Detrás de las barricadas - Runrun
Luisana Solano Mar 05, 2014 | Actualizado hace 10 años

Barricada

Se rindió. Una joven madre conduce en vano por algún tramo despejado de la avenida principal de Pueblo Nuevo, donde las barricadas alcanzan proporciones de monumento. Ni porque sean las 9:00 de la mañana hay paso en esta vía del laberinto a escala real en que se convirtió San Cristóbal. Está presa. Y su bebé de año y medio también, en alguna otra calle obstaculizada de Barrio Obrero. Está presa en el cruce con Las Pilas, donde se rinde frente a un contenedor, una cerca y rimeros de escombros.

El momento en que manifestantes reforzaron esa tranca quedó inmortalizado en la portada del 25 de febrero del diario The New York Times. Alguien la imprimió y la pegó en la cartelera informativa de un edificio del sector. Lo curioso es que desde entonces nadie de las más de 70 familias que lo habitan ha rayado, ni roto, ni arrancado el papel. Un joven que admite haber renovado barricadas ya desmanteladas por militares se quita la capucha y deja ver su rostro cansado. “Son un sacrificio por el bien de todos”, limita su respuesta.

Voceros del Poder Popular, en cambio, recuerdan que “guarimbear” viola el derecho constitucional a la libre circulación. Es un ejercicio violento, porque trastorna la cotidianidad y anula el abastecimiento de alimentos, medicinas y servicios, amén de que afecta la economía personal, familiar y estadal. “Es como un secuestro vecinal, esto no es cívico”, compara una seguidora del Gobierno renuente a dar su nombre. Algunas barricadas suponen, además, un riesgo a la vida humana, pues opositores se habrían apertrechado de alambres de púas que en otras ciudades ya han cobrado víctimas. “Por si fuera poco, han dañado el ornato público y deteriorado el ambiente”, completa.

El radio de afectación no cubre toda San Cristóbal. En el centro y sus alrededores el tránsito es fluido. Si bien han aparecido barricadas en sectores populares del sur, son sencillas y no reincidentes. Donde el amurallamiento cobra mayor intensidad es en la parte alta. La urbanización Mérida, por ejemplo, parece territorio fantasma. Los estorbos van desde retazos de tela multicolor hasta grandes troncos de árboles atravesados. “Es más por protección. En las noches se estaban viniendo a atracar. Antes de que las pusiéramos robaron tres motos”, atestigua una joven que prefiere ampararse en el anonimato por miedo a represalias.

Ciudadanos y defensores

Al otro extremo de la ciudad se escuchan razones similares. Santa Teresa pertenece a San Juan Bautista, parroquia en la que el voto oficialista se redujo de 40% a 25% entre las presidenciales de 2006 y 2013. Tal vez eso influya en que sean más de 10 los promontorios en el sector. Aunque la calle 4 parezca desierta, entre escombro y escombro están reunidos sus defensores. “Aquí la lucha ha sido pacífica”, introduce un grupo de vecinos con el rostro al aire, profesionales todos de clase media, trabajadores, organizados espontáneamente, amables pero reticentes a revelar sus identidades arropados por el mismo temor.

Un señor canoso empieza enumerando la terna de motivos que lo han mantenido 17 días tras las murallas: rechaza que el Gobierno nacional haya prometido desde hace mucho tiempo soluciones que no ha dado; objeta que la gente esté obligada a hacer largas colas para comprar harina, azúcar, arroz o leche; pide la liberación de todos los detenidos por protestar y de los llamados presos políticos. Y que se haga justicia por los muertos de las últimas tres semanas, añade el más joven del grupo.

Las trancas en Santa Teresa empezaron, sin embargo, luego de que motorizados partieron vidrios de un carro y se ensañaron a piedras contra dos casas. También aquí las barricadas son un mecanismo de defensa contra el vandalismo. “El único armamento de uno son los botones de la camisa”, espeta un joven que tiene más de una razón para protestar: es comerciante y la crisis lo obligó a cerrar un negocio tras más de 15 años de servicio. El testimonio invita a otro a la confesión: “En mi caso, desde hace tres años acabaron con la empresa de seguros en la que trabajo. Aquí no hay fuentes de empleo”, se queja.

Una angustia, dos posturas

“¿Qué hago?”, interrogó el presidente Nicolás Maduro en la instalación de la Conferencia Nacional por la Paz. “¿Qué vamos a hacer con San Cristóbal? No vayan a creer que eso es un problema mío solamente. Yo asumo mi responsabilidad y tengo una fórmula ya para actuar. Ahora, meterse allí, con el nivel de violencia y de destrucción que hay, tiene grandes consecuencias y costos”, admitió el 27 de febrero.

Al día siguiente, el ministro de Interior, Justicia y Paz, Miguel Rodríguez Torres, invitó al gobernador Henri Falcón a caminar a las 2:00 de la madrugada por San Cristóbal. A tratar de despejar, específicamente, una avenida donde hay una barricada de concreto con cabillas enterradas en el piso. “Cuando uno se baja le caen a tiros”, comentó. El mandatario de Lara había dicho en la segunda Conferencia de Paz que la protesta es estudiantil. El titular de Interior lo invitó a dimensionar mejor lo que pasa en Táchira: ni estudiantes, ni vecinos sumados, sino subversivos. “Lo único que ha contenido que nosotros reaccionemos contra esos grupos armados (…) que nosotros no utilicemos unidades especiales para ingresar en esas urbanizaciones y reducir a esos grupos armados, es nuestra conciencia humanista profunda”.

Detrás de las barricadas conviven ciudadanos a favor y en contra de la medida. A favor, como las mujeres que, el lunes pasadas las 9:00 de la noche, cuidaban un edificio residencial del sector Las Pilas. Cada noche rezan el rosario y se mantienen en la calle “defendiendo los espacios”. Si advierten un ataque de motorizados, saben qué hacer: tocar duro los postes y cacerolear es una alarma que entenderá el resto de los vecinos, los mismos que, más temprano, habían colaborado en la preparación de un almuerzo comunitario para los manifestantes.

Nubia Angarita lo ve con otra óptica. Mientras barre el frente de su casa, en la avenida Zulia de Las Lomas, señala el foco de contaminación más cercano y lo escruta: no solucionará la inseguridad ni la escasez, pero sí le está suponiendo un problema de salubridad. Adentro lidia con una invasión de zancudos y moscas. Una abuela de 84 años ha sufrido asfixias y una niña asmática de tres se ha visto afectada por las quemas. “Lo que estamos haciendo es encerrándonos entre nosotros mismos y la obstinación nos puede llevar a enfrentarnos unos contra otros. Eso no puede ser”.

Es lógico que las trincheras causen malestar incluso entre los oponentes al Gobierno, razonó el sociólogo y profesor de la UCV Trino Márquez, director académico de la asociación civil Cedice-Libertad. Es difícil conciliar ambas posturas: “Yo entiendo que si las barricadas se vuelven rutina tienden a convertirse en una protesta ineficaz, pero también entiendo que la gente está hastiada de protestar sin que el Gobierno demuestre intención real de cambio”, sopesó vía telefónica.

La última opción

La utilización de barricadas ha sido una característica común a países del mundo con protestas políticas en las que participan jóvenes y estudiantes, teorizó Márquez. Desde el Mayo Francés, el movimiento estudiantil más importante de la historia de la humanidad, han jugado un papel importantísimo como elemento de reclamo. Igual ocurrió durante el Movimiento de Tlatelolco, México, también en 1968, o después en el Chile de Allende. En la actualidad, en Ucrania y Tailandia ocupan un rol significativo.

Rendida, la joven madre regresó a casa. Antes confesó no comprender muy bien por qué está presa en su zona. Los que siguen detrás de las barricadas ya habían contestado: “Lo que queremos es que el Gobierno rectifique”, enunció la joven de la urbanización Mérida. “Montando una barricada nadie va a tumbar un gobierno, y en eso estamos claros, pero es una manera de presión para que tomen en cuenta nuestros reclamos”, explicaron en Santa Teresa. “No estoy de acuerdo, pero son la única presión que tenemos contra este Gobierno”, apuntó Belisario Colmenares, en Las Lomas. “La sola tranca no tiene sentido, hay que hacer protesta pacífica con propuestas”, trazó Juan Carlos Contreras, en Pueblo Nuevo.

Para hallar la salida al laberinto, Táchira espera la instalación en los próximos días de la primera Conferencia Regional por la Paz. “Ese estado amerita que actuemos lo antes posible”, urgió el vicepresidente Jorge Arreaza el sábado pasado.

Mensajes en el gran cuarto de chécheres

Cocinas, neveras, muebles, latas, autobuses en desuso, tractores abandonados, carros quemados, señalizaciones viales tumbadas y cualquier cachivache afean San Cristóbal y violan el derecho constitucional al libre tránsito.

Unos han aprovechado para deshacerse de los trastos incómodos de la casa, a costa de convertir la ciudad en un gran cuarto de chécheres, mientras otros, como el par que tomaba el esqueleto amarillo de una bicicleta en la avenida Libertador el lunes en la tarde, se sienten en una tienda en liquidación.

Las barricadas no son mudas. Hablan, desde un susurro decente hasta el grito que insulta: “Aquí estamos por Venezuela, por nuestros hijos, por nuestros padres y por nosotros”; “Maduro, gracias por mandarnos seguridad, pero te faltó harina pan, leche, papel higiénico, aceite, gas, mantequilla, detergente, etc…”; “nos gobiernan los cubanos”; y “si no hay carnaval para los gochos, no hay para nadie”, son algunos de los carteles que penden sobre palos y árboles muertos. En el asfalto también quedan, cual cicatriz, los mensajes. “Libertad” y “resistencia”, se lee en Las Acacias, y el popular “Táchira no se rinde”, en la Ferrero Tamayo.

FUENTE: La Nación