negro de dólares proscribiendo la mención de montos a los que se cotizaba la divisa.

Por suerte para el amigo Gurbanguly, el foco de este artículo no está en Turkmenistán, sino un poco más hacia el naciente, en China. De todos los gobiernos responsables por la crisis del coronavirus, la dictadura pekinesa es, sin duda por mucho, la que carga con la mayor culpa. El virus se originó en su territorio y, por lo tanto, su deber era contenerlo a tiempo. En vez de eso, ocultó información sobre la gravedad del problema hasta que fue muy tarde, lo cual puso en peligro a los miles de millones de habitantes de China… Y al planeta entero. Pero no esperen que Xi Jinping y sus camaradas tengan un gesto de humildad y admitan su pifia terrible. ¡Nunca! Por el contrario, han rechazado todo cuestionamiento a su manejo de la epidemia. Peor, aunque las máximas esferas del poder en Beijing no han llegado a una acusación formal, algunos de sus propagandistas han insinuado que el virus fue llevado a la ciudad de Wuhan, donde se dieron los primeros casos, por personal del Ejército de Estados Unidos. Aunque anonadante, no es la primera vez que el Partido Comunista Chino (comunista solo de nombre desde los años 80) lanza un bulo descabellado para evitar que lo señalen por un desastre. Xi es el líder chino con más poder desde Mao Zedong, y en este aspecto también está siguiendo los pasos del “Gran Timonel”.

En 1958, Mao ordenó dar el “Gran Salto Adelante”. Esta nueva política consistió, como su nombre lo indica, en intentar brincar directamente hacia el comunismo real, sin pasar por la engorrosa burocratización del proceso revolucionario que, para entonces, por cuarenta años embargaba al socialismo soviético. Si a los comunistas se les achaca imaginar un mundo utópico e irrealizable que ni ellos mismos se esfuerzan por concretar, el Gran Salto Adelante tuvo el mérito de ser, quizá, el experimento que más se acercó a la sociedad comunista imaginada por Marx… Y precisamente por eso fue una catástrofe.

Comenzó con una colectivización completa del espacio rural. La agricultura privada fue prohibida y reemplazada por granjas comunales. Como Fidel Castro con su tonta “Zafra de los Diez Millones”, Mao estableció metas de producción agrícola absurdamente elevadas, para lo cual se exigió a los campesinos un esfuerzo inhumano. Para colmo, si bien el plan contempló la industrialización de las faenas rurales para mejorar el desempeño, no existían los recursos materiales ni las capacidades técnicas para lograr tal cosa. Temerosos de no cumplir con las metas de Mao, los jefes locales inflaban los resultados, lo cual por un tiempo produjo la impresión de que todo marchaba bien. El grueso de lo que sí se producía era enviado a las ciudades para alimentar a un proletariado que, en las fantasías del líder, debían convertir a China en potencia industrial. El campo empezó a quedarse sin comida, y sus habitantes, a morir de hambre.

Pero Mao ya tenía lista una coartada para explicar el fracaso. Había un culpable, y obviamente no era él. Tampoco era el imperialismo occidental, ni los enemigos internos de la revolución. Era… ¡Un gorrión! Sí, esa ave pequeña y cantarina que, por su fragilidad, por lo general asociamos con la idea de inocencia, fue convertido por la propaganda maoísta en un demonio emplumado capaz de perpetrar los crímenes más atroces. En resumen, Mao acusó a los gorriones  de comerse los granos cosechados en el campo chino. Luego hizo lo que todo tirano ante un escollo, real o ficticio. A saber, declararle la guerra y procurar su aniquilación. Se les encargó a las masas la tarea de eliminar a los pajaritos. Buscaban sus nidos para reventar los huevos o matar a los polluelos. Si alguien disponía de una pistola, gorrión que viera surcando los aires, gorrión que debía derribar a plomo. De acuerdo con algunos relatos, hubo escuadrones de niños armados, no con pistolas, sino con cacerolas que azotaban sin piedad al pie de un árbol para atormentar y aterrorizar a los gorriones y obligarlos a interrumpir su reposo en las ramas. Cuando las víctimas se desplazaban a otro árbol, los acosadores los perseguían y repetían el ejercicio. Y así sucesivamente hasta que, agotadas, las pobres aves se desplomaban, moribundas.

Muy caro le terminó saliendo esta expiación caprina (o aviar) a Mao. En realidad los gorriones locales eran los depredadores de insectos que, a su vez, se alimentaban de los granos. Como resultado, su erradicación total o casi total multiplicó a la verdadera plaga. Menos comida. Más estómagos (humanos) vacíos. Cuando cayó en cuenta del error, en 1960, la dictadura puso fin a la campaña contra los gorriones, no sin antes sustituirlos con los chiches como culpables de su fracaso. Pero ya era demasiado tarde. Tuvieron que pasar dos años más para que el Gran Salto Adelante fuera oficialmente abandonado. Produjo la peor hambruna en la historia de la humanidad, con un saldo de entre 15 y 30 millones de personas. Humillado, Mao perdió buena parte de su poder, pero solo por unos años. Volvió a la carga con la Revolución Cultural a finales de los 60, otra abominación política que aplastó a sus rivales de partido, así como a miles de ciudadanos comunes tildados de “contrarrevolucionarios”.

Como ya dije, el Partido Comunista Chino de comunista hoy solo le queda el nombre. Pero la elite gobernante actual es heredera de Mao, y tiene que rendir culto a su abolengo revolucionario (i.e. dictatorial). Por eso no sorprende que bajo la égida de Xi surjan teorías tan absurdas como la de los gorriones, para librar de culpas a Beijing por el manejo del coronavirus. Por cierto que no son los únicos en propagar el delirio conspirativo. Nicolás Maduro, uno de sus amigos, lo ha hecho también. Valiéndose de su propio aparato gigantesco de propaganda, en Venezuela hizo eco a la tesis de un “científico nanotecnológico” llamado Sirio Quintero, según la cual el coronavirus es un “arma de bioterrorismo y genocidio contra razas asiáticas, latinoamericanas (¿?) y afrodescendientes”. Maduro también promovió un jarabe de “malojillo, jengibre, saúco y pimienta negra” que, según Quintero, es capaz de curar el coronavirus.

La propagación de semejante charlatanería es un exceso, aun para este personaje. Pero, a mi juicio, es fácil de explicar. Maduro podría aspirar a congraciarse así aun más con un poderoso aliado en momentos en los que necesita respaldo. China últimamente no ha demostrado el mismo compromiso que Rusia defendiendo al régimen chavista de la presión internacional. Incluso es probable que Maduro apueste a que sea China la primera en desarrollar una vacuna contra el coronavirus y busque así poner a Venezuela en el principio de la fila para recibirla, para exhibir su ruptura con las democracias y aproximación a una potencia autoritaria como un acierto de su política exterior. Quién sabe si, como guiño extra a los herederos del, digamos, gran avicida, la elite chavista les declara la guerra a las guacamayas por comerse los mangos que tanto gustan en Venezuela.