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Historia de las Historias

Yeannaly Fermín May 05, 2014 | Actualizado hace 10 años

diálogos

 

La comunicación de la oposición con el gobierno se ha considerado como un acto de complicidad. Cuando un vocero de la MUD se acerca a los representantes del oficialismo para tratar asuntos relativos al bien común, no tardan las acusaciones de colaboracionismo y acuerdo turbio. No hay reputación que valga ante la arremetida de los impacientes, no hay intentos honorables frente al reproche súbito de los talibanes. Y, como hacen mucho ruido, especialmente en la trinchera de las redes sociales, o porque tampoco conviene echarle más leña a la candela a través de debates internos, los ataques más aventurados ganan espacio en el seno de la opinión pública.

¿Qué proponen a cambio? Una batalla campal, un combate cruento que no debe considerar treguas hasta desalojar al gobierno de sus posiciones. Han abundado los campeadores que enarbolan la bandera de la Guerra a Muerte proclamada en mala hora por Bolívar, como si no fuera suficiente la memoria de un genocidio sin paliativos para que a alguien en sano juicio se le ocurriera resucitarlo en la actualidad. Pero el sano juicio es lo que menos abunda cuando las pasiones de la sociedad se encrespan. Es reemplazado por los cálculos que consideran hacedero e inmediato lo que es complicado en esencia y renuente a convertirse en realidad debido a sus espinas intrínsecas. Siempre alguno las quiere afilar, mientras otros pocos se empeñan en podarlas sin tener la tijera adecuada. Siempre ha sucedido así, desde el principio de los tiempos, a menos que los extremistas y los acelerados salgan ahora con una novedosa historia de hazañas fantásticas.

Tienen un argumento que parece imbatible: no se debe dialogar con un régimen represivo que no cesa en sus ataques contra la ciudadanía protestante mientras simula conversaciones con el enemigo. Precisamente los ataques contra la ciudadanía son los que deben provocar las conversaciones y, ojalá, acuerdos inmediatos a través de los cuales se alivie la suerte de los perseguidos. De lo contrario, continuarían los desmanes sin que nadie se los restregara en la cara a los responsables. El régimen no puede ahora negar la existencia de unos insistentes procuradores de benevolencia que no se cansan de abogar por los oprimidos, ni dejar de atenderlos sin que su credibilidad, cada vez más arrinconada, desaparezca del todo. La oposición está ensayando el camino de los remiendos sin mirar hacia los problemas de fondo, también dicen porque apenas se detiene en casos inmediatos, pero no hay otra forma de buscar avenimientos si se considera la fortaleza que todavía mantiene el régimen y el convencimiento de verdad única que acompaña sus pasos. Lidiar con la esquizofrenia de un autoritarismo desenfrenado no es trabajo sencillo, a menos que uno se conforme con llevarla a cabo en la jaula abierta de los tuiteros.

El otro derrotero sería el de la hostilidad generalizada, el ataque frontal de los cuarteles del oficialismo hasta sofocarlo en sus posiciones. No sé cómo se puede pensar en semejante desafío cuando la hegemonía reinante cuenta con gentes, armas y bagajes de sobra para repeler la acometida del adversario transformado en manejable enemigo; cuando ha jugado a su antojo con guarimbas y barricadas, o cuando sigue pistas suficientes para prever los pasos adivinables que le depare el futuro pensado por estrategas de maletín. Curiosos estrategas, por cierto, no solo por sus insistentes llamados a una guerra sin destino, sino también por la ubicuidad de sus bélicas trompetas. Parecen música paga, debido a la persistencia y a la heterogénea aparición de unos ejecutantes no identificados cuyo objetivo no es otro que una fraternal escabechina tipo 1813.

Ejecutantes no identificados, se supone, pero solo porque parece aconsejable quedarse en la superficie que ponerse a buscar, en la cúpula de las organizaciones políticas, a quienes no solo quieren una conflagración de difícil pronóstico sino también el fracaso de la unión partidista. Pudiera ser una búsqueda provechosa, si lo que conviene es toparse con la verdad que hace falta para el encuentro de la clave de muchos entuertos encubiertos, pero también un espeluznante hallazgo que dejaría a muchos títeres sin cabeza. Los que hablan de deshonor y complicidad se solazarían ante su abundancia. En consecuencia, de momento prefiero a los dirigentes sometidos al escarnio público cuando acuden sin careta a la incomodidad de una mesa de diálogo con el madurismo.

Elías Pino Iturrieta

El Nacional 

Revista Soho – Desde Venezuela hacia Colombia el contrabando de gasolina sigue creciendo. El cronista Sinar Alvarado se metió en una de estas caravanas para contar el negocio por dentro, de hombres que ven acá su única oportunidad de vida.

 

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La tierra se había vuelto oscura de tanto chupar combustible. Los árboles del patio seguían en pie, pero sus ramas se habían secado. Un olor penetrante flotaba en el aire. Junto a la casa, cuatro muchachos descamisados cargaban tanques en un camión. No había extinguidores; nadie usaba guantes ni botas ni overol. Solo un par de cuerdas y sus músculos tensos los ayudaban en la faena.

Chano, el conductor, sentado muy cerca con su barriga comba, le hablaba al ayudante, un wayuu también joven de pelo liso.

—¿Por dónde nos vamos?

—Dicen que por la Sierra.

En sus viajes semanales desde Maracaibo, en el occidente de Venezuela, hacia la frontera colombiana, Chano ha transitado rutas secundarias y trochas polvorientas, pero desconoce esta. Jamás ha cruzado la Sierra de Perijá, una zona boscosa que comunica ambos países.

—¿Muy empinao por ahí?

—Algo —dijo el guajiro—. Hay una subida pará, pero es una sola. Si pasamos esa, tamos listos.

—¿Y este carro sube?

—Sube, pero hay que sabelo llevá. Por ahí se vino Ramiro hace poco.

—¿Se vino con to y carro?

—Él se tiró. Se alcanzó a tirar, pero el carro sí se perdió con la carga.

Chano movió la cabeza, como negándose a ese destino. Miró el camión unos segundos, en silencio, antes de dar la orden:

—Revísale bien los frenos, que si fallan otra vez, nos jodimos.

El camión de Chano es un viejo Dodge modelo 79; tiene la carrocería picada y le chillan los amortiguadores, pero el motor funciona al pelo. Chano confía y siempre lo carga con 28 tanques llenos de combustible: unas seis toneladas. Aquella noche los caleteros amarraron toda la carga y Chano llevó el carro a un terreno baldío frente a la caleta. Las luces de las casas iluminaban la vía, y el trajín de los contrabandistas agitaba el barrio cerca de la medianoche. Solo esperábamos la orden de salida.

Hacia el noroccidente de Maracaibo, en las parroquias más grandes y más pobres, hay centenares de casas donde almacenan y distribuyen el combustible. Constantemente reciben a los surtidores ilegales, tipos que compran gasolina y diésel en las estaciones de servicio y le pagan al despachador el doble de lo que compran, para luego vender la carga en las caletas. Desde esos barrios, donde la policía patrulla poco o nada, es muy fácil acceder a las vías que conducen hacia Colombia.

A medianoche pasó un flaco y convocó a una reunión donde la patrona. Era una india de manta rosada, que llevaba dos Blackberry en la mano, un collar y varios anillos de oro. A su alrededor giraban otras mujeres, también encargadas del negocio. Los conductores, obedientes, formaron un corro esperando instrucciones. La jefa habló:

—Los que van sin lona se tiran por la Sierra. Los otros, por el tubo.

Chano respiró aliviado mientras cada cual buscaba su carro. Desde varias callejuelas salieron camiones cargados que rugían con la aceleración. Uno a uno se fueron formando, hasta crear una fila de 20 que avanzó por una vía destapada. En 15 minutos alcanzamos un punto de acceso a una carretera. Y allí, junto a la vía, nos esperaban un soldado de la Guardia Nacional y un policía, que controlaban el acceso como fiscales de tránsito. Por la carretera pasaba a altísima velocidad una caravana con camiones que pude contar: eran más de 80. Esperamos unos minutos mientras el largo tren del contrabando fluía. Entonces nos sumamos.

La gasolina en Venezuela se vende un 312 % por debajo de su costo de producción. Muchos expertos petroleros están en contra del costoso subsidio, y uno de ellos, José Toro Hardy, exmiembro del directorio de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), calcula que el Estado dedica 12.000 millones de dólares anuales a proveer el combustible más barato del mundo. El litro de gasolina venezolana cuesta 0,03 dólares, mientras Colombia la vende en más de un dólar. En ese margen está la ganancia fabulosa que sostiene el contrabando.

La sangría ilegal exporta unos 30.000 barriles diarios (a 159 litros por barril), según datos oficiales. Pero todos los expertos aseguran que la cifra es mayor. El costo de esta fuga para el Estado venezolano ronda los 500 millones de dólares cada año.

Hoy el país con las mayores reservas de crudo importa gasolina en grandes cantidades: según la Administración de Información de Energía de los Estados Unidos, ese país vendió a Venezuela durante 2013 un promedio de 3,3 millones de litros de gasolina cada día, y a esto se suma otro poco que se compra a México y Brasil. Pdvsa compra el barril en unos 115 dólares; después, lo subsidia y prácticamente lo regala a sus consumidores, pues solo recupera un 2 % del dinero invertido. El volumen importado, que cubre un 6 % del consumo diario en el mercado venezolano, podría representar solo la mitad de lo que se va con el contrabando hacia Colombia.

En la punta de la caravana viaja siempre la mosca: un automóvil donde van las indias encargadas de negociar con la ley. Cuando llegamos a Cuatro Bocas, una alcabala de la Guardia Nacional, tres soldados se dedicaron a pasar revista cabina por cabina. Al llegar a la nuestra, Chano dijo un nombre:

—Estrella.

Y eso fue todo. Los choferes pronunciaban el nombre de alguna mujer, la delegada que transa con los oficiales. Todas son wayuu, la etnia que ha poblado La Guajira durante siglos y que todavía hoy controla los negocios en toda la zona binacional. Estrella, Mariela, la China… Los soldados anotaban en pequeñas libretas para llevar el control de lo que dejaban pasar. Así, más tarde, se sentarían con ellas a concretar la transacción: tantos camiones, tanto dinero que cada una de ellas pagaría y, a su vez, más tarde cobrarían a los contrabandistas.

Durante la mayor parte del recorrido íbamos en silencio. Chano y el guajiro, ambos veinteañeros bien vestidos, iban pendientes de lo que ocurría fuera de la cabina. Chano daba instrucciones para que el guajiro acomodara el espejo derecho; pedía agua o cualquier otra cosa. De resto, callaba. Cerca de las dos de la mañana abrió la boca de nuevo:

—¿Dónde está mi yerro?

Chano hablaba de su pistola, que no aparecía. Nos levantamos y buscamos, hasta que el ayudante la encontró metida en una ranura del cojín. Chano la guardó bajo su silla y siguió manejando en silencio.

Pasamos por la zona de Carrasquero y Molinete; allí buena parte de la población vive del negocio: hay choferes, ayudantes, mecánicos, caleteros, vigilantes, guardaespaldas.

Minutos más tarde llegamos al Tubo, una alcabala importante a mitad de camino, junto al río Limón. Allí confluyen varias rutas de contrabando. Al río llegan otros contrabandistas en lanchas, que arrastran el combustible en tanques sobre el agua. En la orilla hay camiones que reciben la carga y la llevan a la frontera. Otros, a veces, van por la Troncal del Caribe, la carretera que une a Maracaibo con el puesto fronterizo de Paraguachón.

En el Tubo estuvimos una hora detenidos, más de 100 camiones apretujados en un costado de la vía. Muchos apagaron los motores mientras los guardias ejecutaban su logística: peinaron el rebaño verificando a quién pertenecía cada carro; pasaron por los corredores que formaban las hileras de camiones; anotaron los datos y se fueron.

Muchos hombres bajaron de los camiones para orinar, revisar el motor o asegurar algún tanque flojo. Chano habló un rato con un colega que se paró al lado. Cruzaron anécdotas de sus viajes y hablaron de dinero, hasta que por fin el militar a cargo, algún coronel, dio la orden de paso. La caravana pasó frente a los militares y las guajiras que ya habían negociado el soborno. Desde una fotografía inmensa, Hugo Chávez, todavía presidente, miraba al horizonte junto a un discurso que hablaba de probidad y honor.

Cada tanto, cuando el contrabando se atasca, estalla en la Troncal del Caribe un conflicto que incomunica a los dos países. En 2011, la Guardia Nacional allanó varias caletas en Sinamaica, un pueblo guajiro, y quemó lo que encontró. En represalia, los contrabandistas y muchos vecinos suspendieron el tránsito durante cuatro días. El transporte comercial se detuvo, solo dejaban pasar ambulancias y cisternas de agua.

Para frenar el contrabando ha habido muchos intentos, pero todos han fracasado. Hace tres años, Pdvsa implementó el Programa Automatizado de Venta de Combustible, que la gente llama “el chip”: un dispositivo electrónico que sirve para controlar las veces que cada vehículo tanquea. Con este plan hay un límite de litros que puedes comprar cada semana. El sistema se implementó en los estados fronterizos, pero no ha logrado detener la sangría.

—¿Aló? ¿Dónde están ustedes? Nosotros… Por aquí… Donde se para la guerrilla.

Chano, que hablaba con un compañero, cortó la llamada y siguió manejando tranquilo. A los pocos minutos llegamos a un retén, aún del lado venezolano, justo cuando la mosca parqueaba junto a la vía. Las indias se estaban bajando para arreglar el negocio, y sobre la carretera nos esperaba media docena de guerrilleros armados. Todavía estaba lejos la frontera, pero las Farc, en una diligencia que parecía rutina, recibían su mordida a escasos kilómetros de dos puestos militares. Iban camuflados, con fusiles al hombro y barbas de varios días. Había dos mujeres, y todos llevaban brazaletes con su insignia. Los guerrilleros usaban el mismo sistema de chequeo rápido: los choferes no se detenían, apenas bajaban la marcha para decir el nombre de la guajira y seguir. En total, cada camión pagó esa noche 6000 bolívares en sobornos (cuatrocientos dólares en ese momento).

Llegamos a Montelara a las cuatro de la mañana, después de recorrer unos 150 kilómetros. El caserío, con un centenar de predios, tiene una mitad en cada país y un arroyo seco que marca la división. Por todas partes hay parcelas de tierra demarcadas con alambre de púas, y centenares de tanques plásticos y de metal en los que se mueve el combustible.

El camión avanzaba entre crujidos y traqueteos por las callejuelas polvorientas todavía en penumbras. Los choferes se repartieron entre los distintos patios, listos para vender la carga a sus compradores de confianza. En uno de ellos, donde cinco camiones ya descargaban, estacionamos de retroceso. Chano negoció el precio de venta y hubo acuerdo: la ganancia esa noche fue de 1000 bolívares por cada tanque (70 dólares). Él sacaría su tajada como conductor, y la mayor parte iría a las manos del capitalista que financió la carga.

Seguían llegando camiones entre pitos y cambios de luces. Había choferes que gritaban con sus celulares; negociaban precios y cantidades antes de tomar una decisión. Pronto llegarían también los colombianos dispuestos a comprar, con pacas de billetes tan grandes como una caja de zapatos.

Otro intento por detener el contrabando fue el de las cooperativas indígenas. En 2005, Álvaro Uribe y Hugo Chávez suscribieron un acuerdo que permite a 14 cooperativas importar combustible venezolano de forma legal, y venderlo en las 140 estaciones de servicio de La Guajira en un precio inferior al estándar internacional. Las cooperativas mueven 12 millones de litros mensuales: apenas una parte de los 50 o 70 millones que mueven los contrabandistas.

A las tres de la mañana salimos de La Paz, Cesar, a buscar el combustible. Íbamos cargados de tanques vacíos, y el viejo Ford volaba rumbo a la frontera con Venezuela. Recorrimos 200 kilómetros en tres horas, cruzándonos con caravanas de contrabandistas que hacían su viaje de regreso.

—Toda esa gente viene full de gasolina —dijo el Flaco sin dejar de mirar la ruta. A mi derecha, con la cara cubierta por una camisa, su ayudante dormía.

Ya se asomaba el sol cuando llegamos a Carraipía, un pueblo arenoso ubicado muy cerca de la frontera. Allí mismo, al día siguiente, los noticieros reportarían la muerte de tres policías en una emboscada guerrillera. Aquella mañana estacionamos en una calle de tierra. El ayudante, un muchacho compacto, moreno, siempre callado y severo, sacó la guantera de raíz y cogió una bolsa de papel donde venía envuelto el dinero: cuatro millones y medio de pesos. El Flaco cerró las puertas y guardó la plata en una mochila. Teníamos que ir a Maicao para cambiar de moneda:

—Hay que comprá bolívares. Los venezolanos no reciben otra cosa.

El Flaco hizo una llamada y a los pocos minutos llegó un automóvil a buscarnos. Es un servicio que los contrabandistas usan por seguridad: si entraran a Maicao con un camión cargado de tanques plásticos, todos sabrían que llevan efectivo para comprar gasolina. Sería un robo seguro.

A las siete llegamos a la plaza del pueblo, donde se reúnen cada mañana decenas de cambiadores en oficinas y puestos callejeros. El Flaco tocó una puerta de vidrio oscuro y entramos a un cubículo estrecho: un tipo rechoncho de bigotes contaba dinero en una máquina.

—¿Cuánto traes?

—Cuatro y medio.

—La vaina está buena, te estás llenando.

—Qué va.

Hicieron la operación en silencio y a los pocos minutos salimos con una paca de bolívares tan grande como una caja de zapatos.

Desde La Guajira colombiana salen centenares de contrabandistas rumbo al Cesar. Viajan en caravanas de Renault 18, viejos bólidos que se compran por 2,5 millones de pesos: máquinas bien aceitadas bajo carcasas lastimosas que viajan a velocidades altísimas conducidas por pelaos; conductores suicidas que viajan con el pecho pegado al volante y 50 pimpinas de gasolina acomodadas con gran habilidad. Con frecuencia chocan, se matan, y sobre el asfalto quedan las huellas de sus conflagraciones frecuentes.

Al Cesar llegan también camionetas Bronco, de mayor capacidad, igualmente repletas con 100 pimpinas de 25 litros cada una. Llegan además carrotanques en manadas, todos listos para surtir un mercado que es capaz de vender, cada semana, seis millones de litros de combustible. Es decir, 550 millones de pesos cada siete días.

El ayudante escondió los bolívares en el fondo de la guantera y salimos. Avanzamos unos pocos minutos hasta llegar a una finca ubicada a orillas de la carretera. Un niño wayuu vigilaba un portón que debíamos cruzar. El Flaco le dio un billete y el chico abrió. Allí empezaron dos horas y media de una marcha lenta, por un camino de tierra y piedras que impedía superar la primera velocidad. Vimos casas paupérrimas, criaderos de cerdos y chivos. Vimos un sembradío de maíz completamente abandonado.

Un kilómetro más adelante llegamos a un nuevo portón de madera, alto y pesado. A poca distancia se veía una casa amplia bien mantenida, con techo de teja y anchos corredores. Un hombre controlaba el acceso bajo la sombra de un árbol inmenso.

—Este es el retén más duro. De regreso, cuando vengamos cargaos, hay que pagá 30.000, pero el hombre mantiene la vía buena y nos deja trabajá. Hay otra ruta, cruzando otra finca, pero aquel tipo sí cayó en la mala con la guerrilla. Dicen que dejó de pagá la vacuna y un día le cerraron el paso. La guerrilla cogió tres camiones cargaos y los quemó. Ya nadie pasa por ahí.

Rayaba el mediodía cuando por fin llegamos a Montelara. De día se veía más claro el panorama: decenas de casas expuestas al sol del desierto; casas con techos de lata y cercas de alambre, ni un solo metro de pasto, pura tierra amarilla. Solo los wayuu, duros como el cuero seco de los chivos que pastorean, han sido capaces de sobrevivir en este infierno árido durante siglos.


Los patios donde compran, almacenan y venden la mercancía se siguen multiplicando a un ritmo veloz. Se ven varios en construcción, armazones de madera y zinc que darán cobijo a nuevos expendios en cuestión de días. A uno de esos patios, regentado por el Mocho, llegamos con el camión. El Mocho apenas pasa los 30 años, pero lleva muchos en el negocio. Le falta un brazo, pero se mueve con agilidad usando el que le queda. Lleva siempre un sombrero de paja muy ancho que lo protege durante la jornada. Y mueve bastante dinero, pero gasta demasiado.

—Este vergajo ha tenío tres Toyotas y toítas las esmigaja —lo acusó el Flaco.

El otro sonrió con algo de vergüenza. Después ambos vieron pasar un camión nuevo y el Mocho ofreció:

—Le vendo uno igualito.

—¿Venezolano o colombiano?

—Venezolano.

—¿Robao?

—Pues claro, barato.

—Nombe. ¿Qué voy a hacé yo con un carro robao que no se puede usá en Colombia? Mejor termino de arreglá este —dijo el Flaco y pateó las llantas de su Ford, que todavía está pagando en cuotas mensuales.

Bajo aquel sol nocivo pasamos dos horas, mientras el Flaco y su ayudante llenaban los 24 tanques plásticos arriba del camión. En tierra, con una bomba, dos tipos con botas de caucho impulsaban el combustible desde sus tanques metálicos. Sudados y sucios, el Flaco y su ayudante contrastaban con sus colegas venezolanos: aquellos, ubicados muy cerca de la llave por donde sale el combustible, “vigilados” por autoridades más corruptas, viven de un oficio más fácil y más rentable.

Cuando por fin llenaron, arreglaron el negocio frente al rancho de lata que hacía las veces de oficina. El Flaco y el Mocho gastaron varios minutos contando los fajos. Y desde el terreno vecino, encaramado en una estructura en construcción, bajo el sol que no daba tregua, un obrero requemado miraba los billetes con la envidia dibujada en el rostro.

Antes de dejar Montelara paramos a almorzar en un ventorrillo. En una mesa contigua, dos contrabandistas intercambiaban anécdotas de robos y emboscadas: por estas tierras es muy frecuente que los bandidos intenten robar la carga a tiros.

El Flaco terminó de comer y se recostó en la silla con las piernas estiradas. Se veía cansado, pero también satisfecho.

—Uh, carajo. Quién estuviera en una oficina con aire acondicionao… Nombe, qué va. Yo toy muy acostumbrao a esto. Me gano 500 en un día; un millón. ¿Y quién me va a da trabajo a mí?

De regreso, con el camión cargado, pagamos doce peajes improvisados: niños harapientos y mujeres sin oficio cerraban el camino con una cuerda. Esa pobre gente veía pasar el dinero frente a sus casas y no podían dejar de participar. El Flaco llevaba un rollito de billetes listos para ir pagando. Su ayudante se quejaba:

—Este negocio tiene muchos socios.

—Cómo se hace, primo. Esta tierra es de ellos y si no quieren, no nos dejan pasá.

De Venezuela sale combustible hacia tantos lugares. Hay mafias que lo llevan a Brasil después de cruzar la selva; hay barcos atuneros que no pescan atún: en sus tanques clandestinos llevan derivados del petróleo a Aruba y Curazao. Hay, también, un ejército incontable de contrabandistas que mueven gasolina y diésel hacia Colombia, a través de la extensa frontera entre los dos países. Cruzan por Los Llanos en la zona del Arauca; por Los Andes en la región del Táchira; y por el norte, en rutas que cubren las tierras inhóspitas de La Guajira. Pero no hay —no conozco— un pueblo que haya sido secuestrado por el negocio como ocurrió con La Paz.

Dos noches antes del viaje a la frontera hice allí un recorrido. Me llevó Pacho, el rubio taimado, una suerte de contrabandista de bajo perfil. Su carro casi nuevo había sido adaptado para pasar desapercibido: limpio y bien mantenido, escondía bajo los asientos un tanque de 200 litros.

Aquella noche el pueblo hervía de actividad. Desde la entrada, a orillas de la carretera, vimos ventorrillos donde se despachaba gasolina a toda hora.

—Mira, ahí la venden y ahí mismo duermen —dijo Pacho.

En un tramo de 200 metros había decenas de casuchas construidas con láminas de metal y palos de madera. Adentro había cambuches y cocinas improvisadas, donde dormía el encargado del puesto. Y al lado, apoyada sobre el piso de tierra, la respectiva máquina dispensadora, los tanques para almacenar y, afuera, baldes, filtros y mangueras. Cada diez metros había un tarantín instalado, y todos competían desesperados por vender.

A menudo, la geografía bendice y condena. La Paz tiene 22.000 habitantes, y su ubicación ha sido fundamental en el negocio: el corredor por donde viaja el combustible desemboca aquí.

Los contrabandistas empezaron a viajar por esta zona desde los años cincuenta, cuando traían bultos de cigarrillos, luego marihuana y más tarde electrodomésticos. Desde entonces se trazaron los primeros caminos rurales, se empezó a sobornar a las autoridades y se acumularon las fortunas más antiguas. Así se perfeccionó el método que hoy sirve al negocio del combustible.

Los periódicos del Cesar publican con frecuencia alguna noticia relacionada con el contrabando: decomisos, capturas, heridos y muertos. Por esos días, en varios diarios, circulaba un informe elaborado por la Universidad Popular del Cesar y Ecopetrol. El informe contenía un censo con numerosos datos, entre ellos un conteo de las casas donde se almacena y se distribuye a otros lugares (320), y los puntos de venta directa (509). En aquel mapa, el pueblo parecía atacado por un sarampión virulento.

—¡Ojo, ojo!

Nos incorporábamos a la carretera en Carraipía cuando nos dieron la voz de alto. Ocho camiones cargados estaban escondidos en un potrero junto a la vía. Y una veintena de contrabandistas esperaban que se despejara.

—Hay ley, primo.

Estacionamos el Ford bajo un árbol y nos reunimos con los demás, sentados en la orilla de la carretera. Casi todos eran veinteañeros, excepto uno: un tipo que rozaba los 40 y era el más entusiasta. El tipo decía que estábamos perdiendo el tiempo, que debíamos avanzar y buscar la manera de atravesar el cordón policial.

—Somos bien cobardes nosotros. Ahí no puede habé más policías que contrabandistas. ¡Vamos, ellos se quitan porque se quitan! —insistía, pero los muchachos lo miraban entre incrédulos y divertidos.

En el cinto del pantalón, bajo la camisa, llevaba una pistola. Los muchachos reían mientras lo escuchaban, y el cuarentón caminaba en círculos agobiado por la ansiedad. Algunos hicieron llamadas tratando de recibir información. Y la consiguieron.

—¡Hay vía, hay vía!

Abordamos en tropel y retomamos el viaje. La caravana avanzó rápidamente, sin retenes ni policías a la vista. Solo encontramos una alcabala del ejército, pero el contrabando no figura entre sus competencias. El contrabando es asunto de la policía. Aquella tarde los soldados se hicieron a un lado y nos dejaron seguir. Después de muchas horas por caminos tortuosos, horas de polvo y piedras, era un alivio avanzar sobre asfalto uniforme. Cada minuto rendía muchos metros y daban ganas de seguir hasta La Paz, donde el Flaco vendería feliz sus 5000 litros de combustible.

Pero la fantasía duró poco. Más adelante llegamos a un punto donde debíamos decidir:

—Si nos tiramos derecho a lo mejor hay un retén, y toca pagá como 800. Si cogemos por Los Remedios vamos seguros.

Los Remedios era una nueva trocha, una de tantos caminos de herradura que cruzan La Guajira colombiana; pasadizos rurales que forman una red inabarcable, tan grande que los policías no pueden cubrirla.

Rápidamente el sendero empezó a reducirse, hasta convertirse en un pasadizo lleno de maleza y grandes árboles, donde el Ford traqueteaba rozado por la vegetación. Cruzamos bosques y ríos, y en un momento dado empezamos a ascender.

—Aquí más adelante tenemos que repartí la carga.

—¿Cómo así?

—Vamos muy pesaos. Ahí se para siempre un camión que uno le paga y ayuda a subí una loma que viene más alante. Si subimos así como vamos, es peligroso.

Pero llegamos al punto y no había nada. Solo un anciano y otro tipo que fumaban callados en medio de la oscuridad.

—Oiga, primo, ¿y el carro que sube carga?

—Ese no vino hoy. Ta por allá abajo haciendo un mandao.

—Ah, carajo.

—¿Cuánto lleva? ¿Muy pesao?

—24.

—Ah, así no sube. Mejor deje la mitá aquí. Sube, deja la otra parte allá arriba y viene a buscá esta. Así va seguro. Cargao es mucho riesgo.

El Flaco se lo pensó unos segundos y decidió:

—Yo subo solo, por si acaso. Ustedes se van a pie.

Y arrancó dejando una espesa nube de polvo. El ayudante echó a correr cuesta arriba, y en pocos minutos me quedé solo. Grité y silbé varias veces, pero nadie respondió. Arriba, por el camino serpenteante, solo se veían las luces del camión que se alejaba en la oscuridad de la montaña. El ruido del motor se desvaneció cuando cruzó la última curva, y el silencio, apenas roto por la brisa, se adueñó de todo.

Costaba distinguir el camino en aquella noche sin luna. A un lado estaba el cerro; al otro, el abismo. Por seguridad me mantuve del lado derecho, tropezando a cada rato con los desniveles del camino. Jadeaba y sudaba a chorros, aunque la noche era fresca. Lo que sentía era angustia y físico miedo. ¿Cuánto tardaría en llegar a la cima? ¿Estarían esperando? Cada tanto me detenía a descansar y miraba hacia arriba: un espectáculo abrumador de estrellas se amontonaba en el cielo; las copas de los árboles describían una danza majestuosa. Daban ganas de quedarse a esperar la luz del día, pero tenía que salir de allí. Así que caminé, y al cabo de una hora por fin llegué a lo alto del cerro. Con el viejo Ford estacionado, el Flaco y su ayudante esperaban impacientes.

—¡Vámonos, de una!

Dimos toda esa vuelta, de casi cinco horas, solo para evitar un retén policial que ni siquiera era seguro. Pero ante el riesgo de perder la carga, cualquier travesía es preferible. La ruta nos devolvió a la carretera y paramos cerca de la medianoche a descansar en el patio de un taller, donde nos encontramos con otros compañeros de viaje. Allí, parapetados en la cabina del Ford, incómodos y extenuados, dormimos por primera vez en 20 horas de viaje.

Pacho y su cuñado Ramón comparten un patio en San Diego, un pueblo ubicado a solo cinco kilómetros de La Paz. Allí la historia es otra: aunque está muy cerca del emporio gasolinero, San Diego no se ha contagiado por el gusanillo de la fortuna súbita. Hay algo en el espíritu de sus habitantes —alergia al riesgo, aprecio genuino por el sosiego— que los vuelve reacios al azar. Pacho y Ramón son los únicos que venden combustible. Sus casas dan a un patio común, y allí, detrás de un portón alto y sólido, se ve el desorden del negocio: un tanque de 1000 litros, decenas de pimpinas, mangueras, una bomba, dos carros con tanques secretos y una camioneta.

Aquella mañana, antes de salir de La Paz, estaban afanados: Ramón preparaba un embarque de diésel que llevaría a Cuatro Vientos, un caserío ubicado a tres horas hacia el sur, viajando por una trocha casi intransitable (allí se venden entre 30 y 40 carrotanques semanales de combustible para tráfico pesado). Cuanto más se aleja el combustible de la frontera, más caro y rentable se vuelve.

Mientras Ramón llenaba el tanque de su sedán, Pacho descargaba el suyo con método, muy limpio, casi siempre en silencio. Había inclinado el carro para facilitar la tarea, y llenó varias pimpinas de gasolina ayudándose con la gravedad y chupando a cada rato la punta de una manguera. Pacho ha trabajado siempre en el negocio del transporte público:

—Pero eso ya no da, primo. Los piratas perratearon el negocio y ya uno estaba trabajando por 10.000 pesos diarios. ¿Quién vive con eso? La idea mía es ahorrá y comprá un taxi, y salime de esto, primo. Esto es muy peligroso, vive uno con la muerte en la espalda: 200 litros de gasolina en un carro. Una bomba.

Pero salirse no es fácil. El problema de Pacho y Rafa es el mismo de tantos otros: ni siquiera terminaron el bachillerato. Esta zona, ahora dominada por las multinacionales del carbón, solo ofrece oportunidades a unos pocos, y hay que estar preparado. El contrabando es la tabla que ha salvado a muchos del naufragio. La Paz es solo un caso, el prototipo que refleja la situación de muchos pueblos del Caribe colombiano: allí hay un 80 % de desempleo, y tres cuartos de la población vive de la gasolina. El 58 % de los hombres que se dedican al contrabando no tienen formación para aspirar a un trabajo bien remunerado.

Pacho suspende un momento la carga de su carro para vender un poco de gasolina a un cliente que acaba de llegar. Pacho recibe el billete y llena el carro con una pimpina. En la última maniobra derrama un poco de líquido y reacciona doblando la manguera. Parece que en ese momento, cuando mira la mancha de gasolina en el suelo, surge la reflexión:

—Este negocio no se acaba nunca, primo. En Venezuela esto es agua, y acá es oro.

A las dos de la mañana nos despertó el ruido de una caravana. Más de 20 camiones pasaban cargados por la carretera, uno tras otro, como un tren decidido y sin obstáculos. El Flaco prendió el Ford y nos fuimos.

Tuvimos que volar para alcanzar al último de la caravana, pero era un viaje que debíamos aprovechar: cuando los contrabandistas se juntan, es más difícil detenerlos, y también es más fácil negociar. En la caravana iban dos carrotanques y varios camiones que le pertenecían a un “duro”: algún capitalista con músculo para sobornar a la autoridad donde fuera necesario. Los demás íbamos colados. Así pasamos por varios pueblos, mientras la mosca, una Toyota blanca, iba en la punta arreglando con la policía. Cada vez que llegábamos a un retén, la mosca se estacionaba junto a la patrulla de turno. El patrón pagaba por sus carros, pero también pagaba por nosotros y por cualquiera que se hubiera adherido. Más adelante el Flaco tendría que responder.

Faltaban unos pocos kilómetros para llegar a La Paz. Pero algo salió mal: la noche anterior habían instalado un puesto móvil de la policía antes de entrar al pueblo. Así pretendían detener la entrada de gasolina que venía bajando desde La Guajira. La mosca desvió y nos metimos a un pueblo llamado La Jagua del Pilar.

Amanecía y muchos vecinos barrían o regaban sus jardines. Miraban la caravana con asombro; jamás habían visto pasar por allí un grupo de contrabandistas. Pero colaboraban: en varias esquinas los viejos del pueblo nos guiaban con señas. Pronto salimos y empezamos a ascender una nueva serranía. La caravana parecía una serpiente ruidosa que reptaba por el costado de la colina. Subíamos y el clima se enfriaba, hasta que nos encontramos en lo alto con un clima templado. Desde allí veíamos toda la llanura del Cesar, la región que íbamos a suplir de combustible en pocas horas.

Cada tanto nos deteníamos a esperar información. Eran recesos breves, no más de cinco minutos, mientras el patrón recibía datos de sus informantes ubicados en la vía. Así nos asegurábamos de encontrar el camino libre. Después bajamos, atravesando dos pueblos de montaña detenidos en el tiempo: casas de barro y caña brava, gente con la inocencia en la mirada. Y por fin, con la cabina cubierta de tierra, después de respirar mucho polvo, llegamos a La Paz, de donde habíamos salido 30 horas antes. La mosca se detuvo y el patrón se acercó.

—Me debéi 200; te pagué tres retenes. En Urumita se querían poné brutos: les iban a echá plomo a ustedes.

—Qué va, eso es puro terrorismo que meten pa que uno pague.

El Flaco restó importancia a la amenaza y convino que pagaría al llegar al parqueadero. Arrancamos y entramos al pueblo. Por todas partes había movimiento de camiones y carrotanques que llegaban a surtir. El Flaco vendería al día siguiente, después de descansar. Sus cuatro millones y medio se habían convertido en nueve. De allí sacarían los gastos del viaje, el pago del ayudante y la ganancia. Con el capital de siempre en dos días, saldría otra vez rumbo a Montelara.

Estacionamos, bajamos del Ford y caminamos rumbo a la calle. Por primera vez en un día y medio, pensé, nos libraríamos del constante olor a gasolina. Pero qué va: cuando avanzamos por el parqueadero, nuestros pies se hundían en el suelo húmedo. Allí, otra vez, la tierra se había vuelto oscura de tanto chupar combustible.

 

Revista Soho

SimonAlConsalvi980

Debí renunciar a subrayar sus declaraciones, agobiado por la abundancia de revelaciones, explicaciones y aciertos que enriquecen cada página de este libro que retrata en toda su grandeza a uno de nuestros más grandes polígrafos, diplomáticos, historiadores y políticos venezolanos. Un hombre propiamente renacentista por la amplitud de sus inquietudes y curiosidades, la vastedad de sus conocimientos y la experiencia principesca en el manejo de nuestra realidad política.
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La urgencia de los hechos ha venido a acentuar una muy mala costumbre nacional: no leer o leer mal y muy poco. Y no me refiero a la lectura de esos libros perfectamente prescindibles que colman de baratijas editoriales las vitrinas de las pocas librerías que nos van quedando. Con escasas excepciones, obedientes al concepto de las grandes tiendas por departamentos, sometidas también, por razones del mercado, a la oferta de superficies, al brillo de las apariencias, al nefasto precedente del best sellers: los más vendidos.

Es la irrupción de la masificación de la trituradora comercial, al margen de la cual se han escrito todas las grandes obras de la literatura universal. Así cumbres literarias como El Quijote hayan conocido paradójicamente y desde su primera publicación lo que para las dimensiones del mercado editorial de su tiempo pueda calificar de un resonante éxito de ventas. Al revisar estadísticamente las ventas alcanzadas por las obras primeras de genios como Jorge Luis Borges se comprueba un hecho palmario: la gran literatura ha sido creada al margen de cualquier pretensión crematística.

Pues la cultura, al margen de sus propias intenciones, ha sido, es y será necesariamente elitesca. Propia del ocio, ubicada desde la maravillosa metáfora de los galeotes a los que Odiseo hizo tapar con cera los oídos para que no enloquecieran con la belleza del canto de las sirenas; en la antípoda del no ocio, el negocio. Que ha terminado deglutiéndose también el ocio hasta convertirlo en una gigantesca industria, la Kulturindustrie contra la que pensaran y escribieran los grandes críticos de la cultura posindustrial, Theodor Adorno, Max Horckheimer, Jürgen Habermas, Herbert Marcuse.

Pero la industria cultural obedece al mismo propósito de masificación al que tiende el mercado. E inventa, llevada por la dinámica universalizadora del capital y la mercancía, al entretenimiento de masas: primero el cine, luego la televisión. Obras cumbres de la literatura universal, como las grandes novelas de Dostoievski, surgieron como folletines de consumo hebdomadario. A cuentagotas. Una sola transmisión de Los hermanos Karamazov por televisión puede reunir a millones y millones de televidentes. A los que, obviamente, se les priva de la belleza del lenguaje literario y la relación íntima del autor con su lector.

Así, el libro ha terminado convertido en el subproducto de la industria cultural, un fenómeno marginal, concentrado y centralizado para optimizar los rendimientos en pequeños grupos monopólicos. Tanto o más discriminatorios cuanto menos desarrollados culturalmente sean las sociedades en los que los libros que tuvieron la suerte o el poder de atravesar las barreras estrictamente comerciales de los jurados seleccionadores llegan a un consumidor cada vez más desvaído en sus hábitos lectores. Una tragedia.

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Queda reservado al libro, así sea en el minúsculo círculo de ciudadanos cultos, informados o sedientos de conocimientos -esa extraña élite que por fortuna es impermeable a la vulgarización-, el privilegio insustituible de transmitir la reflexión sociológica, política o cultural sobre aquello que Ortega y Gasset llamaba «las circunstancias». Aun en aquellos países, como el nuestro, en que la política se muestra renuente a convertirse en objeto de investigación, y el libro sobre «las circunstancias», en objeto de culto. Alérgicos, como parecemos, de vernos en el espejo de la autocrítica y sacar las consecuencias del caso. Como en Francia, cuya potente industria editorial y un acendrado hábito de lectura convertido en vicio permite, e incluso impone, que tras sucesos políticos que sacudieran a la sociedad francesa se vean de inmediato convertidos en best sellers. No es la televisión francesa el foro de la máxima discusión, difusión y metabolización de la crítica a las circunstancias: es el libro. El fenómeno Chávez, de haberse dado en Francia -un imposible desde el fascismo hitleriano- hubiera dado origen a centenares de libros apasionantes. Pero Francia es una rara y exigua excepción en el mundo.

Para nuestra inmensa fortuna, el esfuerzo editorial de unos pocos iluminados y la perseverancia en el oficio del pensar de unos cuantos intelectuales ha hecho posible que se hayan escrito obras de investigación, análisis y testimonios verdaderamente imprescindibles. Son muchos más de los que creemos, pues la mayoría de ellos no ha logrado transgredir el cerco de la indiferencia y pasarán al olvido, a los desvanes o a las escasísimas librerías de viejos y usados que sobreviven en medio de la devastación provocada por el régimen. El menos interesado en que los ciudadanos lean y piensen.

Pero los hay. Algunos llegaron a romper la barrera de la apatía, como el excelente reportaje de estos tiempos de delirio y extravíos escrito por la periodista venezolana Mirtha Rivero, La rebelión de los náufragos, que vendiera decenas de miles de ejemplares. Cuando habitualmente libros de su tesitura, sin afanes sensacionalistas ni morbosos escarceos con sucesos criminales, no sobrepasan una primera edición de 1.000 o 2.000 ejemplares.  Por cierto, una extraordinaria recopilación de los tristes y lamentables sucesos que dieran al traste con nuestra democracia, empujándonos al abismo en que nos encontramos.

Pero hay otros tanto o más excepcionales que los de Mirtha Rivero, que han languidecido, se han agotado sin provocar reediciones posteriores o luchan denodadamente por llegarle al oído sensible que pueda captar en toda su amplitud la inmensa relevancia de sus revelaciones. Quisiera dedicarles particular atención a dos de ellos, que considero de una importancia trascendental para comprender la inmensa gravedad de esta crisis de excepción que padecemos, la monstruosa responsabilidad que nos cabe en su génesis, iluminando al mismo tiempos los tenebrosos años de tinieblas a los que taras congénitas y vicios y debilidades ancestrales han terminado por hundirnos: Carlos Andrés Pérez, memorias proscritas, de Ramón Hernández y Roberto Giusti (Los Libros de El Nacional, Fuera de Serie, Caracas, 2006), y Contra el olvido, conversaciones con Simón Alberto Consalvi, Ramón Hernández, Editorial Alfa, Colección Hogueras, Caracas, 2011 y 2012.

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Los he leído con verdadera pasión. El primero de ellos, para mi vergüenza, a siete años de haber sido publicado y gracias al azar: visitaba El Nacional y lo vi a un precio verdaderamente irrisorio en un pequeño kiosco que está ubicado en la recepción del periódico. No miento si digo que debe haber sido el último ejemplar que sobrevivía, pues nada más terminarlo salí a comprarlo por todas las librerías de Caracas, en todas las cuales estaba agotado. Me perdí así el placer de regalárselo a mis amigos, particularmente a los más jóvenes que se aventuran a lidiar en la arena política sin el más mínimo conocimiento no digamos de nuestro pasado republicano, lo que podría sonar exagerado, sino de su más inmediata realidad política, a cuyos coletazos se aferran difamándola, menospreciándola o desconociéndola. ¿Qué saben en verdad de los entretelones de las luchas, esfuerzos y sacrificios que costó imponer la democracia en nuestro país aquellos de nuestros jóvenes líderes que no pierden oportunidad de cebarse en la mal llamada «cuarta república»?

Roberto Giusti y Ramón Hernández lograron el prodigio, sin duda facilitados por las dolorosas circunstancias existenciales por las que atravesaba uno de los dos políticos más excepcionales del siglo XX venezolano -el otro, su jefe, compañero y maestro, Rómulo Betancourt-, de hacerle abrir el corazón a despiadadas, insólitas e incluso cruentas confesiones. Aquello más íntimo y personal de lo que un político mayor se cuida hasta los máximos extremos de revelar o dar a conocer. Un reservorio de creencias, pensamientos, prejuicios, propósitos e ideas que resguardan de manera tan prolija, que muchas veces me he preguntado si ellos mismos son conscientes del baúl en que los custodian. Pues un político mayor -y en Venezuela han sido tan escasos como los diamantes- tiene la más plena conciencia de que su lengua puede ser el espejo de su alma. Y a ella, el alma, más vale tenerla confinada tras siete sellos.

Es una inmensa desgracia que Los Libros de El Nacional no hayan procedido a una reedición. Es una obra fundamental para comprender esta historia de éxitos y fracasos, desembarcos y naufragios, partidos, hombres y circunstancias. Como sí lo ha hecho la Editorial Alfa, que procedió a lanzar una segunda edición de las extraordinarias conversaciones de Ramón Hernández con nuestro entrañable Simón Alberto Consalvi, con cuya inesperada muerte desapareció uno de los más ricos reservorios del pensamiento, la inteligencia, la política y la cultura de nuestro país. También en estas conversaciones logra Ramón Hernández que Consalvi revuelva con su acucioso y prodigioso conocimiento de protagonistas y sucesos el fondo oscuro de nuestra vida política y nos enseñe grandezas y miserias de nuestro devenir.

Debí renunciar a subrayar sus declaraciones, agobiado por la abundancia de revelaciones, explicaciones y aciertos que enriquecen cada página de este libro que retrata en toda su grandeza a uno de nuestros más grandes polígrafos, diplomáticos, historiadores y políticos venezolanos. Un hombre propiamente renacentista por la amplitud de sus inquietudes y curiosidades, la vastedad de sus conocimientos y la experiencia principesca en el manejo de la realidad política.

¡Qué gran presidente de la República hubiera podido ser Simón Alberto Consalvi, si la Venezuela de sus desvelos hubiera estado a su altura! Si quiere comprobar si exagero, léalo. Saldrá de su lectura enriquecido por un conocimiento esencial de nuestras desgracias.

El Nacional

EL LEON DE CARACAS

Así titula su artículo Elias Pino quien da una lección de historia al capitán Elíecer Otaiza ,presidente del Concejo Municipal Libertador:

La historia es una fuente en la que deberíamos beber todos para no cometer tonterías, si creemos que mirar los anales del pasado tiene efectos pedagógicos. La historia sirve o debería servir para combatir la amnesia individual y colectiva, aseguran los metodólogos, tal vez con más entusiasmo que fundamento; mas, hace que uno, cuando la maneja ante los interlocutores, se exhiba como poseedor de un tipo de conocimientos llamado cultura general. Para algo sirve, pues. No es una cháchara de viejas, pero también se puede convertir en cuchilla letal, aun cuando se dirija hacia objetos que parecen triviales. Vayan estas letras como acreditación del asunto que se tratará de seguidas, aparentemente superfluo pero más intrincado de lo que a primera vista parece.

El presidente del Concejo Municipal de Libertador, capitán Eliécer Otaiza, se ha apresurado a adelantar una ejecutoria que incumbe a todos los caraqueños, pero también a la parentela de un héroe a quien consideramos como Padre de la Patria y Libertador. En reciente entrevista, un periodista de El Universal preguntó sobre el cambio de los íconos de la institución que preside, y el capitán respondió así: “Sí. Quitar desde el punto de vista iconográfico el León de Caracas es una ordenanza que estamos a punto de sacar con una moción de emergencia. Vamos a crear una nueva iconografía, pues no somos España”.

No somos España, obviamente, hace tiempo que resolvimos ese problema que los historiadores llamamos pomposamente “pacto colonial”, pero antes de llevar a cabo su revolución iconográfica el proponente debe informarse sobre la bestia que quiere expulsar del escudo municipal. Antes de promover la “moción de emergencia”, quizá porque la medida no sea tan urgente como él sugiere, tal vez porque no creemos que se vaya a acabar el municipio si detiene un poco el acelerador, se debe enterar del origen de la fiera melenuda que tanto le incomoda. Ese atroz e imperial animal que produce la perturbación del capitán Otaiza, hasta el punto de llevarlo a descubrir situaciones parecidas a una calamidad, se registra en la memoria de la ciudad desde 1592 gracias a gestiones realizadas ante la Corte de Madrid por un caballero llamado Simón de Bolívar.

Ese Simón de Bolívar fue el quinto abuelo paterno del Libertador, y el primero de su estirpe que se radicó en América. Caracas fue más española que nunca debido a su trabajo de poblador-fundador. Gracias a su interés como regidor de primer voto en la cámara, el cabildo se ocupó de mejorar el cobro de los impuestos correspondientes a la Corona y de que el trazo de la población calcara el de las ciudades peninsulares. Además, se ocupó personalmente de adquirir licencia para que se estableciera una gran institución de enseñanza como las que la Iglesia tenía en Madrid, raíz del futuro Colegio Seminario de Santa Rosa de Lima. Los méritos hicieron que ocupara después las funciones de procurador general, cargo desde el cual obtuvo del rey y trajo en su equipaje el escudo de armas de la ciudad de Santiago de León que ahora quiere modificar el presidente del Concejo Municipal de Libertador porque “no somos España”. Al hijo de ese remoto don Simón, llamado Simón Bolívar “el Mozo”, se otorgaron más tarde honores especiales por ser descendiente del servidor público que había establecido elementos fundamentales de identidad para la ciudad.

Aparte de las consideraciones relacionadas con la historia, cae como avalancha sobre el tema una observación de naturaleza política. El gobierno se ha proclamado bolivariano desde cuando tomó el poder, y ahora uno de sus portavoces se muestra públicamente como antibolivariano. No ataca la figura ni las ideas del héroe a quien el régimen ha presentado como ejemplo e inspiración, pero se mete con la sagrada familia. Se sale del guión de manera estrepitosa cuando quiere enmendarle la plana al primer ascendiente del héroe que habitó entre nosotros. Así las cosas, no conviene preguntarse si Venezuela es de veras Venezuela a estas alturas del almanaque republicano, sino qué pensaría el Gigante de la “revolución bolivariana” ante una decisión que atenta contra los ancestros del Libertador de una comarca que ya no es España, pero que tiene un pasado digno de respeto.

El Nacional

Sendai Zea Ene 05, 2014 | Actualizado hace 10 años

dialgoo

El hecho de que la posibilidad de dialogar entre factores de la política haya provocado todo tipo de especulaciones, indica que se está ante un hecho significativo. Costumbre perdida o negada, la alternativa de su regreso desde una etapa que parece remota conduce a pensar en lo fundamental de sus contenidos, no vaya a ser que del monte apenas salga un ratoncito. Para evitar semejante parto se sugiere de seguidas un punto fundamental, cuya envergadura proviene de su evidente falta y de cómo cerró durante tres lustros el camino de los avenimientos que hoy se buscan.

Durante los últimos años, el presidente Chávez se empeño en apuntalar la hegemonía del sector público. Si ya era importante tal sector desde el lejano gomecismo, el líder de la «revolución» quiso que su influencia creciera hasta el punto de dominar todas las actividades de la sociedad. Hizo que el gobierno se inmiscuyera en todos los rincones de la colectividad. Quiso que nos habituáramos a la presencia de una autoridad superior e irrebatible que determinaba el rumbo de las actividades de los venezolanos, aun las de carácter privado. Nada nuevo, en principio, debido a que remite a una pugna contra la heterogeneidad de las forma de entender el país, contra las fracturas del caudillismo y contra la imposibilidad de dominar un vasto territorio y a sus habitantes, que llega a su apogeo después del golpe contra Cipriano Castro y busca predominancia durante la dictadura de Pérez Jiménez y en el primer mandato de Carlos Andrés Pérez. Pero, ¿por qué destaca el plan de Chávez frente los demás? En su proyecto de control, Chávez contrapuso el interés privado al interés público. La virtud de su hegemonía partía de la necesidad de extirpar la cizaña de la diversidad, mientras ocupaba los espacios antiguamente variopintos una masa uniformada según los dictados de los altos poderes del Estado, entendidos como única formula para la redención de una sociedad cuyas necesidades había tergiversado el monstruoso enano de los imperios menores, el egoísmo de los propietarios y de la gente común influida por ellos. Había una parte maligna de la república, que no dependía de la administración pública y conspiraba contra ella, frente a la cual se debía ganar una batalla histórica. La solución estaba en la fundación de una ineludible república de ciudadanos iguales, cuya estabilidad dependía de la desaparición de una maligna y vieja heterogeneidad que se había opuesto a las grandes realizaciones de la historia desde la época de la Independencia. ¿No fue esa maldita diversidad ­aseguraba Chávez-, no fueron los intereses subalternos de unos sujetos reaccionarios e infernales, los asesinos de Bolívar que se reproducen en el futuro, los responsables de las desgracias del genero humano que la «revolución» redimiría? Ninguno de los hegemones anteriores había planteado una contradicción tan radical.

El éxito del diálogo que se está anunciando depende de afirmar lo que el designio de Chávez negó en todo trance. El interés publico y el interés privado no son antagónicos, como machacó el líder de la «revolución», sino todo lo contrario: son complementarios, se necesitan a la recíproca, el uno vive del otro; de sus encuentros y sus desencuentros, de su equilibrio, nace la alternativa de una sociedad mejor, de una colectividad justa alrededor de la legalidad que se construye de común acuerdo cuando las enfrentadas valencias de una república hacen tratos y llegan a paces según la indicación de las circunstancias. Mucho escribieron autores célebres, como Maquiavelo y Tocqueville, sobre el estrechamiento del vinculo entre el interés publico y el interés privado como fundamento del republicanismo desde el tiempo de Aristóteles. Ahora solo se acude a su sabiduría para plantear lo que resulta ineludible a la hora de apostar por un diálogo fructífero.

El entendimiento entre lo público y lo privado, que no es otra cosa que la búsqueda de pactos entre la igualdad y la libertad, niega la pugna planteada por Chávez como remedio de los males de la sociedad. De esa negación depende el destino de las conversaciones que esperamos con ansia, si quieren llegar a resultados concretos. Falta saber si Maduro tiene un cascabel y se lo pone al comandante gato.

El Nacional

005 perez jimenez militares

Los venezolanos estamos familiarizados con la democracia. La vivimos de manera estable a partir de 1958, después de su pujante y frustrada aparición entre 1945 y 1948. La padecimos, también se puede afirmar, debido a que no todo fue miel sobre hojuelas a partir del derrocamiento de Pérez Jiménez. Supimos de sus excelencias y sus limitaciones, de lo que dio a la sociedad y de lo que no fue capaz de dar, partiendo de unas vivencias susceptibles de identificar lo que ha quedado de ella y lo que se convierte en su negación.

El proyecto dominante en nuestros días se anunció como el perfeccionamiento de la atención del bien común que se había llevado a cabo. El discurso repetido por Chávez cuando se presentó como candidato presidencial, pero también cuando llegó a la primera magistratura, insistió en unas búsquedas que no se alejaban del camino andado. Lo harían más llevadero y hospitalario, especialmente para los sectores más humildes, en la culminación de una etapa susceptible de identificarse con lo anterior porque se dedicaría a corregir errores partiendo de una reforma de la legalidad que respetaría los valores y los usos de la república vivida hasta entonces. Como todo se hizo en el seno del Congreso y mediante la convocatoria de la voluntad popular, según los usos del pasado reciente; como todo desembocó en la redacción de una carta magna cuyas disposiciones se parecían a las de la Constitución anterior, mejoradas pero jamás desconocidas ni negadas; como los nuevos actores se asemejaban a los de la víspera, en algunos casos cual gotas de agua, se pensó en un capítulo de la historia que encontraba fundamento en la experiencia democrática que permitió su advenimiento y le hizo el servicio de sus instituciones. No se habló al principio de proyecto socialista, sino solo cuando la tranquilidad de unas mudanzas apegadas a la formalidad de las rutinas permitió cambiar la guitarra por la bandola.

El triunfo democrático, convertido después en “socialismo del siglo XXI”, ¿se relaciona con la vida que se estableció desde 1958? Es una separación tajante, un divorcio sin posibilidad de conciliación, el anuncio de una edad dorada que nunca llega, pero que pretende llegar y permanecer mediante la destrucción de los espacios de convivencia gracias a los cuales existe hoy. No se habla ahora de la democracia como fenómeno abstracto y panorámico, sino como la pensamos e hicimos los venezolanos en medio de sacrificios y dificultades que nadie puede desconocer sin el riesgo de orientarse hacia rutas demasiado aventuradas, hacia el vacío que produce el desprecio de la vida de los antepasados. No fue obra perfecta porque desembocó en su antípoda de la actualidad, es decir, en un régimen valorado como catastrófico por la mitad de la ciudadanía. El chavismo se ufana de su batalla contra la democracia representativa, como si lo estuviera haciendo mejor y como si pudiera borrar de un plumazo la mayor obra de la sociedad en el período contemporáneo. No cesa en un empeño capaz de convertir a la sociedad en lo que no ha querido ser desde los inicios de la república.

Los lectores más viejos, pero también sus hijos y sus nietos, tienen posibilidades de hacer analogías a través de las cuales se calibre con justicia la obra de la democracia y el perjuicio que causan sus enemigos. No es cuestión de que un escribidor los guíe como a niños en el aula, aunque no resiste la tentación de sugerir asuntos de comparación como: el principio de alternabilidad en el ejercicio de cargos públicos, la influencia del personalismo, la presencia del militarismo, la división de los poderes del Estado, el respeto de la opinión del adversario, la libertad de prensa, la construcción de argumentos de naturaleza republicana, la deliberación en el seno de la representación popular, la consideración de los fueros regionales, la limpieza de los procesos electorales y la pulcritud en el manejo de los dineros públicos. Del más ligero cotejo seguramente llegarán a un dilema ineludible: no sé si esto es revolución, pero no es democracia.

El Nacional

El regreso de la esclavitud, por Elías Pino Iturrieta

@eliaspino

Para aparecer como campeón de la justicia social, Maduro no deja de hacer declaraciones mediante las que se presenta como adalid de la lucha contra la explotación de los desposeídos. Pareciera que vino al mundo únicamente para pelear por los pobres, si juzgamos por lo que dice en sus cadenas de radio y televisión. Viene a ser como la encarnación contemporánea del fantástico Robin Hood, si nos atenemos a las historias que cuenta de sus torneos de flecha y espada con el príncipe Juan burgués de nuestros días, a quien derrota desde la fortaleza de un micrófono conectado con los hijos de la patria.

No se quiere ahora negar la vocación machacada por el moreno Tamakún del siglo XXI, sino apenas detenerse en el enemigo más reciente que ha descubierto. Se trata de un adversario formidable cuya cabeza cortará como Amadís la del dragón, pero sobre cuya existencia se pueden presentar observaciones que no dejan bien parado al gladiador, ni a la causa que va a librar.

En efecto, hace poco Maduro denunció la existencia de “situaciones de esclavitud” en Venezuela. Estaba dando unos tijerazos con dedal como parte de su revolución de “precios justos”, cuando fue sorprendido, según aseguró en cadena nacional, por situaciones de dependencia debido a las cuales los seres humanos pierden sus derechos para convertirse en objetos manipulados por patrones inmisericordes.

Hombre de suerte, ha topado con una causa que hubiera deseado para su cruzada el Gigante que lo convirtió en discípulo de las escaramuzas contra el capitalismo salvaje, lo ha colocado la providencia en la cara de un propósito frente al cual se hizo el pendejo Ezequiel Zamora.

Pero apenas de suerte relativa, porque no solo debe ponerse a pelear con los negreros que ha descubierto a última hora, sino también a explicar cómo una revolución madura de quince años y antigua en materia de inspiraciones, ha permitido el regreso de la esclavitud al reino de la equidad bolivariana.

La esclavitud, según se entiende en la actualidad, es una operación masiva de compra-venta de personas a quienes se coacciona brutalmente debido a deudas u obligaciones que han contraído y no pueden satisfacer. Las acreencias impagables convierten a una considerable multitud de individuos, especialmente niños y mujeres, en objetos semejantes a una mercancía de la cual lucra un equipo de traficantes que despoja a sus deudores de la condición de hombres para someterlos a una explotación parecida a la que ocurría con las “piezas” traídas de África para trabajar en las plantaciones americanas entre los siglos XVI y XIX.

Este tipo de inhumanas operaciones requiere una organización meticulosa que facilita los movimientos de la trata, y habitualmente sucede en regiones fronterizas cuya extensión no permite un control eficaz de las autoridades. La trata depende de bandas temibles, tiene ramificaciones transnacionales, produce ganancias exorbitantes y multiplica la presencia de sujetos como los “coyotes”, unos desalmados a quienes se acusa de millares de muertes y tropelías a costa de la necesidad de unas criaturas acosadas por el hambre y por el desempleo.

Pues bien, Maduro asegura que existen situaciones semejantes en Venezuela. Las acaba de descubrir y va por ellas con todos los hierros, no faltaba más. Seguramente recibirá el respaldo de toda la sociedad, pero también una petición de explicaciones. En una revolución como la que se viene pregonando desde hace tres lustros no pueden suceder situaciones monstruosas como la descrita, a menos que la charlatanería haya predominado sobre las acciones contra la explotación de los ciudadanos más necesitados de ayuda oficial.

Cuando Maduro descubre la esclavitud mientras le sigue la pista a la aguja de otro pajar, exhibe la ineptitud y la irresponsabilidad de un proyecto político cuya razón de ser, según ha propalado ante quien lo quiera oír, ha sido la protección de los pobres.

Resulta que, de acuerdo con lo que ha atisbado entre zurcidos y tijeretazos, “hay situaciones de esclavitud en Venezuela”. Terrible confesión en la víspera de unas elecciones municipales, pero también materia capaz de indicarnos las falencias del socialismo del siglo XXI, si no estamos ante una pantomima de abolicionismo.

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

GeneralJuanVicenteGmezMaracay23-12-34

Dentro de quince días no más, inmediatamente después de las elecciones del 8 de diciembre, y en la provinciana dimensión  de los estados y alcaldías de tierra adentro, ¿ quién “mandará” más? ¿El gobernador, el alcalde o el comandante del CORE local?

La pregunta no va a dirigida a nadie en particular, y la razón de ello es que en Venezuela no va quedando ya a quien preguntarle por el futuro inmediato, como no sea a Noreida, la pitonisa  de La Pastora.

Hay, desde luego, quienes todavía recurren a los siempre campanudos peritos en “análisis de entorno”, los atildados encuestólogos de la comarca cuyo invariable abracadabra es una máxima  según la cual “lo importante no es la foto, sino la tendencia.” La verdad, antes de que que me corten con semejante cuchillo de cartón piedra, marca Powerpoint,    prefiero consultarle a la bella Noreida, aunque me mienta en sánscrito.

Digamos, pues, que la de quién mandará más después del 8 de diciembre es una pregunta retórica que hago pensando en los artículos que, denodadamente, escriben  generales en retiro y expertos civiles en materia militar como la imprescindible Rocío San Miguel.

En ellos se habla de un ser para mí ya mitológico, como Fafner, el guardían del tesoro de los nibelungos. O como el hipogrifo o el Hanumán, ese mono gramático de la India; como  el ave Roc, el dragón de la Cólquide, el mochuelo de Atenea o el unicornio : me refiero al llamado “militar institucionalista”.

¿Existe  realmente? ¿Ha existido alguna vez? ¿No será ya una especie irremisiblemente extinta, como el tigre de Tasmania, el darwiniano pájaro Dodo o la quagga, la singularísima cebra surafricana cuyo último ejemplar murió en 1844?

A lo que parece, se ha extinguido por completo el militar institucionalista del que machaconamente nos hablan los generales Fernando Ochoa Antich y Carlos Peñaloza, como si hablasen  del celacanto, del coquí dorado de Puerto Rico y el delfín de agua dulce  del Yangtzé: irreparables criaturas desaparecidas de la faz de la tierra.

2.-

El relato canónico sobre el militar insitucionalista venezolano recurre  con frecuencia a una alusión vaga que, para decirlo con el verso del gran Rubén Darío, “ es una sombra que no encuentra su estilo” y es ese también mitológico “descontento de los cuarteles”, el llamado “malestar de la oficialidad joven” y otras melodiosas martingalas  con que arrullan a los tontos en los mentideros de Los Palos Grandes o Las Mercedes.

En su versión más sonada y masiva, la fuente de la leyenda del descontento cuartelario es una señora que trabaja en los servicios de mecánica dental del Hospital Militar que tiene una sobrina casada con un maestre técnico de la Fuerza Aérea que, a su vez,  es muy amigo de un señor muy serio que trabaja en “alimentos y bebidas” del Círculo Militar y proviene de una familia de San Cristóbal que “son todos miltares” de toda la vida. Por eso está muy enterado.

Bueno, el señor muy serio es quien dijo, bajando la voz en un aparte durante un bautizo regado melancólicamente con whisky de 4 años ( ¡así estará la vaina de jodida! ¡Dígame eso:   bebiendo “Clan McGregor”, Dios nos agarre confesados!),  que los institucionales andanarrechísimos   y que en los baños de Fuerte Tiuna aparecen anónimos pasquines pegados con engrudo que dizque recogen un larvado descontento contra los interventores cubanos y desaprueban a los narcogenerales.

Hay variantes más sofisticadas, pero ¡ay!, teñidas de esa obsesión cartográfica del militarismo  latinoamericano, que afirman que en las remotas aguas de la fachada atlántica del territorio en  reclamación del Esequibo flota el casus belli  que podría desencadenar una reacción de los insitucionales que ponga fin al actual estado de cosas. Soñar no cuesta nada, digo yo; “¡muy difícil”, diría la Gaceta Hípica.

3.-

Lo único cierto,amigos, es lo que hemos visto desde hace ya largos  años: un creciente y sostenido predominio uniformado en el ámbito de lo civil, ya de suyo convenientemente desinstitucionalizado por el Nunca Bien Llorado, como para admitir que, entre retirados y activos, el gobierno de los estados y alcaldías, tanto como el alto funcionariado del Estado, esté integrado muy mayoritariamente por militares de alta graduación que no hablan ni actúan precisamente como juristas expertos en Derecho Constitucional.

Tengo para mí que la  sublimación del 4 de febrero  como fecha patria,    las golpizas que efectivos de la Guardia del Pueblo propinan impunemente a un reportero, los saqueos tutelados,  la injerencia militar en la fijación administrativa de precios y, por supuesto, la ensoñación de un militar institucionalista, forma todo parte de un mismo añejo fenómeno latinoamericano que comenzó  para nosotros en 1830.

Vivimos  desde hace tiempo un avatar más del militarismo de chafarotes que Manuel Caballero creyó superado en 1904. Tanto así, que el presidente, pese a las jinetas de su camisa roja que buscan semejarse a las de un uniforme, luce, pobrecito,  como un rehén de su gabinete verde olivo.

Para ilustración de algún que otro lector que se haya rascado la cabeza al leer el titulo de este artículo, finalizo  copiando las acepciones que de la palabra chafarote y unos de sus derivados, trae el Diccionario de Americanismos de  la Asoción de Academias de la Lengua Española.

Chafarote:Machete tosco; militar ignorante y grosero

Chafarotero: Que admira o simpatiza con los militares.

Afirmo que toda la cháchara sobre los institucionalistas es, en el fondo, chafarotera y que, por elemental principio civilista, a los demócratas venezolanos sólo nos queda el voto.

Si está usted de acuerdo conmigo, entonces haga el favor, vaya y vote el 8D.

 

Fuente: ibsenmartinez.com