La muerte y la pena de muerte, por Carlos Dorado
La muerte y la pena de muerte, por Carlos Dorado

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La muerte, para llamarla por su nombre, es el verdadero final de nuestra vida, y quizás sea el acto más democrático del mundo, porque logra igualarnos a todos sin importar razas, religiones, riquezas o bellezas; y lo que verdaderamente cuenta, es lo que hacemos precisamente antes de que llegue ese momento, sin que sea ésta una contraposición de la vida; sino parte de ella.

Sin embargo, a pesar de ser lo más natural y seguro del mundo, y tomando en cuenta que desde el mismo día en que nacemos, estamos irremediablemente caminando hacia la muerte, no estamos hechos para aceptarla; y cada vez que nos lleva a un ser querido, sólo nos deja recuerdos y tristeza, que únicamente el tiempo logra mitigar; pero en muy pocas ocasiones erradicar.

La ausencia de ese ser querido, se convierte en una presencia enorme. La ausencia en las reuniones familiares, la ausencia en la mesa, en el sofá, se contradicen con la presencia en cada objeto que formó parte de su vida; y cuando  a veces  sucede con tan cruel celeridad, y en forma muy inesperada, se lleva con ellos (inclusive sin quererlo), una parte de nuestra  fe en Dios, en la sociedad, y hasta la confianza en nosotros mismos.

La sabiduría popular considera que estar preparado para una pérdida, es una condición necesaria para poder sobrellevarla; sin embargo la gran mayoría espera poder escapar a tal desgracia, lo cual la convierte cuando así llega, en más triste y amarga para sobrellevarla.

Por ello, los pensadores estoicos recomendaban a sus seguidores el poseer sólo aquello que no temieran perder, basándose esta filosofía en el hecho de que ya tenemos escaso control sobre los factores externos, por lo que debemos concentrarnos en gobernarnos a nosotros mismos, para que aquello que suceda fuera de nuestro control, nos afecte lo menos posible. Sin embargo, la misma deja de lado quizás el punto más importante: que si uno limita el amor para evitar su dolor, prácticamente equivale a una muerte anticipada.

Mi madre solía decirme: “Carlos, la vida es tan corta, y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno comienza a aprenderlo, ya es hora de morirse”. Por eso uno debería aprender, emprender y soñar todo el tiempo como si fuésemos a vivir toda la vida, y vivir como si fuésemos a morir mañana.

Por esto, tomar la vida a manos llenas, abrazarla y lanzarnos de lleno en ella con energía, pasión y placer, es quizás buscarse todo tipo de problemas; pero el precio de evitar estos problemas es el precio de haber pasado por este mundo -el breve o largo tiempo que nos toque vivirlo-, sin haber vivido realmente. ¡Si queremos morir bien, tenemos que aprender a vivir bien!

Morir es fácil, lo difícil es vivir, y cuanto más difícil se vuelve, según algunos estudios realizados, más fuerte es la voluntad de seguir viviendo, porque en el fondo el ser humano le tiene miedo a la muerte, que todos en menor o mayor grado tenemos. Pero es precisamente este miedo, la verdadera afirmación de la vida.

Lo más triste resulta, cuando le es arrebatada la vida a un amigo, o a un ser querido, especialmente si es ocasionada por un criminal que es ajeno e insensible al dolor que causa con su acto en la familia y seres allegados a la víctima.

¿Habría que aplicar la pena de muerte, o matar a estos individuos? Una sociedad que se precie de cívica no debería tener la pena de muerte en su código penal; pero no deja de ser una gran verdad, que dicha sociedad, no debería tener la necesidad de tenerla.

 

cdoradof@hotmail.com