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Personas con autismo aportan valor y creatividad en entornos laborales

El pasado 17 de abril tuvo lugar un Taller para Periodistas sobre Empleo Inclusivo, que organizó Arcos Dorados como parte de su compromiso para fomentar la inclusión y la diversidad. La actividad reunió a distintos expertos que exploraron las diversas facetas de la inclusión laboral, en particular en lo que respecta a las personas con autismo. 

En el taller se abordaron temas como los factores que obstaculizan la inclusión, autismo, discapacidad, diversidad, empleo inclusivo, perfil del empleado y oportunidades en el campo laboral.

María Isabel Díaz, economista y profesora de la Universidad Central de Venezuela, comentó sobre el impacto significativo que puede tener en la economía la inclusión laboral de las personas dentro del espectro del autismo. 

En su presentación, expuso que muchas personas con trastorno del espectro autista  (personas con TEA) poseen habilidades «únicas», como «un enfoque detallado en tareas específicas o una capacidad excepcional para el pensamiento lógico, que pueden aportar valor a la fuerza laboral».  Otras habilidades destacadas son un eficiente manejo de las tecnologías de información, para la programación y el análisis de datos y resolución de problemas tecnológicos. 

Agregó que al promover la inclusión y diversidad en los lugares de trabajo se puede fomentar la innovación y la creatividad, lo que a su vez puede tener un impacto positivo en el crecimiento económico. No en vano, en países como Estados Unidos empresas tecnológicas como Microsoft, SAP e IBM han implementado programas de contratación específicos para personas con TEA. 

«Es fundamental identificar las fortalezas de cada individuo y buscar oportunidades laborales que se ajusten a sus habilidades y necesidades. Además, es crucial promover entornos laborales inclusivos y adaptados a las necesidades de personas con autismo para garantizar su éxito y bienestar en el trabajo», abundó Díaz. 

 

Las etiquetas que obstaculizan la inclusión

Isabel Dubuc, psicóloga, también formó parte del panel de expositoras pero no solo como especialista, sino como madre de una hija y un hijo con autismo. Desde su experiencia de años viviendo muy de cerca los desafíos que supone cuidar y orientar a dos personas con esta condición,  enfocó su presentación en cómo derribar las etiquetas que obstaculizan la inclusión y que comienzan con la forma en la que se estigmatiza a las personas con TEA o la manera en la que la sociedad se refiere a ellos. 

«Funcionamos con prejuicios, creencias y actitudes para hacer economía mental, las etiquetas no son malas por sí mismas, solo que necesitamos actualizarlas en algunos casos, por ejemplo cuando nos referimos a una condición como el autismo»,  detalló. 

Y es que algunas personas señalan a las personas con TEA como «maniáticos» por mostrar comportamientos repetitivos o por apegarse mucho a la rutina; o se asustan porque «de repente explotan» y adoptan conductas como gritar, taparse los oídos o refugiarse en lugares inusuales, cuando estas últimas conductas son respuestas a compromisos sensoriales que los hacen percibir ciertos estímulos como muy intensos y, en otros casos, a no percibirlos. 

La psicóloga también recomendó evitar expresiones que se utilizan en la cotidianidad, como  «tal funcionario o tal persona actúa de manera autista», pues las características del TEA son inherentes a su condición y no conductas deliberadas. Precisó también que usar términos como «enfermedad, padecer y sufrir» asociados al autismo es inadecuado, ya que se trata de una condición que diferencia a una persona, y no de un «mal» que se padece. 

«Las personas con autismo nacieron en otra autopista y con otras señales de tránsito, no es que ‘viven en su propio mundo’, como señalan algunos, sino que tienen dificultades para integrarse socialmente y se comunican de diversas maneras. Tampoco ‘carecen de sentimientos y empatía’, sino que tienen dificultades para expresar sus sentimientos y se bloquean ante el impacto de los sentimientos de los demás», puntualizó. 

Antes de referirse al punto de la inclusión laboral explicó una diferencia importante en el cambio del concepto sobre lo que es el espectro autista: décadas atrás la aproximación era «lineal» o por «grados», es decir, se hablaba de autismo «leve», asperger o autismo severo. Pero el espectro se concibe ahora como un círculo cromático, donde cada color marca una diferencia particular. Desde esta concepción, cada persona con autismo «tiene necesidades de apoyo y cuidado que deben ser satisfechas y derechos que deben cumplirse».

«Por ello, hay que anunciar a cada organización de las características específicas del trabajador, porque todos dentro del espectro son muy distintos entre sí«, argumentó.

Siete elementos en pro de la inclusión

Caroline Ruiz, directora de la Asociación Civil Buena Voluntad,  explicó en el taller las actividades y alcances de institución de asistencia y beneficio social que funciona desde 1964 y que atiende a personas con discapacidad intelectual, musculo esquelética, psicosocial, sensorial leve y moderada. 

El objetivo de la asociación es capacitarlos para posibilitar una inclusión socio laboral a corto plazo, gracias a una alianza con una serie de empresas.  Buena Voluntad aplica una evaluación antes de la capacitación, realiza charlas de sensibilización y acompaña al aspirante en el proceso de la contratación, así como también hace un seguimiento y supervisión del desempeño del beneficiario para garantizar, entre otras cosas, que los horarios se ajusten a sus capacidades y que a se respetan las condiciones de contratación, como por ejemplo, que perciban el mismo ingreso que percibiría una persona neurotípica en el mismo puesto. 

Ruiz también compartió siete elementos que son indispensables para facilitar la inclusión de personas con cualquier tipo de discapacidad, tanto en el ámbito laboral como social: aceptación y no discriminación, entender que estos ciudadanos tienen derechos y también deberes, tratarlos como nos gustaría ser tratados, brindarles igualdad de oportunidades, prestarles ayuda solo cuando la soliciten, respetar sus ritmos de ejecución y evitar prejuicios, estereotipos y sobrenombres. 

Inclusión que transforma realidades

En el marco del desarrollo del taller fue posible conocer testimonios de tres personas con discapacidad intelectual que gracias a la inclusión laboral han podido poner en práctica sus conocimientos y habilidades y mejorar su calidad de vida. 

Uno de los casos fue el de Jesús Mazzilli, quien tiene 44 años de edad y lleva casi la mitad de su vida (21 años) trabajando en McDonald’s,  empresa donde su discapacidad intelectual no fue impedimento para recibir la oportunidad de su primer empleo. Su trabajo le ha brindado muchas satisfacciones y le ha permitido asistir a eventos deportivos internacionales como juegos olímpicos y mundiales de fútbol, así como ser invitado especial al estadio de su equipo favorito de béisbol, los Leones del Caracas.

Mientras que Ángela Marrero, de 23 años, también habló de su experiencia en la misma cadena de comida rápida en la que ingresó hace un año  gracias a la formación recibida en la ONG Buena Voluntad y a la oportunidad que le brindó Arcos Dorados.  Actualmente, es empleada del restaurante de La Trinidad y ha sido reconocida como la trabajadora del mes por su destacada labor, que también ha abierto las puertas a la próxima contratación de otro joven formado por la ONG Buena Voluntad. 

 

Antonella es otra joven que recibió formación de la  ONG en las áreas de computación, informática y capacitación social, lo que potenció sus habilidades y la ayudó a conseguir un empleo en el área de administración desde hace un año. En una elocuente exposición, contó cómo es su rutina, cómo se adaptó al trabajó con sus compañeros, todo lo que ha aprendido en su área laboral y reveló sus aspiraciones de trabajar en una compañía trasnacional, para lo cual ya dio el primer paso: aprender inglés por sus propios medios.

 

 

 
 
 
 
 
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De la Cajita Feliz a la caja Clap: el país en un McDonald’s, por Nelson E Bocaranda

SOLO HAY TRES CARROS EN EL ESTACIONAMIENTO. Nosotros vinimos por un helado, pero “no hay”. Esa condición, ya cotidiana, somete nuestro plan a un rediseño improvisado. “En 20 minutos está listo el arreglo de la máquina de helados”, dice la gerente con la seguridad de cualquier líder autoritario.

La mujer parece no haber notado que el reloj que guinda de la pared, cubierto por una capa de grasa fresca, todavía tiene 30 minutos de adelanto desde aquel revés en la hora oficial. El plan se convierte en ir al parque del local a esperar el plazo de arreglo de la máquina.

Hace seis años venir a McDonald’s era una experiencia grata. Valía la pena hasta parar solo a comprar sus distintivas papas: un estándar internacional en el recubrimiento arterial y aumento de colesterol global. Pero el país cambió y McDonald’s logró salvarse.

Atrás quedaron los tiempos en los que había un cajero y un asistente. Mientras uno tomaba la orden el otro iba armando el pedido incluso antes de que la tarjeta fuese aprobada por el punto de venta; era usual que las tarjetas pasaran y más usual todavía que el comensal tuviese saldo para pagar. El proceso en la caja ya no es así y el asistente, como muchos otros, ya se fue del país. Montar la orden significa que primero la tarjeta debe ser aprobada. Y la cocina, que antes tenía estaciones de comida llenas de empleados atentos a la pantalla de pedidos y vibrando para completar órdenes, se resume hoy a tres tristes empleados.  

McDonald’s estaba en todos lados. No existía feria que no tuviese al menos una “Estación de Postres”  (invento que llegó también a estar repleto de clientes). Estaba en todos lados: centro comercial que se respetara tenía uno. Incluso, se podía medir la calidad de un centro comercial por el tamaño del establecimiento. Este año van al menos siete cierres de locales. El primero al que fui -antes de llegar al que no tenía helados- ya no existía. Solo quedaban las cicatrices que dejan la remoción de estos locales, una santamaría cerrada, unas mesas de fibra de vidrio sucias y la silueta de un parque en el que no hay niños que “deben estar acompañados por sus padres”.

En Venezuela, uno de los primeros países del mundo en tener un McDonald’s fuera de tierras norteamericanas, la franquicia se convirtió en un símbolo de progreso. Las ciudades se llenaban de orgullo en la década de los 90 al estrenar la franquicia. Se decía que si una ciudad no tenía un McDonald’s no podía llamarse así. La famosa Cajita Feliz y sus juguetes llegaron a ser parte de nuestra cultura pop y el arbolito de navidad de muchos hogares venezolanos -casi sin importar sus recursos económicos- tenía figuras de Garfield, Los Pitufos y Snoopy, todos provenientes de la casa de los arcos dorados.

Hoy, que la felicidad pretende venir en forma de Clap, ya no hay juguetes reconocibles en la cajita. Ni en la de comida subsidiada ni en la de nuggets o mini hamburguesas “imperiales”. Ahora traen, en el mejor de los casos, frisbees con una calcomanía de McDonald’s acompañados por una regla de 15 centímetros en plástico rojo o amarillo. Ya ni preguntan si el beneficiario es niño o niña. Ni tampoco si se quiere maní con su sundae. Hoy no hay ni “cajita” y con un juego de adivinanzas en cartón tampoco hay “feliz”.

Ya no sé si se cumplen cinco  o más años sin papas fritas. No lo sé porque me rehuso a buscarlo. Ya se siente vieja la sorpresa de la arepas fritas como acompañante a una BigMac y su posterior caída en desgracia con las McYuquitas. Atrás quedaron los viajes con mi abuela solo a comer papas y helado. Las papas de McDonald’s formaban parte de un estándar mundial por su olor y su sabor y, posiblemente, haya sido lo primero que dejó de ofrecer McDonald’s cuando el socialismo perdió su encanto y la utopía de CADIVI llegó a su fin.

McDonald’s sin papas perdió su ethos. Su identidad. McDonald’s no era Tropiburger. No pudo acompañar nunca su Big Mac con arepitas fritas, aunque lo trató de imitar. Tampoco era Arturo’s para ofrecer yuca frita a sus combos. Lo hizo por instinto de supervivencia. Y sigue vivo, pero ya no es lo que era antes. Ya no tiene lo que tenía antes. El sabor. La identidad. La cercanía. Su sorpresa. Idéntico a la revolución. Al país.

No hay ensaladas. No hay nuggets hoy, cebolla mañana y tocineta casi nunca. Los refrescos llegan sin gas y solo dan “una servilleta por orden” y una salsa de tomate que ya no viene empaquetada. Hay innovación sin ingredientes, sin ampliación real de un menú cada vez más reducido a lo disponible. Hoy el McCafé ya no es un espacio “premium”, es solo una marca de un empate con cemento de otro color en el piso.

El Mundial de fútbol vino y se fue sin una promoción de vasos de Coca Cola. Pocos millennials conocen la entrada en circulación de los juegos de vasos de vidrio curvos con el logo y los colores de la ciudad huésped del Mundial. Lejos quedaron los momentos en los que los recreos de algunos colegios se llenaban de balones del Mundial forrados con los logos de Coca Cola, FIFA y McDonald’s.

El gobierno venezolano hizo un esfuerzo en el año 2014 por mejorar la calidad de la ingesta de sus ciudadanos bajo el eslogan «Agarra dato, come sano». Dos años más tarde, la emblemática Big Mac desaparecería del menú, pero no en beneficio de la calidad de vida y la nutrición de los ciudadanos -que hoy padecen por la escasez de alimentos-, sino por la dificultad para conseguir materia prima de calidad, mantener costos y poder ofrecer el producto insigne de la franquicia de los arcos dorados. Hoy una familia con hijos debe sacar cuentas antes de sentarse en un McDonald’s, que durante mucho tiempo fue una opción de comida rápida para un público más variado.

A una parte del país ya no le hace tan feliz otra caja: la de los Clap, en las que el gobierno vende comida subsidiada, de baja calidad y dudosa procedencia.

Ni el McFlurry se salva. Quedó para presagiar el próximo desastre.

@randompiece