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Guillermo Sucre

Unas palabras para despedir a Guillermo Sucre
Poeta y ensayista, Guillermo Sucre obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1976. Nació en Tumeremo, estado Bolívar, en 1933, y acaba de morir, en Caracas. Miembro del Grupo Sardio, forma parte de una pléyade de escritores que hicieron una obra perdurable. La máscara, la transparencia es uno de los mejores libros de crítica publicados en Iberoamérica en todo el siglo XX. Su poesía, reunida por la editorial española Pre-Textos en 2019, es un bien incomparable. Estuvo casado con dos escritoras igualmente destacadas: Julieta Fombona y María Fernanda Palacios. Diego Arroyo Gil lo despide con este texto.

 

@diegoarroyogil / Fotografía: Lisbeth Salas

 

Un escritor es una voz, pero esa voz está llena de voces. El escritor sabe que su voz es un convite entre distintas formas de la lengua –formas que son presencias– y que toda escritura viva es el resultado de un acuerdo más o menos afortunado entre ellas. No se trata de una técnica de imitación sino de compartir una pasión, una misma inquietud esencial, la luz de un fuego. No es un proyecto: es un camino que se presenta como viático a una necesidad expresiva, a una necesidad vital. El escritor es un ser en situación de fidelidad –la que comparten su voz y las voces que en ella resuenan– y se supone que esa fidelidad le da una certidumbre.

Certidumbre: es esta la palabra que quiero traer aquí para referirme a Guillermo Sucre, el poeta, el ensayista, el articulista, el intelectual. Es honda la deuda que tenemos con él, que nos enseñó a ser firmes en la franqueza y francos en la firmeza, a la manera de un roble que se anticipó a las ráfagas de turno y que, luego de haber resistido él mismo las que soplaron durante su juventud –la dictadura, la cárcel, el exilio–, se aprestó a ofrecernos, no las frutas del consuelo, pero la savia del carácter.

En un texto publicado en Vuelta, la revista de Octavio Paz, en 1993, viendo la anuencia con que algunos intelectuales consideraban el golpe de Estado perpetrado contra la democracia venezolana el año anterior, Sucre afirmó: “Hemos perdido el sentido viril de las palabras”. Era el mismo sentido viril que había hecho decir a Albert Camus, en 1957, que el escritor “no puede ponerse al servicio de los que hacen la historia; está al servicio de los que la sufren”. Al igual que para Camus, para Sucre el oficio de escribir obliga, “y obliga no sólo a escribir”.

El escritor se forma “en una perpetua ida y vuelta de sí a los demás, a medio camino entre la belleza, de la que no puede prescindir, y la comunidad, de la que no puede extirparse”, de lo que resulta que su responsabilidad sea servir a la verdad y a la libertad, aunque la una sea huidiza y la otra “tan apasionante como difícil de vivir”. Por supuesto, insiste Camus, no se trata de que el escritor se erija en un predicador de la verdad, pero que mantenga el honor de su oficio, que no se preste a la opresión ni a la mentira. Para decirlo con Étienne de La Boétie, que no ponga su conciencia ni su palabra bajo el yugo de la servidumbre. O con Spinoza: que aprecie la fidelidad y no la adulación.

Está claro que me refiero indistintamente a Guillermo como escritor y como intelectual, dos figuras que en su caso se complementaban, se superponían, eran una sola. ¿Es necesario inquirir por qué? Apenas decir que la lectura de su obra hace evidente que el oficio de escribir es indisociable del de practicar una ética de la palabra. Y una ética de la palabra es una ética política, aquí donde política no se reduce al ejercicio del poder, sino que se ensancha hasta implicar un vivir en comunidad y en obstinado combate contra los embates del totalitarismo, del fanatismo, del sectarismo, en fin, de todos esos brazos de la muerte, de todas esas tabulas rasas que quieren uniformar a la gente y la palabra.

Esa postura ética que siempre vimos en Guillermo Sucre tuvo, además, otra característica: fue una mezcla entre la observación de la actualidad y la conciencia de la tradición a la cual esa actualidad confirma o traiciona. Y es que la actualidad solo puede hacerse conciencia (la palabra solo puede mantener su sentido viril) si se la valora sobre el trasfondo de la tradición, esa memoria siempre vigente de las cosas. Cuando eso no ocurre, cuando la tradición no concursa, la actualidad se muestra como mera contingencia y lo que deriva de allí es opinión ligera, si no disparate. No era el caso de Sucre. En él nunca dejamos de advertir la pasión del que reconocía en los hechos de la vida pasajera la presencia de lo permanente. Para él, las palabras tenían una historia y una dignidad.

No solo en sus artículos y sus ensayos, también en su poesía la mirada del lector percibía, percibe esa historia, esa dignidad. En el escritor que era él, en su voz, resonaban así otras voces: Montaigne, Cervantes, Spinoza, Camus. Con ellos compartió siempre, además del oficio de pensar y de escribir, el de vivir atento a eso que Mariano Picón-Salas –otra de sus presencias tutelares– llamó “una pedagogía de la Libertad”. Casi diría una psicagogía. Después de todo, ¿no es la pasión de la libertad un psicagogo precioso –guía del alma– para la vida?

En La libertad, Sancho –libro suyo publicado en 2013–, Sucre dice: “Hacerse libres, saber conquistar y saber ejercer la libertad ha sido el ideal de los hombres y de los pueblos desde el principio mismo de la Cultura Occidental”. Este modesto recordatorio, que podría pasar por demasiado obvio, era sin embargo en Guillermo un compromiso hondo y verdadero. Y era también, acaso si involuntariamente,  una tácita invitación a seguir en el camino, pues, como escribió el mismo Picón-Salas, la libertad no es solo “una dádiva lejana que nos ofrezca un régimen o un momento de la Historia”, sino “más bien terrible aventura afanosa, tan frágil como la vida, que es necesario salir a ganarse cada día”.

El bien que es la obra de Guillermo Sucre pertenece al esplendor de esa conciencia. Volver a sus palabras cada vez que la sombra o la luz acechan es reencontrar la fidelidad que las asiste: su certidumbre. Pero certidumbre no es mera convicción. Tampoco una actitud o una creencia. Mucho menos la puede dar una ideología. La certidumbre que nos ofrecía Guillermo se parece a ese momento de dichosa constatación en que uno asiente porque ha visto un rostro hermoso. Era un hombre difícil, y en él había un niño que amaba el mundo.

 

***

 

Un jardín, un monte

 

GUILLERMO SUCRE

 

La última vez que me bañé en el mar fue como

un sacramento, pero sé que ya no volveré al mar.

Sólo vivo entre un monte y un jardín.

 

Me paseo bajo los impasibles ficus religiosos

y me confío al amor que una vez me dieron.

En la abrazada sombra de las quisandas

encuentro la pasión de la paciencia.

Aún espero y –última delicadeza– veo

las jacarandas florecer.

A mi lado pasea rauda la ciudad como si escapara

de su destino.

La he contemplado en el dorado velamen de un

atardecer,

reñida con la hormigueante luz de sus cerros,

avenidos con la pobreza, el desamparo,

solos ante la Gracia.

 

Ahora ha cesado la tormenta: la lluvia y el viento

ya no derrumbarán los árboles

ni el ventanal de mi estudio.

Bajó la niebla y en la espesura despunta la cima

del monte; su trazo fuerte se recorta, limpio,

contra el cielo que oscurece,

como una persistencia de lo que no debemos

olvidar.

Como el cuchillo que abre nuestras vísceras

y al salir nos deja un resto de vida,

sólo sentimos ese alto filo en vilo.

Pero también es hermoso empezar a morir.

Guillermo Sucre: “Un intelectual debe ser una persona comprometida con la democracia, que no apoye nunca regímenes de fuerza”

@diegoarroyogil

Fotografías: Vasco Szinetar

ERA 5 DE JULIO DE 2017 y una turba salvaje, armada con insultos, palos y demás, irrumpía en la sede del Poder Legislativo, en Caracas. Guillermo Sucre veía las noticias. Poeta, ensayista, intelectual venezolano –nació en Tumeremo, estado Bolívar, en 1933–, su obra no puede encerrarse en ámbito nacional alguno, a menos que sea por estrictas razones de clasificación y estudio. Como en todo escritor de veras, la obra de Sucre es un bien de la lengua española. O de la lengua, sin más. Coinciden en esto quienes lo han leído con serenidad y con fervor, dos emociones o presencias de ánimo que por cierto recorren, juntas, esa obra que reta y conmueve. En sus páginas se nota siempre el compromiso del hombre con su pasión y su destino. La apuesta del ensayista, del poeta, del intelectual por eso que, a falta de otra palabra, llamaré la verdad: el deber con la propia conciencia. ¿No es eso, a fin de cuentas, lo que acerca la soledad de un hombre a la soledad de los demás? ¿Y no es precisamente ese acercamiento, esa cercanía, lo que hace entrañable a un escritor?

Era 5 de julio y Guillermo Sucre veía las noticias. El horror de las imágenes (diputados heridos, periodistas heridos, empleados de la Asamblea Nacional heridos, todo el mundo conmocionado ante esa bestialidad que, como se ha visto, ocurrió al amparo del régimen gobernante) nos metió de inmediato en el asunto político. Y estaba bien. En su juventud Sucre luchó contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, sufrió cárcel, lo expulsaron del país, regresó, volvió a luchar y fue a parar de nuevo en prisión. El 23 de enero de 1958, estando preso en Ciudad Bolívar, recibió la noticia de que el sátrapa había caído. Y Sucre fue liberado, solo para seguir toda su vida dedicado a la palabra y a la defensa de la libertad. Cuando, en 1992, Chávez se insurreccionó contra la democracia, Guillermo Sucre no dudó en señalar a los intelectuales que formaban parte de la conjura civil, que fue tan ruin e irresponsable como la conspiración militar. La respuesta que recibió fue la injuria e incluso el ultraje. Pero, como Albert Camus en su hora y en su circunstancia, Sucre tenía razón.

“La última vez que fui a la Asamblea fue cuando murió Octavio Lepage –dice–. Nos conocíamos mucho y fui a dar el pésame. Antes fui una o dos veces al Congreso, durante el gobierno de Leoni, para hablar con Reinaldo Leandro Mora, que era ministro del Interior. Yo tenía amigos que estaban en la guerrilla que me pedían que intercediera de algún modo. Los ayudaba pero les decía que estaban equivocados”.

–Usted formó parte de la resistencia antiperezjimenista, y cuando llegó la democracia no se empató con la guerrilla, ¿por qué, si era común entre jóvenes?

–No, cómo me iba a empatar en eso. Era muy común, sí, pero yo sabía que la guerrilla estaba muy influida por los Castro, por la Revolución cubana. Es verdad que al comienzo uno se emocionó con Fidel, con Raúl, con el Che Guevara, pero después aquello era fusilamiento tras fusilamiento tras fusilamiento. Además, la guerrilla combatía a Betancourt, que había sido electo popularmente y era un gran líder. No ha habido en Venezuela un líder popular más grande que Betancourt. Yo conocí bastante a Rómulo. Incluso me invitó cuando tomó posesión de la presidencia e hizo una recepción en el Congreso. Pero no fui. A mí esas cosas no me gustan.

Usted, que fue testigo y protagonista de luchas políticas de Venezuela, ¿cómo vive lo que está pasando hoy en día?

–Uno siente como una decadencia, un cambio total en el sentido de que esto ya no es política. Esto es una cosa bárbara, autocrática. Estos no son años democráticos.

Pero los de Pérez Jiménez tampoco lo eran.

–Tampoco lo eran. Y por eso luchamos contra él. Y ahora tenemos que luchar también contra este.

¿Qué diferencias ve entre ambas experiencias?

–Pérez Jiménez utilizó el Ejército, sin duda, pero eran cuatro gatos, en comparación. En cambio este es un tipo (Maduro) que tiene no sé cuántos miles de hombres en armas, que ha creado un ejército paralelo. Y todavía hay militares que lo elogian.

–Cuando usted y sus compañeros salen de la cárcel tras la caída de Pérez Jiménez, ¿pensaron o se dijeron: “Nunca más vamos a vivir algo así”?

–Sí. Volver a vivir algo como aquello era impensable. Impensable. De modo que cuando Chávez comenzó a hacer su campaña yo empecé a sentir como un mareo.

¿Un mareo?

–Sí, un mareo.

Porque en 1992 usted fue firme en el rechazo del golpe de Estado.

–Claro, porque no se trataba de apoyar a Carlos Andrés sino al sistema democrático. Hablé contra los militares alzados y contra ese grupo de “Los Notables”: Juan Liscano, Uslar Pietri y todos esos carajos que querían un golpe contra Pérez. ¡Uslar Pietri, que había sido embajador en París, en la Unesco, durante el primer gobierno de Carlos Andrés! Y hubo una época en que Pérez solía reunirse con tres personas intelectuales: el doctor Rafael Pizani, Francisco Herrera Luque, y Liscano, que era un lleva-y-trae del presidente. Siendo yo director literario de Monte Ávila, venía Liscano a comentar que Pérez decía que esa era una editorial “elitesca”. ¿Cómo que “elistesca”? ¿Qué quiere Carlos Andrés Pérez, que publiquemos las memorias de Rómulo, que se publique a sus ministros, que me vivían llamando y yo no les contestaba? Cuando llegó Liscano, Monte Ávila, que funcionaba tan bien antes, se hizo un infierno. Luego, en el segundo gobierno, Liscano no hizo sino hablar mal de Pérez.

 

Escribió Guillermo Sucre, en abril de 1993, en la revista mexicana Vuelta –fundada y dirigida por Octavio Paz–: “Desde que en febrero de 1992 se produjo el primero de los dos golpes de Estado que ha sufrido el país, nuestros más conspicuos intelectuales han hecho lo posible y lo imposible por abrirle camino a la conspiración militar, adoptando sus mismos argumentos, sustentando sus mismos objetivos y, por tanto, justificándola, o atenuando su horror o su alevosía para quizá propiciar otra. Si hasta ahora no han llegado a legitimarla públicamente del todo, es por la sencilla y muy pragmática razón de que no ha triunfado. Pero para hacerla triunfar se han valido impunemente de cuanto una democracia les ofrece, y aun con privilegios. Han recurrido a todos los medios salvo el asumir una responsabilidad o un mínimo de arrojo ¿o riesgo? La megalomanía los preservó, eso sí, de incurrir en tales excesos. Y, tal como los militares que se alzaron solo fueron valientes después de rendirse casi sin combatir y de haber sacrificado a sus subalternos o a civiles indefensos, ellos apenas han resultado ser unos maestros de la intriga y del chantaje”. (Para leer completo el artículo de Sucre publicado en la revista Vuelta, en 1993: http://www.letraslibres.com/vuelta/la-indefension-las-palabras)

 

SucreyMariaFernandaPalacios

Guillermo Sucre y María Fernanda Palacios

–Usted criticó a los intelectuales que apoyaron o le hicieron el juego al alzamiento militar. ¿Cómo es que esa gente, que era tan inteligente, no se dio cuenta de la gravedad del asunto?

–Porque privaban rencores personales contra Pérez, entre otras cosas.

Y usted sabía que al señalarlos le iban a caer encima.

–Y no me importaba nada que me cayeran encima. Uslar Pietri no era muy trigo-limpio políticamente. Si Uslar veía una rendija por la que meterse para conspirar, lo hacía.

–Porque nunca perdonó el derrocamiento de Isaías Medina Angarita y que le quitaran sus beneficios.

–Sí, claro.

Esto nos lleva a una pregunta ineludible: ¿cuál es el papel de un intelectual en la sociedad?

–Lo que pasa es que yo no me siento como un intelectual.

¿Cómo qué se siente?

–No sé. Como un escritor, digamos.

–Pero no pensemos en usted, sino en general: ¿cuál es el papel de un intelectual en la sociedad?

–Un intelectual debe ser una persona comprometida con la democracia, aunque sea muy pasivamente, una persona que no apoye nunca regímenes de fuerza o arbitrarios. Camus, para mí, es exactamente eso. Mariano Picón-Salas, también. Cuando, en el último año de su gobierno, Betancourt nombró a Picón secretario de la presidencia, lo hizo porque pensó que había que apaciguar los ánimos. Como Picón era un hombre tolerante, que sabía entablar relaciones, era una persona que podía ayudar en eso. Gente de la izquierda quiso hacerlo papilla. Los más insultantes eran los comunistas. Incluso Petkoff, que luego rectificó. En todo caso a mí siempre me ha interesado, y me interesa, ese asunto del intelectual en la sociedad de una manera incluso espiritual.

¿Por qué?

–Quizá porque en mi familia casi todo el mundo votaba por Gallegos. De hecho hicieron campaña en 1941, cuando la candidatura simbólica de Gallegos a la presidencia. Gallegos era como Vargas, el civil contra los Carujos, es decir, los militares. Juan Manuel, mi hermano mayor, era militar, pero estuvo contra el golpe a Gallegos en el 48. En mi familia todos eran civilistas, y yo heredé eso. Yo había leído Doña Bárbara en Ciudad Bolívar, y cuando pasaron la película fui a verla con mi madre y con Juan Manuel. Luego presencié la toma de posesión de Gallegos, en Caracas. Y cuando cayó, aquello me pareció increíble.

A veces yo he tenido la sensación de que nos condolemos de esa tragedia civil, no viendo a Gallegos como político sino como “el intelectual al que el país siempre traiciona”, y todo eso. Pero es que el hecho de que Gallegos fuese el novelista que era no quiere decir que era un buen político.

–En absoluto. Aunque Gallegos había trabajado en la política. A la muerte de Gómez, por ejemplo, López Contreras lo nombra ministro de Educación, pero está allí solo unos meses porque la Iglesia no lo quería. Decían que era ateo.

–¿Usted cree que la sociedad venezolana desprecia al intelectual per se?

–Puede ser, pero a mí no me gusta verlo así. Me gusta ver que Venezuela tiene un sentido civilista, democrático, y que a los militares no hay que darles tantas alas. Yo fui después muy amigo de Lucía, la esposa de Carlos Delgado Chalbaud, el ministro de la Defensa de Gallegos. Pero Gonzalo Barrios (secretario de la presidencia), cuando estaban todos presos, luego del derrocamiento, le dijo a un periodista inglés que había ido a visitarlos: “Aquí está todo el gabinete del presidente Gallegos, pero falta el ministro de la Defensa, que se ha convertido en el ministro de la Ofensa”.

Era Delgado Chalbaud, el militar, que los había traicionado.

–Sí. A mí me decía un escritor chileno, Manuel Rojas: “Guillermo, ¿por qué Gallegos era tan retraído? Yo lo fui a visitar en La Habana (luego de su caída) y él no hablaba una palabra. Yo creía que lo estaba molestando”. Era como si Gallegos no se tomara a sí mismo como un presidente en el exilio. Claro que hacía campaña con Acción Democrática.

Como si para él se hubiese cumplido un destino con su derrocamiento y hasta ahí llegaba.

–Posiblemente sea así. Aunque también es cierto que al comienzo Gallegos pensaba que podía regresar como presidente. Tal vez es que pasó mucho tiempo en el exilio.

Picón-Salas, que es uno de sus escritores dilectos, hablaba de la necesidad de poner en práctica una “pedagogía de la libertad”. Y hay personas que han señalado que una de las fallas de la democracia es que no supo enseñarnos cuál es su valor, es decir, que falló en esa pedagogía de la libertad. ¿Usted cree que eso es así?

–Yo lo que creo es que políticamente lo irremplazable es la democracia. Se puede ser capitalista, liberal, neoliberal, conservador, socialista, incluso comunista, siempre y cuando uno sea demócrata. Si no, todo se cae.

Me gustaría insistir en esto: derrocado Pérez Jiménez, ¿la democracia falló al no enseñarnos cuál es su valor?

–El problema es que no hubo sosiego político. Estaba todo muy cabeza caliente.

Pero chance hubo. ¿Cómo se explica que una sociedad que había hecho un esfuerzo social tan grande para conquistar la democracia luego votara por Chávez?

–Picón-Salas, en 1941, dice que no quería que hubiese un gobierno de coalición con el Partido Comunista. Decía: en principio los comunistas no defienden su patria sino la patria socialista, el comunista es el anticristo, el intelectual que siempre busca destruir la democracia. En el fondo era eso lo que decía. Y estaba bien. Años más tarde, en el 58, los comunistas se enfurecieron porque Betancourt no los incluyó en su gabinete. Y tenía razones para no hacerlo. Él se los dijo, o les hizo llegar el mensaje: que no los iba a nombrar porque al poco tiempo iba a tener que sacarlos. Si los comunistas están en el gabinete, se entregan a Cuba. Los comunistas, porque habían ayudado en la resistencia contra Pérez Jiménez, querían ir al gobierno. Esa es la verdad.

Y como Betancourt no los incluyó, le hicieron la guerra.

–Le hicieron la guerra. Y los países europeos también fallaron democráticamente. En vez de apoyar en ese momento a países como Venezuela, apoyaban a Cuba. Hasta Franco apoyó a Cuba.

Y los intelectuales franceses ni hablar, lo cual es asombroso, porque uno piensa que el intelectual es una persona que ve las cosas con mayor claridad.

–Eso es lo que tú crees. O lo que uno cree. Sartre comenzó por apoyar a Cuba, comenzó por aceptar que en Rusia le corrigieran algunas de sus piezas de teatro, por ejemplo. En cambio Camus nunca aceptó eso, y siendo un joven comunista, se retiró, y quedó como un socialista. En El hombre rebelde lo dice, que no hay rebelión posible de los comunistas, que por el contrario el hombre rebelde siempre será rebelde, siempre querrá algo más, pero en libertad, en democracia.

¿Cómo es que una inteligencia se deja someter a pesar de las pruebas que le da la realidad?

–Sartre era increíble en eso. Sartre dijo, hasta el final, que era imprescindible la fuerza en la historia. Que el mal, la fuerza y la violencia eran necesarios para los cambios históricos. Pero años después algunos filósofos modernos más jóvenes, como Alain Finkielkraut, reconocieron que Camus, que no estaba de acuerdo con Sartre, había tenido razón. Camus sigue teniendo razón.

En Venezuela uno escucha con frecuencia a gente que dice: “¡Es que hasta que no salgan los militares…!”. Y parecen decirlo no por análisis de las circunstancias, sino porque sienten anhelo de que llegue el hombre fuerte, el hombre que toma decisiones duras, que soluciona. Y eso aun entre jóvenes.

–Pinochet acabó con esa visión, ¿no?

Sí, claro, Pinochet acabó con esa tesis, pero…

–Eso sí sería el colmo, la verdad. Los militares como “los pacificadores”, el colmo.

Usted estaba preso el 23 de enero de 1958, como hemos hablado. Estaba en la cárcel cuando se cayó la dictadura contra la que había luchado. ¿Cómo fue ese momento?

–Lo esperábamos con regocijo, y recuerdo algo especial. El mismo 23 de enero, o el 24, nos reunieron en el patio (de la cárcel) y se presentó un coronel. Estamos allí y este hombre comienza a dar un discurso. Nos dice que el Gobierno considera cuidadosamente nuestra libertad y que no se nos ocurra volver a la calle en son de lucha sino para colaborar con la paz. A mí me pareció insultante y le dije a Ramón Velásquez, que estaba preso también: “Si no le contesta usted, le contesto yo”. Y Velásquez le contestó. Le dijo: “¡Mire, ustedes están aquí porque nosotros hemos luchado!”, etcétera. El coronel se ruborizó y se fue.

¿Por qué usted no hizo carrera política?

–Imposible.

¿Por qué, si tuvo una juventud tan activa en ese ámbito?

–Quizá porque mi hermano Kiko (José Francisco Sucre, diplomático) me decía que yo tenía visión política pero que no era político. Kiko hubiera podido ser un buen político si no le ocurre lo que le ocurrió.

–¿Qué le ocurrió?

–Pedro Estrada (el director de la policía política de Pérez Jiménez) lo puso preso y lo tuvo una semana pasando hambre. De pronto lo llama y le muestra la copia de unas cartas que le habían enviado desde la clandestinidad. Lo torturó psicológicamente, y Kiko era un hombre de mucha moral y no iba a aceptar que lo protegiera nadie. Luego entró en la diplomacia, pero abandonó la política activa.

¿Alguna vez usted ha sentido odio por razones políticas?

–No, nunca. Yo en eso soy tolerante.

¿Ni por Chávez?

–Bueno, con Chávez tal vez, ¿no? Ese artículo que escribió Simón Alberto (Consalvi) un día después de la muerte de Chávez, no lo escribo yo nunca. Como Simón era muy amigo de Miquilena, se tragó el prurito y el complejo nuestro, de los demócratas, de que Chávez había hecho una gran labor social.

Consalvi quiso ser extremadamente tolerante.

–Sí. Y estaba allí presente esa cosa de querer ser siempre de izquierda, porque es un horror ser llamado conservador. ¿Y por qué? Churchill era conservador. A Simón Alberto le pasaba eso mucho.

–Hoy es 5 de Julio, un día en que se celebra la nacionalidad, pero todo lo que está pasando lo desconcierta a uno mucho con respecto a qué significa ser venezolano. ¿Qué es para usted ser venezolano?

–Yo no hubiera podido vivir en el exterior de manera permanente, ni hubiera podido naturalizarme norteamericano, chileno, francés –por razones políticas, académicas, personales, Sucre vivió periodos en los Estados Unidos, en Chile, en Francia–. Cuando yo me venía de Francia, por ejemplo, tenía una relación con una muchacha y ella quería venirse conmigo. Yo le dije que iba a llegar a casa de mi hermano, que vivía en una casa pequeña, con sus hijos, y que no era posible. Si yo me quedo en Francia, con ella, por más que conociera el idioma y el país, no hubiera sido lo mismo. Aunque uno conozca poco la historia venezolana, la intuye mejor.

–Me gustaría terminar con una cuestión literaria. Usted es un poeta en cuya obra es recurrente la presencia de la felicidad. Son asombrosos los matices que adquiere esa palabra en su poesía. Una cosa que parece tan sencilla como la felicidad, y su poesía lo mete a uno en su misterio. Le voy a hacer una pregunta un poco tonta, pero en fin: ¿qué es para usted la felicidad?

–Yo era feliz en mi infancia. Después que murió mi padre nos quedamos juntos mis hermanos, mi madre, mi abuelo, mis primos más cercanos y vivíamos en una casa muy grande en Ciudad Bolívar. Yo tenía tres o cuatro años. Luego tuvimos que mudarnos a una casa que era un desastre, alquilada por 120 bolívares. Y después a otra, un poco mejor. No teníamos mucho. Vivíamos de la renta de la casa grande, que nos daba 800 bolívares, y de un dinero adicional que mi madre había depositado en un comercio de un hermano suyo. Mi madre era inteligente, no cometía errores de ortografía, siempre se lo digo a mis amigos. Pero fue una mujer que sufrió mucho. Bueno, aun con los modestos bienes que teníamos, yo era feliz en primer lugar por ella. En segundo lugar, cuando íbamos a un hato, muy pequeño, que conservaba mi abuelo, donde había más gente que ganado. (Risas). Dos vacas, para la leche. Nos vinimos a Caracas y muere mi madre, que fue un cambio muy grande para mí. Yo tenía 12 años. Mi hermano mayor tenía 20. Entonces me di cuenta de que tenía que estudiar mucho, y para mí la única felicidad era el liceo. Me iba a la biblioteca, leía y trabajaba con amigos.

Y luego la felicidad fue escribir.

–Sí, como cuando viví con Julieta y mis hijos en los Estados Unidos –se refiere a Julieta Fombona, escritora y traductora, su primera esposa–. Y con Mafer también he sentido la felicidad –se refiere a María Fernanda Palacios, escritora y profesora, su esposa actual–. A mí me gusta tanto Camus por eso que él dice, más o menos: que la dicha es cuando logramos superar la estrechez de la pobreza y podemos sentir nuestro cuerpo, el amor. Eso.

 

*

 

Un poema de Guillermo Sucre

 

Los que piensan que les ha llegado la hora

y se aprestan para asumir su destino

los que saben que siempre llegan a deshora

contra todo destino

 

los que escriben para sobresalir

no para encontrar la salida –¿hay salida?

 

los que sólo viven para poner la vida en palabras

los que escriben para poner la palabra en la vida

 

los que lo coleccionan todo para sentirse perdurables

los que han contemplado una sola vez la belleza

y ya ello les depara una riqueza un desamparo

para siempre

 

la vida no es avara ni para preservarla

hay que saber también arriesgarla

como en el amor: más fuerte cuando más lo alimenta

el desamor

más vívido cuando nace y se extingue cada día.