Contravoz: El país que somos, por Gonzalo Himiob Santomé
Contravoz: El país que somos,  por Gonzalo Himiob Santomé

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Un hombre se levantó ya muy avanzada la noche. No tenía despertador, pero el estómago no perdona. Tenía tres días que no ha ingerido más que unos pocos bocados producto de la caridad de algún vecino e incluso así, la mayor parte del alimento que ha podido obtener ha tenido que dejársela a su esposa y a sus tres hijos, que ya empiezan a mostrar síntomas de desnutrición. Las bolsas CLAP que llegan al barrio son pocas (la última vez solo llegaron cuatro a su zona, en la que sobreviven más de sesenta familias) y para recibirlas, con su leche aguada y de mal sabor, y su pasta y harina dudosas y llenas de gorgojos, hay que tener el carnet de la patria. Además, últimamente les han obligado a “bajarse de la mula” con la gente del Consejo Comunal, y eso solo para anotarse en una lista de espera. Con el gobierno no cuenta, ya eso lo tiene claro.

 El más pequeño de sus muchachos se le desmayó varias veces en la escuela, de pura hambre, así que decidió no enviarlos más, al menos hasta que la situación no mejore. Sintiendo una vergüenza infinita, los acompaña todos los días hasta algún restaurante cercano con la instrucción de que le pidan comida a la gente que entra o sale del establecimiento. Al principio la gente se mostraba generosa, ahora ya no tanto. A los venezolanos nos han robado hasta la solidaridad. Él no puede hacer mucho más, la tiendita de zapatos en la que trabajaba cerró en diciembre, luego de que la Sundee les cayera para obligarles a vender toda la mercancía en existencia a menos de la mitad de su costo real. Los dueños entonces bajaron la santamaría y, amenazados de ir presos por “especuladores”, se fueron del país. No van a volver.

 Su señora seguía dormida, y no la iba a despertar. Mejor dejarla perdida en sus sueños que enfrentarla de nuevo a la tragedia por la que están pasando. Ya no es la mujer sonriente y buenamoza de la que se enamoró. Su delgadez forzada le ha robado las rotundas curvas que a él lo enloquecían, y su piel, antes suave y lustrosa, ahora es árida y reseca. Él ya no recuerda cuándo fue la última vez que la escuchó reír.

 Las madrugadas de los primeros días de enero siempre son frías, pero no tiene café. Como su casa está ubicada en un cerro de la periferia de la capital, al menos de noche tiene una bonita vista de las luces de la ciudad y de la autopista que pasa justo al pie de su barrio. Tomó su cobija, se envolvió en ella y se sentó en la vieja silla de mimbre que tiene en la entrada de su rancho. Está triste, no sabe cómo llevará el pan a su mesa al día siguiente. Apenas amanezca tratará de nuevo de encontrar trabajo. Está desesperado.

 Unos sonidos inusuales lo sacaron de sus pensamientos. Estaba acostumbrado a los cotidianos tiroteos nocturnos entre los “bienandros”, como los llamó Chávez, a las inclementes y abusivas redadas de las OLP, de las que gracias a Dios había salido ileso, y a las peleas de borrachos que a veces le sacaban de golpe de su cama, pero lo que estaba ocurriendo en la autopista era diferente. Un nutrido grupo de sus vecinos se mantenía agazapado a un lado de la vía, como a la espera de algo o de alguien. Conversaban sigilosos, en un tono sordo e inarticulado que, sin embargo, incluso a esa distancia era audible. Sintió curiosidad y bajó, no tenía nada más que hacer. Apenas llegó al sitio se enteró de qué pasaba: Un vecino que trabajaba en la Polar les había pasado el dato de que esa madrugada unos camiones llenos de harina de maíz iban a pasar por ahí.

 Él no estaba de acuerdo con los saqueos. Su origen humilde no le había privado de una sólida formación moral, de la mano de su madre y de sus abuelos, pues a su padre no lo había conocido, y tenía claro que arrebatarle a otros el producto de su esfuerzo, violentamente además, era un delito. Esa misma educación le había impedido meterse bachaquero, como le había propuesto su cuñado que traficaba con medicinas, porque trabajaba en una farmacia, pues le parecía aberrante eso de cobrarle a la gente hasta diez veces más de lo que costaba un medicamento, jugando con la necesidad y con la desesperación de nuestros semejantes. Eso no era lo que le habían enseñado en casa.

 De estas reflexiones lo sacó un silencio repentino. Uno de los vecinos que estaba cantando la zona había avisado que el primero de los camiones con la mercancía estaba por llegar. Un grupo agarró unos troncos y unos escombros y los atravesó en la autopista, otros se prepararon para hacer lo propio un poco más atrás, para evitar que el camión escapara una vez detenido. Los demás alistaron bolsas y morrales. Se iban a llevar todo lo que pudieran.

 Podía volver a su casa, pero algo, en lo más íntimo de su ser, se lo impidió. Podría ser simple curiosidad, o morbo, pues nunca había visto de cerca un saqueo, pero sus pies no se movieron. La verdad era que el hombre no lo sabía, pero la posibilidad de obtener comida, para él, para su esposa y sobre todo para sus hijos, se había adueñado a nivel inconsciente de él.

 El camión frenó de golpe, y casi de inmediato fue rodeado por más de cien personas. Al chofer se le dijo que se quedara quieto y él les dejó hacer. Nada podía evitar lo que estaba por suceder y ya sabía que en otros saqueos similares, cuando los choferes se habían opuesto, los habían golpeado. La gente se lanzó sobre la carga como un enjambre, rompiendo los candados que cerraban las puertas de la parte trasera del camión. Lo que hasta ese momento había sido una cadena de actos controlados se convirtió, apenas el primer vecino salió de la cava con una paca de harina a cuestas, en un frenesí desbordado. Hasta allí llegó la razón. Todos se empujaban, golpeaban y gritaban. Todos querían su parte. Unos para revender lo que pudieran saquear de más, otros para llevar comida sus casas, todos igualmente agresivos.

 El hombre no recuerda bien cómo fue, pero en un instante, sin pensarlo, poseído por un impulso repentino que jamás sabría describir, se lanzó él mismo sobre una paca de paquetes de harina que se le había caído a un vecino cuando intentaba bajarla del camión, golpeó incluso a dos personas que estaban cerca, no recordaba si habían sido hombres o mujeres, porque habían tratado de llevársela al igual que él. No era él mismo, y seguramente si hubiese podido verse desde afuera sí mismo se hubiese avergonzado, pero en ese momento nada le importaba. El hambre mandaba, su hambre, la de su esposa y la de sus hijos, y se hizo dueña de él. Del forcejeo y la premura solo recuerda gritos y además un par de fogonazos que él no lo supo, pero eran destellos de las cámaras de unos celulares que, desde unos vehículos que habían quedado atrapados también en la escaramuza, tomaban algunas fotos de lo que pasaba.

 Al día siguiente, cuando salió a buscar trabajo hacia el este de la ciudad, se sorprendió al ver su cara en un periódico que leía la señora dueña de otra zapatería en la que había pedido trabajo. Bajo el titular de “Saqueado en plena autopista durante la madrugada de ayer un camión de la Polar” una imagen un poco borrosa lo mostraba con una sonrisa enajenada, casi histérica, cargando sobre sus hombros la paca de harina pan que había luego subido a su rancho. Se asustó, pero no fue eso lo que más le perturbó, porque la señora no lo reconoció. La expresión de su rostro en la foto, mezcla de locura y de triunfal y sórdido arrebato, deformaba sus rasgos al punto de que hasta a él mismo le había costado reconocerse a la primera. Lo que más le dolió fue que la señora, que de alguna manera le recordaba a su madre, apenas lo vio llegar a la cita pautada dejó caer sobre su regazo el periódico y le dijo, señalándole la foto e indignada: “¡Estos tipos son unos tremendos delincuentes! ¡No sé a dónde vamos a parar!”.

 El comentario lo desbarató. Era una gran verdad, él se había convertido en delincuente. La memoria de sus abuelos y de su madre se hizo en él y se le aguaron los ojos. También era verdad que su conversión se nutría de causas profundas y escondía una situación mucho más compleja y difícil de la que esa señora, a la que ninguno de sus hijos se le había desmayado de hambre en su colegio, que no dependía de una mísera bolsa CLAP y que, al menos por ahora, no había tenido que cerrar su negocio, podría comprender, pero no pudo elaborar sobre eso.

 No tenía excusa, él lo tenía claro, y eso le hizo recibir el comentario en el centro del alma, como un reproche del que no podría ya escapar. Se preguntó cuál era la diferencia entre él y los que habían corrido a dejar vacíos los anaqueles de la zapatería en la que él trabajaba cuando les cayó la SUNDDE. Vio su cara en la foto por última vez y reconoció en ella la misma expresión enajenada de los que lo habían dejado sin trabajo y habían obligado a sus patrones, gente decente y trabajadora, a irse del país. Todo eso fue demasiado para él. No se entrevistó. Avergonzado, y quizás temiendo que en algún momento la señora lo reconociera y lo denunciara, se levantó sin más y se fue.

 La arepa sola con la que lo recibió su esposa en la casa cuando llegó le supo a culpa y a tristeza. Tenía harina para unos cuantos días, pero seguía sin trabajo y por las malas había entendido que su acto, que lo había rebajado a un nivel al que nunca pensó llegar, no era más que una gota de agua contra un incendio que ya corría incontrolable por todo el país.

 Lo que más rabia le dio fue que, mientras tragaba a disgusto el último bocado, su televisor encendido le mostró a Maduro en cadena nacional gritando, gordo (él sí), sudoroso y desaforado, que la crisis humanitaria en nuestro país era un “invento de la derecha”, que no era cierto que el pueblo estuviese pasando hambre o necesidades y luego balbuceaba algo sobre una supuesta “guerra económica” que más sonaba a delirio que a realidad.

Se levantó de golpe e indignado, mirando con ira la imagen. Lo iba a insultar, pero luego se dio cuenta de que no tenía sentido mentarle la madre a un televisor…

 @HimiobSantome