La constituyente vs. la “constituyente”, por Alejandro Armas
La constituyente vs. la “constituyente”

Constituyente_

 

Sí, ya lo sé. Me van a decir que le estoy haciendo el juego al Gobierno al tratar el tema de la “constituyente” de Maduro, cuando debería contribuir para que sea la oposición la que marque la agenda y el debate. No obstante, la denuncia de este plan fraudulento y a todas vistas profundamente autoritario se ha vuelto parte esencial de la resistencia a la eternización en el poder de un chavismo minoritario. El Gobierno hace de esta “constituyente” su nuevo método para suprimir la democracia en Venezuela, así que la restitución de la república pasa necesariamente por desmontarla.

A lo largo de la semana politólogos e historiadores han advertido sobre las similitudes entre la forma en la que el Gobierno adelanta que se escogerá a por lo menos la mitad de los redactores de la nueva ley fundamental, y los sistemas de representación corporativa, propia del fascismo, y soviética, devenida del marxismo-leninismo. De manera que no voy a repetir lo que otros ya han dicho con excelente perspicacia.

Esta vez echaré el calendario menos atrás de lo normal, para revisar el contexto en que se llevó a cabo con éxito el referente histórico de constituyente que manejamos los venezolanos. Me refiero, desde luego, a la de 1999. ¿Estamos pasando por algo similar? ¿Son las mismas condiciones, el mismo entorno? ¿Puede el chavismo justificar una constituyente con otra?

La respuesta a todas estas preguntas es “no”. Alguien pudiera afirmar que la constituyente del 99 fue tan ilegal e ilegítima como la de hace 18 años, y hasta cierto punto tendría razón. Porque aquella constituyente era una figura inexistente en el ordenamiento jurídico venezolano vigente entonces y fue usada para derogar la Carta Magna de 1961 de una forma no contemplada en la misma. Aquí precisamente es importante recordar el trasfondo de lo ocurrido en el 99 para encontrar las diferencias clave.

En aquel último año del milenio, había un sentimiento compartido entre la colectividad venezolana sobre la necesidad de grandes cambios. La nación había pasado por dos décadas perdidas para el crecimiento nacional. La primera, marcada por el agotamiento disimulado del statu quo político, económico y social vigente desde 1958. La segunda, por intentos de corregir el rumbo con resultados desafortunados por el mal manejo de factores esenciales para combinar el cambio con la estabilidad, así como por un primer auge de la antipolítica. Al final, quien logró recoger dicha ansia de cambio fue Hugo Chávez, y de canalizarla a su favor. El golpista fracasado convertido en estrella de rock de la política vendió al público exitosamente la idea de que era indispensable refundar el Estado para lograr las modificaciones necesarias.

A pesar de que a estas alturas se sabe que los coqueteos de Chávez con la izquierda estalinista y castrista se remontan a sus días en la Academia Militar, él sabía que plantear entonces una Carta Magna de corte comunista no sería respaldado por prácticamente nadie. Su creciente base de apoyo estaba integrada por sectores de la sociedad bastante disímiles: estaban, por supuesto, las masas empobrecidas cuya mejora material colectiva el chavismo siempre ha ondeado como bandera, pero también un muy nutrido grupo de intelectuales (entre los cuales mi gremio, el periodístico, debe hacer un mea culpa destacado, con ciertas excepciones), así como empresarios proteccionistas que pensaron que podrían convertir a Chávez en un instrumento de sus intereses (les alarmaba una consolidación del experimento liberal en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez). Lo que todos tenían en común era un hartazgo con las elites políticas que las llevaron a apostar por un outsider, haciéndose la vista gorda sobre su irrupción violenta seis años antes. La Constitución que Chávez tenía en mente era una que, en teoría, satisfaría esta combinación de reclamos, a la vez que preparaía el terreno para un posterior viraje totalitario cuando sintiera que las condiciones estaban dadas.

El desespero por la llegada de algo nuevo era tal, que penetró en las instituciones más elevadas de la República. Es así como la Sala Político Administrativa de la Corte Suprema de Justicia falla a favor de permitir la convocatoria de un referéndum consultivo para preguntarle a la población si estaba de acuerdo con que se forme un organismo colegiado que redacte una nueva Carta Magna, método que, insisto, no era contemplado por la Constitución del 61. Para ello fue usado el argumento muy cuestionado de la “supraconstitucionalidad”.

Esa sentencia le dio luz verde a Chávez dos semanas antes de que asumiera la presidencia. Con la banda ya en el pecho, no esperó y casi de inmediato el Consejo Supremo Electoral organizó el plebiscito. El resultado favoreció abrumadoramente la propuesta del mandatario, aunque con una participación bajísima, muy inferior a la de las elecciones en las que el Chávez candidato venció. La interpretación es que como Chávez hizo de la constituyente el núcleo de su campaña, votar por él implicaba votar por la constituyente. Y no hubo una sola ronda de comicios, sino tres. La segunda, para elegir a los constituyentes, y la tercera para ratificar la aprobación de la Carta Magna resultante. En ambos casos pasó lo mismo: baja participación, pero muy a favor del chavismo. Una muestra un tanto vergonzosa sobre nuestro pensamiento caudillista, algo así como “ya voté por el hombre y sé que todo lo que haga es bueno, no me molestaré en estudiar la consecuencia de su propuesta, ni mucho menos en ir a votar por ella”.

Es cierto que en el caso de la elección de los constituyentes el Gobierno manipuló los circuitos electorales para lograr que un apoyo de alrededor de 60% se tradujera en más de 90% de los escaños en juego, una temprana muestra de cuán antidemocrático podía ser Chávez si no se sentía completamente seguro de su éxito en las urnas. Pero, incluso sin ese truco, es casi seguro que el oficialismo habría controlado de todas formas la constituyente. Solo un año después el Presidente volvió a medirse en persona y fácilmente ganó, confirmando así la solidez de su soporte masivo.

Conclusión: Chávez pudo legitimar ante la mayoría del país y ante el mundo su constituyente, a pesar de lo que dijera la ley, porque entre la población electoralmente activa había una gran mayoría a su favor, y sin límites a la participación ciudadana. Eso es exactamente lo que a Maduro le falta. A las pruebas me remito. En las últimas elecciones que hubo en Venezuela, el oficialismo salió desastrosamente derrotado. Desde entonces, no se ha permitido ningún tipo de comicios. A falta de ellos, los mejores instrumentos de medición son los estudios de opinión pública que hacen firmas especializadas. Prácticamente todos indican que el apoyo a Maduro oscila entre una décima y una tercera parte de la población. Los otros dirigentes chavistas están igual o peor.

Como los costos individuales para dejar el poder son enormes y por lo visto se agotaron los argumentos para suspender comicios, el Gobierno recurre a la estrategia definitiva. Irónicamente, es una elección, pero una en la que es imposible perder. La fórmula es ese sistema de nominación corporativista-soviético previamente aludido, inherentemente contrario a la democracia.

Tal jugada solo es practicable para la formación de un ente colegiado como, en efecto, lo es toda asamblea constituyente. No aplica para las otras dos elecciones del proceso del 99, ambas de tipo consultivo: el referéndum para preguntar a la ciudadanía si quiere o no una constituyente, y el referéndum para preguntar si está de acuerdo o no con la nueva Constitución. En vista de ello, ya los voceros del chavismo están sacando argumentos para eludir el primero, cada uno más chapucero que el otro. Es lógico que harán lo mismo con el último, y que una vez redactada la Carta Magna de la “VI República” por constituyentes de mayoría oficialista, la publicarán en Gaceta Oficial sin preguntarle a nadie si le gusta o no.

Lo peor es que la Constitución actual sí contempla la posibilidad de una asamblea constituyente, y su artículo 347 deposita la autoridad para convocarla exclusivamente en el pueblo. El artículo siguiente le da al Presidente el derecho de iniciativa para convocar, que es diferente. Maduro solo puede proponer que se llame a una constituyente, y es la ciudadanía la que decide si se hace o no. Es más, el artículo 70, excluido de los citados por el chavismo para justificar que Maduro haga lo que quiera, claramente menciona la iniciativa constituyente entre los “medios de participación y protagonismo del pueblo en ejercicio de su soberanía”. Según la negación de este principio encarnada en la argumentación chavista, el Presidente puede convocar una constituyente y refundar la República cada vez que quiera. El grado de arbitrariedad que ello implica es obvio.

Hasta aquí con las explicaciones jurídicas, porque este no es un problema legal, sino político. Amerita una respuesta política, que es lo que se está viendo en la calle todos los días con la resistencia pacífica ciudadana. Hay una oportunidad de frenar este desmadre, y solo por ahí se comienza.

@AAAD25