Todas las muertes son una, por Gonzalo Himiob Santomé
Todas las muertes son una, por Gonzalo Himiob Santomé

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No había podido sentarme a escribir. Entrego mis columnas normalmente los viernes, o a más tardar los sábados, pero la masacre de El Junquito estaba aún demasiado reciente, y los hechos, vertiginosos, no parecían cercanos a, por lo menos, un punto suspensivo, a un momento en el cual uno pudiera tomar aliento y decir que la primera parte de la triste ordalía había terminado. Además, este es un tema muy delicado, al que hay que acercarse con mucha prudencia y mucho respeto, así que preferí dejar pasar unos días y calmar un poco el ánimo y la indignación. Ya los cuerpos han sido inhumados, o al menos eso es lo que parece, y la vorágine de la semana pasada se ha convertido en herida que no se cura, una dolorosa, abierta, sangrante, pero al menos una que nos permite unos momentos de reflexión desde el dolor.

Empiezo por sincerarme: Nunca vi a Óscar Pérez como un héroe. Eso no quiere decir que pensara que sus actos fueran parte de una macabra tramoya del gobierno, o que su cruzada fuera parte de un espectáculo del que unos pocos, acá o allá, vaya usted a saber cómo o por qué, pudieran sacar provecho. Tampoco cuestioné ni avalé sus intenciones, pues como muchos venezolanos que ahora se muestran arrepentidos, quizás más llevados a ello por la crudeza y el impacto de los acontecimientos que a consecuencia de un proceso de verdadera contrición, carecía de elementos que me permitieran afirmar o negar si en el fondo él y sus compañeros soñaban de verdad con un país diferente, quizás cercano o parecido al que yo mismo sueño. Tal vez si lo hubiese conocido personalmente la historia sería diferente, pero ese no fue el caso, así que, en defensa de la coherencia, tan necesaria en estos tiempos, no le veo sentido a darme golpes de pecho ni a hacer mea culpa.

No lo vi como un héroe porque no creía, y sigo sin creer, en los cambios políticos que se imponen a fuerza de balas y de bombazos. Puedo entender (más no compartir, porque ese es mi derecho, y por ello lucho cada día y como puedo en el frente que me toca) que millones sientan, a la luz de los acontecimientos recientes y pasados, que de un régimen como este no se sale pacíficamente, o que otros tantos crean, cerradas todas puertas institucionales, y roto el cántaro de nuestra paciencia, que la hora de la violencia ya llegó; pero ponerme en esos zapatos y comprender esa postura no significa que esté de acuerdo con esos caminos. Salvando las distancias, y sin querer hacer comparaciones en este momento muy delicadas, pero válidas pese a las marcadas diferencias (Óscar Pérez no mató ni ordenó matar a nadie, no arrasó a plomo limpio La Casona ni destrozó las puertas de Miraflores con una tanqueta) nunca está de más recordar que, como dice el viejo refrán, el camino al infierno está hecho de buenas intenciones. La experiencia en otros países, y más allá, casi 30 años de nuestra historia reciente deberían bastarnos para haber aprendido la lección: Por muchas emociones que mueva, especialmente en tiempos duros y de crisis, no siempre el tipo “arrecho” que se alza en armas contra el poder establecido es luego el mejor referente. Lo que del fuego nace siempre termina en cenizas, y en estos temas, como en casi todo lo demás en la vida, tan importante es el fondo como la forma.

Sin embargo, hecha la advertencia creo importante destacar que, más allá de nuestro acuerdo o desacuerdo con lo que haya hecho o dejado de hacer Óscar Pérez en vida, lo que le hicieron a él y a sus compañeros es un crimen muy grave que no puede quedar impune, y más allá, es parte de un modo de hacer, de una sistemática manera de actuar del poder, que ha develado la cara más oscura de quienes, aferrados al poder “como sea”, ya no se cuidan ni siquiera de mantener las apariencias en lo que respecta al respeto que le deben, al ser gobierno, a los DDHH en general y, más allá, al derecho a la vida en particular, cuyo goce, como bien lo ha destacado la Corte Interamericana de DDHH, es un requisito previo para el disfrute de todos los demás derechos humanos. “Si no se respeta el derecho a la vida –ha dicho la Corte Interamericana en reiterados fallos sobre ajusticiamientos, como en el caso “Villagrán Morales y otros” (sentencia de 1999) en Guatemala, y el caso sobre la operación “Chavín de Huantar” (sentencia de 2015) en el Perú- todos los derechos humanos carecen de sentido”. Y esa es una verdad como un templo.

El irrespeto al derecho a la vida, el más esencial de nuestros DDHH, se ha hecho al parecer la constante en nuestro país. Más allá de los asesinatos durante las protestas, parte de la misma tergiversada y criminal manera de entender el poder, el caso de Óscar Pérez no sería más que la punta más visible de un inmenso iceberg que ha cobrado la vida de miles de personas –delincuentes o no, ese no es el punto- de la mano de un gobierno que so pretexto de la lucha “contra la delincuencia” o ahora contra el supuesto “terrorismo”, ha roto todos los límites a los que está sometido. Y no lo digo yo, lo dicen desde organizaciones tan serias como PROVEA y COFAVIC (esta última registra en los últimos años más de 7000 ejecuciones extrajudiciales) hasta la misma Fiscal General de la República, la depuesta Luisa Ortega Díaz, que habla de más de 8000 y ha llevado el caso, incluyendo nombres y apellidos de los ajusticiados en supuestos “enfrentamientos” con las fuerzas de seguridad venezolanas, especialmente en el contexto de las OLP, al Tribunal Penal Internacional

Les ruego a mis lectores más radicales que la sola mención del nombre de la fiscal no les haga, en este punto, arquear las cejas. Créanme, conozco de sus omisiones y excesos pasados y tengo mucho que reprocharle. Lo que quiero destacar es que la realidad de la muerte como consigna y método ha sido denunciada tanto por un lado de la acera, el que cree o creyó en lo que llaman “el proceso”, como por el otro, el que se ocupa de velar por los DDHH, sin importar quién sea el que esté en el poder.

De comprobarse la veracidad de tan graves denuncias, Óscar Pérez sería entonces, al menos de lo que se sabe hasta ahora de lo ocurrido, que el gobierno no ha querido o no ha podido desmentir, la cara más visible y reciente de una realidad mucho más profunda que ha enlutado a miles de familias, especialmente en los estratos más humildes, y con menos capacidad mediática, de nuestra población. Y entendámoslo sin pensar desde las tripas: el Estado tiene la obligación de resguardar, desde una dimensión negativa (no aplicar, por ejemplo, la pena de muerte, formal o no, prohibida absolutamente por nuestra Constitución) y también positiva (protegerlo y garantizarlo), el derecho a la vida, así como el derecho a la presunción de inocencia, a la defensa y a ser juzgado por tribunales independientes, objetivos e imparciales, de todos los ciudadanos, tanto si se trata del más correcto y decente venezolano como si se trata del más abyecto criminal.

En esto no cabe hacer distinciones porque, en primer término, hacerlas nos lleva a aceptar, lo cual es inadmisible, que los DDHH admiten concesiones a conveniencia, basadas en impresiones personales y acomodaticias sobre lo que es o deja de ser una persona y, en segundo lugar, porque caer en ese juego significa desconocer que en sistemas como el nuestro la etiquetica de “delincuente” se la pone el poder a discreción a quien le plazca, cuando quiera, y sin respetar ni los más básicos preceptos que lo limitan a actuar dentro de las reglas del Estado de Derecho. Hoy es a unos, pero mañana puede ser a cualquiera.

El gobierno, además, no ha hecho más que levantar sospechas. El que no la debe, no la teme, dicen en mi pueblo, y acá al parecer, sobre todo en estos tiempos en los que todo se sabe en tiempo real y la verdad, que es muy terca, siempre se impone, la deuda es muy alta y, en consecuencia, el temor también. El irrespeto a los familiares, que tienen derecho a la justicia, y a disponer de los restos de sus seres queridos conforme a la ley y a sus creencias, ha sido por demás revelador. El ostracismo y la opacidad del gobierno (particularmente llamativos el silencio del Fiscal General designado por la ANC y el de su “sucesor” en la Defensoría del Pueblo) no han servido a la impunidad, sino a la verdad y, en lo que luego se verá como un gravísimo error político, ha sido el mismo poder el que le ha dado a sus opuestos una imagen y un rostro en torno a los cuales unificarse. Desde el hecho mortal en sí mismo, hasta el momento de las inhumaciones, no hizo el poder más que convertir a un hombre, a un ciudadano como cualquier otro, a un ser humano normal, en una idea, o más allá, en un ideal. Llevar vivos a juicio a Óscar Pérez y a sus compañeros, quizás, los hubiese mantenido humanos, con virtudes y defectos, falibles, cercanos, y en país como el nuestro, en el que todos los días pasa algo que de inmediato acapara nuestras atenciones, tal vez los hubiese condenado al olvido y a la intrascendencia. Asesinarlos ha generado el efecto contrario, se les ha hecho inmortales y trascendentes. Con ellos el olvido ya no es opción. He allí el más grave error (político) cometido por el gobierno en toda esta situación, y de esos errores es que se nutren el ánimo de justicia y los expedientes que luego llevan a los culpables de este tipo de abusos (recordemos a Fujimori y a Montesinos, y a otros tantos, que en su momento se sentían intocables) a la justicia internacional.

Hoy es Óscar Pérez (y muchos otros, además) los que son calificados, sin haber sido siquiera juzgados cabalmente por ello, y valiéndose el Estado de todo su poder mediático, como “terroristas” y “delincuentes” tratando el gobierno de justificar lo injustificable, pero mañana podemos ser tú o yo, por el simple hecho de alzar nuestra voz contra los abusos y los excesos del poder o sencillamente porque el gobierno necesita de chivos expiatorios para apuntalar su narrativa –eso que llaman la “verdad oficial”- sobre cualquier hecho de trascendencia nacional. Puede tardar, pero en esos casos la justicia llega. Hoy la cara visible es la de Óscar Pérez, pero comparten su sino todos aquellos muchachos de un barrio cualquiera que quedaron atrapados en una redada, fueron también vilmente asesinados por funcionarios policiales o militares, y luego fueron “disfrazados” de “antisociales” solo para que sus homicidas quedaran impunes ¿Cuántos “delincuentes”, supuestamente “abatidos en enfrentamientos” –la prensa, hay que decirlo, a veces avala ese lenguaje sin investigar a fondo los hechos- son en realidad jóvenes honestos cuyo único pecado fue el de estar en el lugar y en el momento equivocados? ¿Cuándo nos tocará a los demás recibir ese hachazo criminal y demoledor? Todos estamos en esa lista, nos guste o no, pero el miedo es un arma de doble filo. Nadie en sus sanos cabales, sin importar su ideología, puede querer vivir sometido permanentemente al temor de la muerte empoderada e impune, y de allí a desear que las cosas cambien, y a actuar en consecuencia, no hay más que un paso.

Ayer fueron muchos. Pienso en Leonardo Ruiz Pineda, y hasta en Jorge Antonio Rodríguez (sí, el padre de los Rodríguez), por solo mencionar unos, ambos asesinados en terribles y criminales circunstancias, también señalados como “criminales” en su momento y también disfrazadas sus muertes de lo que no eran, pero ahora son muchos otros. Antes era inaceptable, ahora también lo es. Cuando cualquiera es asesinado de esa manera todos morimos un poco, que no nos quepa duda. Todas esas muertes, al final, son nuestras, a todos nos atañen, a todos nos afectan. Son una sola.

@HimiobSantome