¿Navidades felices para los que emigraron?, por Carlos Dorado
¿Navidades felices para los que emigraron?, por Carlos Dorado

navidad

 

Recuerdo mis primeras Navidades en Venezuela, fue allá por el año 1971, con apenas tres meses de haber llegado a estas tierras, en la habitación de una pensión en la Parroquia del Cementerio junto a mis padres, con una empanada gallega, un pernil y una botella de sidra.

Todavía estaba demasiado fresco el recuerdo y el dolor de haber dejado a mis cinco hermanos en España, cuando mis padres decidieron probar fortuna en “Las Américas”. En esta época navideña llena de alegría, casi siempre el dolor, los recuerdos y la añoranza se intensifican para aquellos que la tienen que pasar lejos de su tierra, y de sus seres queridos. Algo así como una contradicción, donde la época más feliz conspira para que esa felicidad se vuelva nostalgia y tristeza.

Faltaba un mes para la misma, y mi madre le planteó a mi padre: “Manolo, tenemos que enviarles algo de dinero a nuestros hijos”. A lo que mi padre respondió: “Pero Benita, hace apenas unos meses que llegamos, y gracias a Dios que ya tenemos trabajo. Pero todavía no nos hemos recuperado de los gastos iniciales. ¿De dónde vamos a sacar para enviarle dinero a los hijos?”. Mi madre como buena gallega era una mujer terca, e insistía que aunque hubiese que pedir prestado, al menos había que enviarles algo, para que sepan, que no nos hemos olvidado de ellos. ¡Qué argumento tan pobre!

Al final, mi mamá terminó imponiéndose en su posición, y mi padre con mucha vergüenza le dijo: “Sólo los hijos pueden compensar una vergüenza”, y se fue a  la casa de un amigo del pueblo, que ya llevaba muchos más años que nosotros en Venezuela, a pedirle prestado. ¡A veces duele enviar con tristeza lo que se da con alegría!

Decidimos acompañar el envío del dinero, con carta escrita por los tres. Mi padre la comenzaba, seguía yo, y la terminaba mi madre; y ella a pesar de la alegría de poder enviarles algo de dinero a sus hijos, tenía a la nostalgia y a la tristeza como los grandes protagonistas de esas letras; y mientras  las escribía caían algunas lágrimas sobre el texto de la misma. ¡Tardó casi tres días en completar la escasa media página que le correspondió a ella!

La noche del 24, allí estábamos los tres, en ese cuarto de una pensión, acompaños de la tristeza. La insondable, la cataclísmica, la que entra en tu vida devastándolo todo; hasta las mismas ganas de vivir. ¡Ninguno desea darse tristeza a sí mismo! Pero es tan difícil alejarla, sobretodo en esos momentos.

Algunos recuerdos se niegan a dejar de ser recuerdos, y estas fechas son como un viento que hace más intensa la llama del dolor. No hay melancolía sin memoria, ni memoria sin melancolía. No hay tristeza sin memoria, ni memoria sin tristeza. Mi madre, a pesar de sus esfuerzos no podía evitar las lágrimas. Esa noche  dijo una frase que nunca olvidaré: “Si existe para mis hijos un futuro, compensará ampliamente la tristeza del presente”

Esa noche nadie quería que la tristeza y la melancolía estuviesen en nuestra habitación. ¡Debería  ser una fiesta, pero se parecía más a un velorio! Terminamos de cenar, nos acostamos, y mi padre dijo: ¡Feliz Navidad! Mi madre no contestó, seguía llorando en silencio.

En estas fechas, habiendo transcurrido cuarenta y cinco años, y sin mis padres vivos, siempre pienso cuántos emigrantes venezolanos pasarán estas fiestas acompañados de esos indeseables invitados: La tristeza y la nostalgia, en una noche donde precisamente deberían ser los grandes ausentes.

 

cdoradof@hotmail.com