La isla en el lago por Ibsen Martínez - Runrun
Sendai Zea Ago 10, 2012 | Actualizado hace 12 años
La isla en el lago por Ibsen Martínez

Hace muchos años, en el Londres de la Segunda Guerra Mundial, un hombre llamado Ciryl Connoly,  escribió las palabras que aquí traduzco:

“Toda excursión en el periodismo, la teledifusión, la publicidad y la escritura de guiones de cine, no importa cuán grandiosa se conciba, está condenada a la  decepción. Poner todo lo mejor de nosotros en esos menesteres no es más que un disparate, puesto que con ello no hacemos más que condenar al olvido nuestras ideas, tanto las buenas  como las malas.”

Y continuaba: “En  la naturaleza de esas tareas está el no perdurar; por ello, no deberían acometerse.

“Los escritores absortos en cualquier empresa literaria que no sea un asalto a la perfección  son sus propios embaucadores y, a menos que estos adulantes de sí mismos se contenten con decirse que tales actividades  son su aporte al esfuerzo de guerra, harían mejor dedicándose a mondar patatas”.  [1]

Opiniones contundentes las de Connolly sobre el periodismo,  ¿no es cierto?.  Diré de paso que ni eran nuevas ni han dejado de ser suscritas, de buena fe y con conocimiento de causa, por muchos escritores de todas las lenguas que, a sus horas y desde fines del siglo XVIII, han vivido del diarismo y abominado de él por diversas y a menudo certeras razones.

Las de Connolly las comparto sólo a medias: en especial, me escaman esos superlativos misioneros del tipo: “ escribir sólo vale la pena si lo que sale del horno son obras maestras”.

Así que, para no alarmar, me apresuro a dejar sentado que no contemplo retirarme, al menos no  en el fufuro inmediato, a la paz de ningún desierto, “con pocos pero doctos libros juntos”, a escribir obra maestra alguna.

Pero en una cosa da en el clavo Connolly, y es en la vocación de olvido y que tiene casi toda idea concebida con el único fin de trasmutarla en escritura periodística.  De olvido, y antes del olvido, de volubilidad;  algo que se echa de ver en especial en las páginas de opinión: para persuadirnos de ello no hay como un vistazo retrospectivo a lo que opinábamos hace dos, cinco, diez años. Algo parecido le pasa a las ideas que circulan en el mundo académico, pero hablar de eso nos llevaría demasiado lejos.

Por otra parte, en el articulismo basta con mantener la bola baja, tratar de colocarla alternativamente en las esquinas del “home plate”, dominar medianamente la mecánica del cambio de velocidad, conceder una que otra base por bolas,  y cuidar las concordancias de género y número gramaticales para que muchos lectores se hagan la idea de que uno es  un  “hombre de ideas” ; incluso un hombre de ideas penetrantes.

El equívoco– la impostura, mejor–se consuma el día en que comienzan a invitarte a los programas llamados de opinión para que, como dicen en España, ayudes al presentador a hacer “el gasto de la conversación” y el generador de caracteres te repute como “analista político”.

Yo,la verdad, no ando para nada contento con mi desempeño de años en esto de escribir regularmente en la prensa, pero mucho menos con lo que el articulismo ha hecho por arruinar mis reflejos de escritor, pero ese es un  tema frondoso y difícil que prefiero tratar con mi barman o mi sicoanalista, o mejor, no tratarlo en absoluto . El tema no se aviene a ser tratado con provecho en una crónica de prensa. Sin ir más lejos, Connally se vio obligado a escribir un libro completo sobre el tema.

Todo lo que llevo dicho hasta aquí quizá no sea más que preámbulo al poema de Ezra Pound cuyo título usurpa esta bagatela de fin se semana,  al que vuelvo a menudo desde hace años y que aquí  copio,  en mi traidora traducción:

“’Oh Dios, oh Venus, oh Mercurio, santo patrón de los ladrones

Dadme, llegado el momento, os lo suplico, un estanco de tabaco

Con todo y sus brillantes cajitas apiladas en estantes

Y la fragante picadura cavendish y

Y el radiante tabaco de Virginia

Suelto en relucientes cajones de cristal

Y un par de balanzas, no muy grasientas

Y las putas dejándose caer para charlar un rato

Y retocarse el peinado

¡Oh Dios, oh Venus, oh Mercurio, santo patrón de los ladrones

Consíganme una pequeña tabaquería

O instálenme en cualquier otra profesión

Menos este maldito oficio de escribir

Que exige servirte del cerebro todo el tiempo.”

 

Ibsen Martínez está en @ibsenM

 

[1] Ciryl Connolly, The unquiet grave, Persea Books, 1981.