Como si hubieras sido tú por Gonzalo Himiob Santomé
Como si hubieras sido tú por Gonzalo Himiob Santomé

Venezolanos2

 

El hecho de hallarnos sometidos desde hace tanto tiempo al despotismo de los jefes, nos ha infiltrado egoísmo, nos ha ido habituando a la pasividad frente a la injusticia, y lo que es más doloroso, ha ido despojando de rebeldía a nuestro espíritu, antes tan erguido, tan valiente. Algo semejante ocurre con el pueblo venezolano. El constante amodorramiento que sufre desde comienzos de siglo, el perenne atropellamiento de sus primordiales derechos realizado dentro de la mayor impunidad, el pernicioso egoísmo y la desvergonzada indiferencia por la legalidad de que dan ejemplo los políticos que rodean al dictador, lo han ido desmoralizando paulatinamente, convirtiéndolo en un pueblo esclavo.
El párrafo que antecede no es mío. No son frases de ahora, lo que no equivale a decir que no tengan hoy plena vigencia. Algún lector avezado podrá tomar algunas de las palabras que lo componen, revisar la sintaxis, la forma en la que se enlazan las oraciones y las ideas entre sí, y notará que el que escribió ese texto es de lo que podríamos llamar “la vieja escuela”. Por ahora, les adelanto que lo escribió un preso político, uno que fue encarcelado muy joven, cuando no tenía más de 21 años, y que fue sometido a tratos crueles e inhumanos, sin perder su dignidad ni doblegar su alma. Eso debe bastar por el momento.

 

Mi esposa me leía estas frases, hace unos días, conmovida. No tanto por su descubrimiento del autor mismo, en una faceta que conocía solo de oídas y como desde lejos, sino porque a ella cada una de estas frases se le clavaba en el pecho como si hubiera sido cualquiera de nosotros el que las hubiese escrito. Lo hizo asombrada, como deshojando una elegía que a todos nos suena demasiado cercana, demasiado dura, demasiado nuestra.

 

No se camina hacia adelante mirando hacia atrás. Ese ha sido quizás uno de los más graves pecados de esta tragedia venezolana que algunos, ya no sé si malvados, ignorantes o simplemente ilusos, se empeñan en llamar “revolución”. Pero a veces es conveniente la pausa en el avance para preguntarle al pasado si ya hemos recorrido la senda que abre, disfrazada de novedad, a nuestros pasos, no vaya a ser que en el camino volvamos a perder pie contra los mismos obstáculos que ya creíamos superados.

 

Vemos las colas para comprar alimentos, medicinas, o lo que ese día nos toque en suerte, vemos la represión contra el que ose negarse a aceptar el abuso y la desfachatez actual, vemos y padecemos la ferocidad judicial y uniformada de los ataques contra todo el que se atreva a alzar la voz o hasta a soñar con un rumbo diferente, y no podemos sino preguntarnos cómo llegamos a esto. Pero incluso así, esa sería una inquietud mal formulada. Lo correcto sería preguntarnos cómo volvimos a esto, cómo nos permitimos tropezar, de nuevo, contra las mismas piedras envilecidas y sañosas contra las que ya nos habíamos roto antes.

 

Las respuestas nos las da el pasado. Nos habituamos a la pasividad frente a la injusticia, pensando siempre, ingenuos, que la bota que destrozó la puerta y la vida de nuestros vecinos no se detendrá, cuando así se le antoje, a romper las nuestras. Le cogimos miedo a la rebeldía, la erradicamos de nuestro espíritu, y la valentía y el arrojo le cedieron sus puestos a un pragmatismo obtuso, a la “realpolitik” mal manejada, a la que nunca cuenta con la certeza, que lo es, de que al miedo y a la opresión no se les combate con más miedo, con acomodos coyunturales, ni con agendas políticas de doble filo.

 

El egoísmo, tan lleno de simple y ciega voluntad de propia supervivencia, tan “yo no me meto”, tan “esto no es conmigo”, tan “yo mejor me voy”, tan pescuecero, tan “primero mi partido, luego lo demás”, es dos veces mencionado en el párrafo que encabeza como causa de nuestros males. Y da en el clavo. La más radical victoria de las huestes del oprobio reciente se logró en el centro mismo de nuestras almas: Muchos aún son indiferentes, otros siguen amodorrados esperando que la tormenta pase y algunos creen que solo se deben a sí mismos y a sus intereses y que el mal de los demás no vale más que como moneda de canje en sus propias aspiraciones y negociaciones.

 

Imagino a mi abuelo, Nelson Himiob, enviado por Gómez en 1928 a cumplir trabajos forzados en el presidio de “La China”, en el hato de Palenque (de su relato “La Carretera”, publicado en 1937, es el extracto que encabeza), mirándonos desde donde sea que esté, cabizbajo y ceñudo. Tanta humillación, tanto arriar su grillete de acá para allá, tanto mazo contra las piedras para que, a menos de un siglo de su prisión, hayamos dado todos de cabeza contra la misma pero recrudecida ignominia.

 

Lo bueno es que, la historia lo demuestra, las penurias de otros tiempos tuvieron su principio, su clímax y, lo que es más importante, su final. Las nuestras también pasarán, si nos damos a ello sin egoísmos ni apatías. Nos lo recuerda aquel joven que fue encarcelado injustamente y que luego, ya adulto, nos legó sus palabras para que nos retumben en la conciencia y para que te conmuevan el alma como si hubieras sido tú, hoy, quien las escribió.

 

@HimiobSantome