Las delicias del dinero (II) por Juan Carlos Zapata - Runrun


Apenas compra el gobierno el Banco de Venezuela, se mueven los comisionistas. Lo dice el mismo Chávez, advertido por Luis Miquilena, 10 años, de cómo funcionaba la corrupción con los depósitos del Estado. Pero nunca se tomaron medidas.

I

La corrupción horizontal

En Cadivi, el organismo encargado de la administración de divisas y el control de cambio, lo más “horizontal y democrático” es la corrupción. Amigos. Familiares de los altos cargos. Comisión de por medio, la solicitud de alguien es atendida con celeridad inusitada. De lo contrario, se atrasa y retrasa, duerme, muere. Varias oficinas de gestores, y una red de oferentes de servicio, abordan y sorprenden a quien menos se lo espera. Es que se  comenzó con gestores de divisas para grandes empresas y grandes operadores, y pasó a convertirse en fuente de ingresos de los técnicos de más bajo rango. Jóvenes recién salidos de las universidades estrenan autos último modelo y compran apartamentos en zonas exclusivas. Estos técnicos de nivel medio y bajo en la estructura del ente, se habían reservado hasta el 2009, el tráfico de lo más residual del control de cambios: las remesas a familiares en el exterior. Cada mes, el trámite de cupos; 100, 200, 300, muchos cupos, garantizaba ingresos para enriquecer a cualquiera en un plazo breve, un año, a lo sumo. Y si ésta era práctica en los de abajo, en los funcionarios de abajo, ¿qué queda para los responsables del presupuesto mayor de divisas?

En el pasado, los traficantes de dinero, los encargados de las colocaciones de los depósitos eran personajes conocidos con métodos conocidos. Algunos banqueros –cómplices en unos casos de estas operaciones con grandes comisiones de por medio- se quejaban de que en tiempos de Chávez los operadores eran muchos, se habían diversificado, y bien por desconocimiento, o bien por la impunidad, eran más inescrupulosos, no respetaban la palabra empeñada, recurrían al chantaje, a la amenaza policial y hasta criminal, cambiando los términos de la “convivencia”.

Hasta Hugo Chávez no ha evitado las alarmas al constatar lo que está a la vista. Y es que no había transcurrido una semana del abordaje del Banco de Venezuela, comprado por el Estado al Grupo Santander de España, y los operadores movían las teclas para especular con los fondos públicos. Según revelaba el mandatario, Eugenio Vásquez Orellana, el nuevo presidente de la entidad, lo había llamado para contarle de las presiones de funcionarios medios para obtener ventajas de las colocaciones de los dineros en principio destinados para obras públicas.

-Están pidiéndole al banco algo que no debe hacer y no lo va a hacer, pagar intereses por encima del promedio, o como lo llaman, especulativos –decía Chávez.

Según revelaba, eran funcionarios medios de una gobernación bajo el mando de un gobernador chavista. Chávez no podía estar descubriendo el agua tibia; y claro que el lunes 13 de junio de 2009 el Presidente debía estar más que enterado de esta vieja práctica de la corrupción, el mismo esquema que 10 años antes, su ministro Luis Miquilena le advirtiera que ocurría, cómo ocurría, cuánto rendía y cómo se podía combatir, ante lo cual él nunca había tomado medidas, ni de control ni disciplinarias.

Ahora se rasgaba las vestiduras, explicando cómo funciona el esquema, sobre todo, decía, en los bancos medianos y pequeños, que ofrecen más intereses para captar depósitos del Estado. Y esos dineros, miles de millones de bolívares, «en vez de estar convertidos en viviendas o en proyectos de la gobernación, están en un banco privado, cobrando altos intereses y enriqueciendo a una minoría». En efecto, a la minoría de operadores, a jerarcas del gobierno y además a traficantes profesionales del dinero.

-El dinero está ganando intereses, pero no para el pueblo, sino para el bolsillo de corruptos privados y públicos -agregaba.

¿Y era nueva práctica? No. ¿Estaba Chávez enterándose del mecanismo? Tampoco. ¿Qué pensaba quien lo escuchara hablar con tanta propiedad? ¿Por qué no había hecho nada en todos estos años? ¿Por qué no había tomado medidas contra esa mafia de traficantes de dinero que se ha hecho más grande y más poderosa? ¿Y acaso debía esperar tener el control del Banco de Venezuela para hacer la advertencia? ¿Y si sabía quiénes eran los que habían llamado a la entidad por qué no procedía?

Sonaba hueco el discurso dirigido a la galería que lo escuchaba en Aló Presidente, puesto que la exhortación al ministro de Interior, al vicepresidente, y al ministro de Defensa, de “atacar a fondo el problema”, no podía corresponder a alguien comprometido con la lucha por la corrupción. De lo contrario, ¿por qué no estaban detenidos los funcionarios? Es más, ¿por qué debía esperar, tal como lo advertía,  a que los mismos recursos, en vez de ir al Banco de Venezuela, se desviaran a otro banco, pero privado, para actuar en consecuencia?

-Si los colocan en otro banco investigaremos a esa entidad -decía Chávez.

Y ¿por qué esperar si habían quedado al descubierto? ¿Acaso Vásquez Orellana no había sido contactado y conocía los personajes? ¿Acaso no estaba detectada la gobernación chavista? ¿Y por qué hacer la advertencia ahora? ¿Desconocía lo que ocurría con las otras gobernaciones? ¿Y con los recursos del estatal Banfoandes? ¿Y del estatal Bandes? ¿Y la Tesorería Nacional? ¿Y los ministerios y los organismos de la administración centralizada? ¿Era ahora que le preocupaba lo que llamaba un «indicador muy fuerte de corrupción»?

Hay que fijarse en un detalle: ese era el tiempo, mediados de 2009, en que los grupos boliburgueses andaban haciendo mercado de bancos y aseguradoras. Compraban bancos como comprar arroz en Mercal. Quedaba claro que si el Gobierno hubiese actuado a tiempo con toda seguridad la hemorragia se habría detenido, y el costo de las quiebras y las intervenciones bancarias seis meses después, no le hubieran costado al país entre 7.000 y 8.000 millones de dólares, y se hubiesen construido más casas, y hubiese habido más crédito para la agricultura y la industria y el comercio.

II

El banquero policía rompe el cerco

En el pasado la relación de los comisionistas era exclusiva con los jerarcas de los bancos, los altos cargos de bancos, con algún funcionario vicepresidente de área, delegado para tales asuntos. En este tiempo, los nuevos operadores, los nuevos comisionistas, se han ido por las ramas, corrompiendo el entramado bancario, las distintas instancias de los bancos. Ocurre en las aseguradoras con las pólizas del Estado. Estaba ocurriendo con la pauta publicitaria de las empresas estatales. Ocurre con los contratos de las compañías recolectoras de basura. Las gerencias bancarias se espían entre sí, y de un banco a otro se transmiten secretos antes bien guardados.

En uno de los bancos líderes llegó a ser tan compleja y preocupante la situación que el banquero se vio en la necesidad de contratar a un ex-policía-banquero para encargarse de la situación. En efecto, así como se lee. Este era un policía que por sus relaciones con algunos gobernadores y funcionarios en uno de los gobiernos de Acción Democrática logró convertirse en operador de colocaciones. Eran los años 90 y captaba tanto dinero que dos hermanos banqueros decidieron hacerlo director del banco, y él –ya había abandonado la policía científica- escogió sentarse en la silla de la Junta Directiva.

Transcurridos los años, ahora en 2005, dada su experiencia, este otro banquero urgió de sus oficios. Y lo que el ex-policía-banquero encontró fue, por decirlo al extremo, que de vainas el portero era el único que no andaba metido en los negocios de las comisiones. El banquero dueño se desvivía por el desorden de las colocaciones-comisiones, que distorsionaba la estructura de costos del banco, generando una anticultura peligrosa. El ex-policía-banquero, abandonó por semanas el estilo del banquero negociador, adoptando para este caso el del policía duro de matar.

Primero fue sentando uno a uno a los gerentes. Después a los operadores conocidos. En ambos casos, la señal consistió en tajante orden, mejor advertencia:

-De ahora en adelante yo me encargo de las colocaciones.

Los gerentes entendieron que la instrucción venía de arriba, del jefe, de modo que la aceptaron sin chistar. Por su parte, los operadores protestaron, patalearon y amenazaron. Sí, amenazaron algunos de los operadores quienes formaban parte de un engranaje que incluía a jefes policiales que entrarían en escena en caso de necesidad para presionar y asustar. Pero el ex-policía banquero, que había hecho lo mismo en el pasado, sabía cómo actuar, cómo responder.

El mismo lo cuenta: La disputa era la suerte del forcejeo de quién puede más.

-No les estoy quitando el negocio. Lo que vamos es a  poner orden en esto.

Triunfó el ex-policía-banquero y el banquero dueño, arregló la situación, respirando tranquilo. Después se compró otro banco. Otro avión. Y hasta tuvo tiempo para dedicarse al gremio bancario.

Lo que había sido una práctica conocida sólo por los involucrados quedó al descubierto con las revelaciones de Carlos Kauffman en el juicio de Miami: pagos de comisiones a gobernadores, a ministros, a responsables de finanzas de los ministerios, a banqueros.

III

Eso engorda

El contrato de las pólizas de seguros ha sido otro de los platos del banquete. Hugo Chávez amenazaba con estatizar a las clínicas privadas por haber aumentado los servicios médicos, sin percatarse de la raíz del problema. Que en medio de la abundancia de recursos, en el Gobierno no había reparos en pagar altísimas sumas por las pólizas para los empleados, pues estos prefieren ir a clínicas privadas antes que a los deficientes hospitales públicos y a los módulos de la Misión Barrio Adentro, atendidos por médicos cubanos. Ante tanta demanda, los jerarcas de un ministerio pactaban con la aseguradora las emisiones de pólizas con sobreprecio, sacando las cifras de toda lógica. En el pasado, el liderazgo en el mercado asegurador se caracterizaba por que las empresas se empeñaban en una mezcla de servicios, innovación en productos y negocios estatales con privados; bajo la administración Chávez, los colectivos de salud del Estado eran los que hacían la diferencia, eran los que aportaban el grueso de la facturación, decidiendo los primeros lugares en el ranking. Por su parte, las clínicas no se daban abasto, y cobraban lo que nunca habían cobrado por sus servicios pues todo estaba cubierto por los seguros cancelados por el Estado. Los empleados públicos aprovechaban para incluir hasta la cirugía plástica en la cobertura. El otro problema quedaba impune: los ministros, gobernadores, altos funcionarios, enriquecidos con el tráfico de las pólizas. Ellos permitieron que aseguradoras subieran entre 30 y 40% la prima a pagar, o sea, la comisión a repartir. Paga el Estado. Paga la revolución.

Contingentes de funcionarios llegaron del interior del país a ocupar gerencias y jefaturas, superintendencias y presidencias. Entrando, se mostraban sumisos y modestos. A las semanas, aparecían rodeados de un cuerpo de escoltas guardándolos hasta en sus visitas al baño; no visitaban las dependencias de los subalternos; si había un cocinero en el despacho, contrataban otro, y además una vez a la semana, un chef para el menú especial de agasajo a un invitado. En las oficinas públicas se hicieron comunes y corrientes las remodelaciones de los vestíbulos o de los despachos del jefe de turno. Aparecieron los autos nuevos. Los gustos nuevos. Por lo general, a la vuelta de un año, el funcionario estaba irreconocible en forma y fondo.

“La corrupción no se acabará jamás”, escribe Caballero en La Peste Militar, “por la misma razón que nunca se acabará el pecado: porque es muy sabrosa. La desgracia es como dice el chiste tradicional, las cosas más sabrosas del mundo o son inmorales, o son ilegales, o engordan”.

La corrupción es inmoral, ilegal y engorda.