De decretos y discriminación, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Feb 10, 2017 | Actualizado hace 3 semanas
De decretos y discriminación

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Una vez más me tomaré la licencia de usar este espacio de opinión, nueve de cada diez veces consagrado al accidentado acontecer nacional, para tocar un tema allende nuestras fronteras. No siento que deba pedir excusas ante nadie por ello, ya que, por más penurias que estemos pasando, el mundo no se acaba en el alto Orinoco, ni en la Sierra de Perijá, ni en cabo San Román ni en el golfo de Paria. Mientras el Consejo Nacional Electoral hunde más el cuchillo a nuestra malherida democracia, creo que no exagero al decir que las hermanas de esta en Occidente, unidas por la tradición liberal, están más amenazadas que nunca desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. No por golpes de Estado ni invasiones de ejércitos rojos, sino, cruel ironía, por el propio voto en que se concretan. Por toda Europa y América del Norte hay masas descontentas con el statu quo, ciertamente en parte por grandes errores de las elites políticas, pero, desde el punto de vista moral, injustificablemente volcadas hacia el odio y la irracionalidad.

Aunque no es el único, la xenofobia es el rasgo más distintivo que comparten estos movimientos. El caso más emblemático, desde luego, es la llegada al poder de Donald Trump, que en menos de un mes ya ha acaparado la atención del mundo, sobre todo con sus políticas migratorias. El nuevo inquilino de la Casa Blanca ha demostrado que no juega carrito y que entre el sinfín de motivos para criticarlo definitivamente está ausente la falta de voluntad para cumplir sus promesas de campaña (otra cosa es que realmente pueda hacerlo por más que quiera). El muro en la frontera sur, pagado por el vecino, es un escándalo, pero todavía no se ha puesto la primera piedra. En cambio, a Trump le bastó ponerle su firma a un papel para bloquear la entrada a Estados Unidos a los ciudadanos de siete países de mayoría musulmana.

En todo el mundo se ha pegado el grito al cielo contra esta medida. Dejemos de lado la obvia reacción de en las naciones afectadas. La Organización de las Naciones Unidas, el Vaticano, los gobiernos del Reino Unido, Alemania y Francia, entre otros, han criticado con distintos tonos la orden ejecutiva. Dentro de Estados Unidos tampoco se ha guardado silencio. Dirigentes de la oposición demócrata, así como algunos republicanos, han alertado sobre el carácter potencialmente contraproducente del decreto, como catalizador del extremismo islámico. En varias ciudades ha habido protestas masivas en contra. Decenas de abogados se han movilizado hasta aeropuertos para brindar asistencia, a menudo gratuita, a los rechazados.

Por supuesto, sería absurdo pensar que el repudio a la orden de Trump es universal; de ser así, difícilmente hubiera ganado las elecciones. Hay quienes la apoyan, por distintas razones, y no son pocos. El respaldo más sólido viene de lo que ha pasado a conocerse como la alt-right, o “derecha alternativa”, una masa informe de sujetos que comparte posturas machistas, islamofóbicas, homofóbicas, antisemitas y racistas. La combinación exacta de estas posiciones varía con el individuo. La mayoría encontró un elemento unificador desde 2015 en su apoyo a Trump. Otro de sus rasgos distintivos es una hostilidad marcada hacia todo aquel que no piense igual. Por lo tanto, sus miembros tienden a arremeter contra quienes cuestionen las políticas del nuevo Presidente. Para ello han sabido echar manos de la tecnología 2.0: las redes sociales y los foros en línea son una enorme plataforma para sus mensajes recargados de intolerancia. A menudo actúan como trolls, término del folclore nórdico hoy usado para designar a quienes usan Internet para acosar a otros y, como dirían por estos, lares sembrar cizaña. Así insultan y, cuando se esconden en el anonimato, hasta amenazan con revelaciones de información personal, golpizas, violaciones y muerte a quien hagan su blanco.

Pero hay algunos en la alt-right que van más allá de la conducta brutal y, por lo menos, tratan de dar sustento argumentativo a su defensa del gobierno de Trump. En el caso de la prohibición migratoria, sostienen que ya se ha hecho antes sin ningún escándalo. Recuerdan que en 1979 Jimmy Carter ordenó que no se emitieran más visas de estudiantes para ciudadanos iraníes. Quienes ya estaban adentro fueron obligados a presentarse frente a autoridades migratorias para someterse a duras revisiones sobre su estatus, so amenaza de ser deportados de inmediato en caso de detectarse cualquier irregularidad. Si salían de Estados Unidos, para visitar a sus familiares por ejemplo, podía negárseles el regreso, a pesar de la interrupción de sus estudios.

Sin duda, quien critique el “justos pagan por pecadores” implícito en el decreto de Trump debe estar preparado para hacer lo mismo con lo que ocurrió entonces. Sin embargo, hasta ahí llega la capacidad de los seguidores de Trump para poner contra las cuerdas de la coherencia a sus detractores. Como pasa a menudo con las comparaciones de esta naturaleza, es un abuso equiparar al ya nonagenario cultivador de maní de Georgia con el magnate neoyorquino en cuanto a sus acciones migratorias desde la Casa Blanca. Todo por el problema de una omisión gigantesca del contexto histórico, error bastante común.

Carter no llegó a Washington despotricando contra los persas, ni mucho menos contra el islam en general. La medida que tomó no fue parte de una idea inherentemente negativa sobre alguna nacionalidad o religión que vinculara sin matices con el terrorismo. De ser así, ni por asomo hubiera tolerado la presencia del presidente egipcio, Anwar Al Sadat, en su residencia campestre oficial de Camp David para pactar la paz con Israel.

Lo que Carter hizo fue algo completamente ad hoc. Durante su mandato estalló la Revolución Islámica de Irán que derrocó al sha, cuyo régimen modernizador era impopular por su brutalidad, y lo reemplazó por la teocracia de los ayatolas que hasta hoy sigue gobernando. El apoyo constante de Estados Unidos al emperador (quien llegó al poder en una de las primeras grandes operaciones de la CIA) se tradujo en que los nuevos líderes del país no vieran a los norteamericanos con muy buenos ojos. Convirtieron la potencia anglosajona en el “Gran Satán”, encarnación de valores malignos contrarios a la fe verdadera y, de paso, del imperialismo.

Entonces un grupo de estudiantes fanatizados, con el apoyo del gobierno revolucionario, ocupó por la fuerza la Embajada de Estados Unidos en Teherán y tomó como rehenes a 52 personas. Exigían la extradición del sha, quien en ese momento estaba recibiendo tratamiento contra el cáncer en territorio estadounidense. El secuestro duró 444 días y sigue siendo la crisis de rehenes más larga de la historia. Se extendió más allá de la muerte del sha y del gobierno de Carter, cuyo intento fallido por rescatar militarmente a los detenidos fue una de las razones detrás de su derrota ante Ronald Reagan en 1980. Las negociaciones de este con los iraníes, génesis de otro escándalo que no trataremos aquí, permitió la liberación.

Es en medio de esta situación que Carter prohibió el ingreso de iraníes. Fue una crisis puntual. Terriblemente grave, sí, pero puntual. Se estaba ante un acto prolongado de terrorismo, ya desatado, con la venia de un Estado soberano. El entonces Presidente no actuó en función de prejuicios, sino a pesar de su actitud en general tolerante.

Trump, en cambio, se mudó a Washington mediante una campaña en la que enfatizó la necesidad de impedir que todos los ciudadanos, no de uno, sino de varios países no pudieran entrar. Los presentó a todos como potencialmente violentos y peligrosos. Varios de sus asesores más cercanos han ido más allá y presentado al islam, a todo el islam, como el enemigo en una especie de Cruzada, de guerra santa. El rechazo a los musulmanes pasa de ser una cuestión incidental a una cuestión sustancial. Es por eso que las acciones del Gobierno actual alarman mucho más que las de hace casi cuarenta años, sobre todo considerando la posibilidad latente de una ciclo vicioso de odio entre extremistas musulmanes y la derecha occidental.

Justo cuando termino estas líneas es noticia que una Corte de Apelaciones confirmó la decisión de tribunales inferiores de congelar el decreto de Trump. Aunque Mr. President proteste por Twitter, no tiene más remedio que acatar la ley (una independencia de poderes igualita a la de acá, ¿no?). De seguro volverá a apelar, esta vez ante la Corte Suprema. A esos jueces les tocará el mismo dilema ético, pero las sentencias anteriores dan razones para tener al menos esperanza. Yo la tengo en que, además, el pueblo estadounidense no abandonará los principios que lo hacen realmente grande (y poco tienen que ver con la consigna de Trump) y darán la batalla por la justicia en su país.

Termino con una consideración en línea con el primer párrafo. No faltará quien al leer esto señale al autor con una queja del tipo “el país cayéndose a pedazos y este preocupándose por lo que pasa afuera”. Si su humanidad es tan limitada como para pensar de esa manera, le voy a plantear el problema desde la perspectiva netamente egoísta. Para empezar, hay que tener en cuenta que Venezuela es un país de emigrantes por primera vez en su historia. Si a usted le parece insoportable la situación actual, o le angustia el futuro, al punto de considerar mudarse a otra nación, tenga en cuenta que cada triunfo de estos movimientos xenofóbicos es una puerta más que amenaza con cerrársele en las narices. No me venga con el consuelo de que “solo es contra los musulmanes”. Esta gente es creativa para buscar enemigos. Hoy son los seguidores de Mahoma. ¿Y mañana? Claro que el ciudadano común no puede cambiar nada solo. Pero les apuesto a que un clamor mundial, respetuoso y a la vez firme, contra la discriminación, ayuda más que el silencio y la indiferencia.

@AAAD25