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#CrónicasDeMilitares | Del triunfo militar al vejamen nacional
Los interesados en topar con los orígenes de la antirrepública en Venezuela no irán descaminados cuando se detengan en los pormenores de la intolerable mandonería y vanidad de Guzmán Blanco

 

@eliaspino

En 1879, después de que sus aliados acaban con la reacción del alcantarismo, Guzmán regresa del exterior como un poseso a hacer lo que le parece con la política y con el manejo de los ejércitos. Sin consultar con los caudillos que han facilitado su retorno, disminuye los distritos militares para facilitar su inspección desde Caracas. Tras el mismo objetivo, reduce el número de los estados que formaban el mapa de la república. Pretende un dominio sin escollos mediante la reducción de los cuarteles y la limitación de las clientelas lugareñas. Nadie se opone a su voluntad, parece que domina sin trabas a caudillos y políticos. Las protestas de la prensa se cambian por un silencio reverencial, hasta el punto de que resuelva, como si cual cosa, volver a Europa después de pasar una breve temporada en el país.

Dice que viaja para traer de nuevo a su familia que está en París, pero en realidad desea que en Francia lo reciban como jefe de Estado, con las pompas del caso. También lleva en la cabeza una idea de progreso material que, aunque levemente, le estallará como una bomba en la cara. La ha concebido en la víspera, mientras el presidente Linares Alcántara preparaba su reacción, la ha trabajado con un hombre de su confianza, José María de Rojas, y siente que ha llegado la hora de concretarla.

Se trata de un insólito plan de negocios que ha concebido con un empresario llamado Eugenio Rodríguez Pereire para el fomento masivo de las riquezas de Venezuela. El empresario proviene de una familia sefardita de origen portugués que ha llevado a cabo grandes negocios con el apoyo del régimen de Napoleón III, y ahora pretende extender sus conexiones en áreas del trópico. Rojas suscribe un protocolo con el negociante, el 18 de agosto de 1879, para que comience la explotación de las riquezas naturales del país que esperan su impulso benefactor.

El protocolo suscrito con Rojas permite a Pereire la posesión de las tierras baldías que fueran necesarias para asentar masas de inmigrantes en Venezuela, que trasportaría y asentaría sin consulta del gobierno. Por si fuera poco, autorizaba la explotación de todos los yacimientos de carbón mineral, así como los depósitos de fosfatos y guanos y la tala de los bosques del Amazonas, el monopolio de vapores en los ríos más caudalosos y en los lagos de Maracaibo y Valencia; la colonización de las Dependencias Federales, concesiones agrícolas, industriales y mercantiles, el establecimiento de una casa de moneda, la fundación de bancos, la fabricación de dinamita y la construcción de un cable submarino.

Todo lo maneja en secreto Rojas con la anuencia de Guzmán, quien ha sido el entusiasta promotor del negocio, y en Venezuela solo se enteran cuando el documento se ha registrado en París. Pese a la influencia del autócrata, a sus temibles intemperancias y al poder que acaba de rescatar, la lectura del convenio genera un escándalo de grandes proporciones.

En el sumiso gabinete surgen reacciones de indignación que salen de su despacho a la calle. Antonio Leocadio Guzmán atribuye el abuso a Pedro José de Rojas, para salvar de responsabilidades a su hijo; y algunos periódicos llegar a sugerir que ha retornado el tiempo de los borbones que crearon el odioso monopolio de la Compañía Guipuzcoana. ¿Qué hace Guzmán ante las respuestas? Remite una insolente carta a su padre, para que la publique en la prensa. Veremos ahora lo fundamental de su respuesta, que se lee con estupefacción en los corrillos a partir de su circulación, el 29 de octubre:

Es mala fe atribuir el proyecto a Rojas; ¡infamia, cobardía! Lo atacan porque no tiene el Poder, como lo tengo yo. (…) No hay en Venezuela quien crea que en mis planes influye persona nacida. Todos saben que lo que concibo y hago es parto de mi cabeza y de mi voluntad sin siquiera discutirlo con nadie. Rojas ha firmado el contrato, y no hay en él ninguna cosa que no haya sido inspiración mía. (…) Si hay alguien que rechace estos mis grandes esfuerzos, tan acertados como patrióticos, eso, aunque tomara la forma de la opinión pública, lo despreciaría, como desprecio lo que quiera que estén pensando los indios de la Goajira o del Caroní.

Ese falaz alboroto con motivo de mi contrato con Pereire es, después de todo, una osada agresión contra mi autoridad moral, autoridad que me es indispensable para realizar lo que los pueblos esperan de mi Gobierno. Yo debo y quiero rechazar la intentona, mientras medito el escarmiento que merecen los hombres inmorales que me tratan así, al mismo tiempo que los estoy colmando de honores, y contribuyendo a que ganen grandes sueldos en tesorería. Por eso quiero que dejes publicar esta carta, quedando desde ahora notificados para que a mi llegada sepa cada uno a qué atenerse.

Miembros del gabinete, como los ministros Urbaneja y Aristeguieta, amenazan con renunciar a sus funciones. León Colina prepara una invasión armada desde las Antillas, que fracasa por falta de apoyos. Algún periódico aconsejado por la cautela se atreve con una crítica superficial, pero no se conocen entonces reacciones de mayor calado capaces de inquietar al individuo que ha despreciado a los miembros de la élite y vapuleado al pueblo hasta extremos de grosería. El Protocolo Rojas Pereire permanecerá en el limbo porque Guzmán, en algún momento de cordura, quizá sienta que exageró en sus planes, pero su sacrosanta persona continua en las alturas como si no hubiera quebrado un plato.

El 19 de enero de 1880, en su hacienda de Guayabita, recibe el apoyo de los delegados militares para el inicio de la reforma constitucional y para que se mantenga la reducción de los estados de la república, que antes eran veinte y ahora son siete por su infalible voluntad. Acababa de concluir la jornada del “Desagravio Nacional”, en cuyo acto estelar se restituyen las estatuas del Ilustre Americano que había derrumbado el pueblo de Caracas en un rapto pasajero de republicanismo.

La reacción frente al Protocolo Rojas Pereire, que apenas se aproxima a un exceso intolerable de mandonería y vanidad, que solo lo toca con el pétalo de las rosas, así como la continuidad de una escandalosa autocracia después de exhibir sin recato sus vicios más deleznables, remiten a un tiempo de oscuridad que parece cosa del pasado, pero que tal vez no se haya desvanecido cabalmente. De allí la importancia de reconstruirlo ahora. Los interesados en topar con los orígenes de la antirrepública en Venezuela, no irán descaminados cuando se detengan en los pormenores de esta infamante vicisitud.

#NotasSobreLaIzquierdaVenezolana | ¿Cuándo los venezolanos nos volvimos socialistas? (IX)
En el libro Experiencias de un candidato (1978), Héctor Mujica recuenta al país que vio. Un país que sigue siendo y explica mucho del tiempo actual

 

@YsaacLpez

«Cuanto más precisamente describas y comprendas el pasado, menos probable es que malinterpretes, vulgarices y tergiverses el presente. El narcisismo del presente es que quiere que el pasado se ajuste a sus demandas actuales. No puedes aprender las lecciones del pasado si lo reescribes a conveniencia.» Zadie Smith. (Entrevista con Andrés Seoane. El Cultural, 26 de enero 2021)

Históricamente el comunismo no tuvo gran acogida entre los venezolanos. El Partido Comunista fundado en el país en 1931 participó en sus dos primeras elecciones en 1947 y 1958.

Señala Ricardo Robledo Limón que en la primera su candidato Gustavo Machado obtuvo 40.000 votos, siendo derrotado por Rómulo Gallegos. Logró colocar a un senador y dos diputados en el Congreso. Para 1958, apoyando la candidatura no comunista de Wolfgan Larrazábal, llevó a la legislatura a 7 diputados y 2 senadores. El prestigio del exmilitar haría mayor peso que un trabajo destacado en las masas (Ricardo Robledo Limón. El movimiento estudiantil de Venezuela. De su integración a la vida política a la lucha armada, El Colegio de México, 1970).

En un destacado trabajo de investigación reciente, Gustavo Salcedo Ávila señala que el Partido Comunista emergió en 1958 como una de las organizaciones de su signo más fuertes de América Latina, con alrededor de diez a veinte mil afiliados. Sin embargo, su influencia era marginal y no tenía la presencia en los sectores populares de AD, URD o COPEI (Venezuela, campo de batalla de la Guerra Fría, Academia Nacional de la Historia-Fundación Bancaribe, 2017). 

Luego, en 1968 −después de la apuesta por la lucha armada− se daría la fachada de la Unión para Avanzar (UPA), sumando escasos votos a la propuesta del Movimiento Electoral del Pueblo y su candidato, Luis Beltrán Prieto, quien arribó cuarto en los escrutinios de aquel año. Parecería entonces una historia de minorías.

Parto de varias preguntas para entender. ¿Cuándo los venezolanos asumimos, con el mismo fervor de ser adecos y de ser copeyanos, el ser marxistas o socialistas para votar abrumadoramente por su propuesta el 6 de diciembre de 1998? ¿Cuándo se arraigaron en nosotros tales doctrinas como remedio a los males del país y mediante qué mecanismos? ¿La consecuente prédica de la izquierda nacional, el trabajo en las masas de los partidos de esa tendencia, las canciones de Alí Primera?

Para responder reviso dos libros: La izquierda venezolana y las elecciones del 73 (Un análisis político y polémico) (Caracas, Síntesis 2000, 1974), compilación de trabajos de Federico Álvarez, Manuel Caballero, Américo Martín, Demetrio Boersner, Domingo Alberto Rangel y Miguel Acosta Saignes. Un elenco destacado, diría don Elías Pino. Y El país, la izquierda y las elecciones de 1978 (Caracas, Miguel Ángel García e hijo, 1977), de Guillermo García Ponce; el “jefe de la Guerra», «Paladín de la lucha armada», «El comandante» (Agustín Blanco Muñoz, 1980, 311), quien con el tiempo trocaría en exitoso empresario de medios en la Revolución bolivariana.

Constato entonces que todas mis preguntas están erradas, pues parten de un mal supuesto: nunca hubo tal fervor por las propuestas de la izquierda vernácula en los sectores populares del país, en las masas nacionales. Nunca antes del 2002, cuando comenzó «el romance» del nuevo régimen con Cuba. Y desde 2006, cuando la dirigencia chavista se proclama ferviente creyente del socialismo del siglo XXI  .

La propuesta de 1998 de los exmilitares que habían encabezado el golpe de Estado de 1992 no era socialista.

Eso fue un revestimiento posterior. Y el país se enfundó de rojito y comenzó a tenerle cierto aprecio a los afiches del Che Guevara a partir de una hábil estrategia de engaño y autoengaño, de banalización de ideas y símbolos, desarrollada desde el nuevo poder instituido. Todo a través de la «hegemonía comunicacional». 

Así, ante la arrolladora presencia de los nuevos discursos, hasta los que fueron amamantados por sus madres con el himno de AD, o los que crecieron en una casa donde en la sala había una foto del joven Rafael Caldera, de pronto comenzaron a idolatrar a Fidel Castro, entonar las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, en fin, a proclamar el socialismo como la vía para una vida mejor. ¡Vivan las misiones, y abajo las élites!! ¡Viva la revolución, que todos somos iguales!!!

Valga tal introducción para comentar un libro simpático: Experiencias de un candidato, del periodista y narrador Héctor Mujica (Caracas, Industrias Sorocaima, 1980). Testimonio de un político perdedor, de un candidato que ha recorrido el país para patentizar sus problemas y proclamar un cambio. Pero que no fue atendido, que sus formulaciones no llegaron al pueblo elector. Es el cuento de un derrotado de siempre.

Libro de tres presentaciones, firmadas por los otros tres candidatos a las mismas elecciones, los hombres de una izquierda eternamente desunida: José Vicente Rangel, Américo Martín y Luis Beltrán Prieto Figueroa.

Rangel señala: «Héctor Mujica exalta dos cuestiones esenciales; la actividad en el seno de las masas, el diálogo permanente con los trabajadores, con los campesinos, con las amas de casa, un diálogo sostenido, de promoción del socialismo.»

Américo Martín expresa: «Y es que no es tarea fácil el socialismo. Pero Héctor, buen competidor añade: el socialismo mío es el comunista, la sociedad sin autoridades, sin burocracia, la libertad en el sentido más pleno.» Seguro. Como en la URSS, en China y en Cuba.

Por su parte, el maestro Prieto indica a Mujica: «Tus observaciones sobre los discursos de los candidatos que todo el mundo aplaude, pero no siguen, es acertada, pero conduce a serias reflexiones sobre la oratoria política: mucho programa, cifras, ejemplos que la gente no tiene interés en oír o por el contrario mucha palabra vacía que no mueve interés de nadie. Estamos en una época de eslóganes de 30 segundos en radio y en televisión, pero ni tú ni yo, que creemos en el valor educativo de la palabra, podemos renunciar a ella… Mientras los medios de comunicación sean empleados por la clase dominante para embrutecer y corromper al pueblo, verás a los marginados votando por los responsables de su situación… Por otra parte, aportamos un comportamiento y dejamos un mensaje que debe trabajar en el subconsciente del pueblo. Hay que insistir.»

La siembra del socialismo era entonces un idealismo, tarea de quijotes. 

Nadie me va a convencer de que el régimen que se hace llamar socialismo en Venezuela tiene algo que ver con gente honesta como Héctor Mujica, Gustavo Machado, Jesús Faría, Luis Beltrán Prieto Figueroa… Me dirán de Guillermo García Ponce, José Vicente Rangel, Aristóbulo Istúriz, Alí Rodríguez Araque… También pudiera nombrar yo a muchos adecos y copeyanos que han formado parte del negocio. Lo de socialismo es aquí simple retórica, adorno.  

En este libro, Experiencias de un candidato, Héctor Mujica cuenta su prueba recorriendo el país, postulado por el Partido Comunista de Venezuela a las elecciones presidenciales de 1978. Relación de concentraciones y mítines, conversaciones con gentes disimiles −del campesino del páramo merideño a la muchacha de los barrios de Caracas; de los trabajadores del campo en los llanos a los obreros de Guayana−, encuentro con el hondo pueblo venezolano.

Mujica cuenta los pormenores de su campaña. Él es un intelectual −poeta, articulista, narrador− que sabe debe recorrer el país siguiendo una fórmula consagrada que no comparte, pero que es el mecanismo para captar los votos requeridos. Sabe de antemano que su prédica va hacía un país que no puede escucharla. Mujica es un candidato anormal. Un hombre que puede verse con ironía, pero no con amargura. Aquí no hay un político resentido ante una derrota que siempre supo. Este hombre recuenta al país que vio. Entorno que quiere comprender. Un país que sigue siendo y explica mucho del tiempo actual.

Ese pueblo que en 1978 votaba por AD o COPEI es el mismo que votó en 1998 por Chávez, y lo siguió apoyando mucho más allá. El mismo ahogado en un mar de calamidades en este oscuro hoy, el que se conforma con las menudas dádivas e inventa mil resuelves.

De las muchas anécdotas que componen el libro y que vale la pena leer escojo una.

«Después de un largo recorrido por el barrio José Félix Ribas, en Petare, nos despedíamos de los vecinos en la colina más alta. Se congregaron a la puerta de un rancho de 3 por 4 metros unas treinta personas. Miré hacia el interior de la vivienda. Estaba la madre, 28 años con apariencia de medio siglo, prácticamente sin dentadura. Estaban los hijos, ocho en total, desnudos y descalzos. Y el padre y concubino, impertérrito en la lectura de una revista. Cuando hablábamos del déficit de un millón de viviendas, de 850.000 casas sin agua potable y de las 900.000 sin cloacas, el hombre −padre y concubino− se incorporó sobre el camastro, y me espetó:

–Todo eso que usted propone es muy bonito, pero a mí no me gusta el comunismo.

Y yo: ¿y por qué no te gusta el comunismo?

Y él: porque me quitan lo mío.

Yo: ¿y qué es lo tuyo? ¿Tu mujer? ¿Los muchachos? ¿El rancho y ese camastro?

Y él: bueno, ahora no tengo nada, pero ¿y si le pego a este? Y me mostró el caballo número 2 de la segunda válida del 5 y 6 de la semana siguiente.»

* Historiador. Profesor. Universidad de Los Andes. Mérida

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

#NotasSobreLaIzquierdaVenezolana | El candidato José Vicente (VIII)

La imagen de la pegatina del PCV apoyando a José Vicente Rangel es de la campaña electoral de 1978.

Si usted cree que hemos cambiado mucho en medio siglo de historia venezolana, sería bueno repasara los testimonios del devenir reciente del país

 

@YsaacLpez

Eran las elecciones de 1973, las que ganaría el hombre que caminaba y perdería Lorenzo, así prometiera seguir con la alegría y el bienestar por mucho tiempo. Eran las elecciones en las cuales participaba la izquierda luego de diez años de proscripción por su apuesta a la toma del poder por la violencia, luego de la fachada de la Unidad para Avanzar (UPA) y la rehabilitación del MIR.

El sector ofrecía dos postulaciones que despertaban ciertas simpatías ante el bipartidismo: la Nueva Fuerza, que agrupaba al Partido Comunista de Venezuela, al Movimiento Electoral del Pueblo y a Unión Republicana Democrática con Jesús Ángel Paz Galarraga, El Indio Paz, a la cabeza; y el Movimiento al Socialismo, escisión reciente del PCV, con la candidatura de José Vicente Rangel.

El periodista Manuel Felipe Sierra, militante de URD y luego del PRIN, defendía para 1972 la candidatura de Rangel señalando que en torno a la misma se había levantado un cerco de mentiras. Entre los argumentos utilizados estaba el de su carácter sectario y excluyente. Indicaba el articulista que los voceros de la prensa reaccionaria mostraban al candidato como prisionero en las redes del MAS. Sierra Ramírez −parte de una familia coriana de compromiso consecuente con la izquierda− mostraba las divisiones del espectro político en el momento, exponiendo a una “izquierda enferma de odios pequeños.”

Para Sierra algunos eran intransigentes en sus propósitos de implantar el socialismo, negando elementos de atenuación táctica; mientras otros no lograban salir de la querella de los dogmas eternos y la extorsión ideológica. Para el periodista y político falconiano, la candidatura de Rangel era la de “un socialista integral, pero sin compromisos partidarios”.

Manuel Felipe Sierra indicaba que los merecimientos intelectuales y morales, la conducta rectilínea, la honestidad y firmeza de Rangel lo convertían en el candidato ideal para quienes se oponían a la politiquería y las formas envilecidas del pasado. Representaba José Vicente Rangel, a decir de Sierra, entre otros valores, el del “socialismo como alternativa inmediata contra el capitalismo dependiente que niega nuestra condición humana.” [La Mañana, Coro, 12 de septiembre de 1972, p. 4.]

Por su parte, otro político y periodista falconiano, Zénemig Giménez −director de aquella experiencia de debate político de importancia titulada Al oído−, hacía un balance de la situación política nacional, llamando la atención sobre la teorización en su carácter pedagógico, corrector y orientador, de los sectores populares.

Para Zénemig Giménez la unidad debía ser el objetivo fundamental de los partidos de izquierda. Indicaba que ya AD y COPEI tenían sus candidatos, Carlos Andrés Pérez y Lorenzo Fernández; al igual que las izquierdas el MEP y PCV a Paz Galarraga y el MAS a José Vicente Rangel. El MIR no se había decidido y grupos como Organización de Revolucionarios, Bandera Roja, y algunos más no mostraban aceptación del proceso electoral.

Mencionaba Giménez −destacado profesor de la Escuela de Periodismo de la UCV− además a otros grupos que perfilaban a mostrar candidatos propios como OPINA, PSD y el FDP. Para el crítico y exigente investigador que también fue Giménez, algunos partidos de izquierda jugaban a la idea de que si no ganaban ellos tampoco lo hiciera otro de su mismo sector político. [La Mañana, Coro, 21 de septiembre de 1972, p. 4].

La izquierda que apoyaba a Rangel acusaba a la que apoyaba a Paz Galarraga de estar constituida por los que habían gobernado desde 1958; mientras los de la Nueva Fuerza cuestionaban a los que respaldaban al antiguo militante de URD de no creer en la democracia y sus formas, atentando contra ella.

En Coro, Teodoro Petkoff −que una década antes, entre mayo y agosto de 1962, había pertenecido al Frente Guerrillero José Leonardo Chirinos y hecho vida combativa en las montañas de Falcón− expresaba su satisfacción por el desarrollo de la campaña de José Vicente Rangel.

El eco despertado por el planteamiento socialista de Rangel y el MAS, señalaba Petkoff, se traducía en grandes mítines, contactos cara a cara del candidato con la población de los barrios, visitas casa por casa, y un notable impacto que lo presentaba entre las principales opciones electorales.

Indicaba El Catire: “Nosotros proponemos un agrupamiento de fuerzas que no limite su objetivo a un mero cambio de gobierno, sino que echando del poder a AD y COPEI cambie el sistema de tal forma que los gobiernos de esos partidos no puedan nunca más repetirse en el país. No deben repetirse -dijo a una pregunta- porque corresponden al dominio que sobre la vida económica y política ejercen los grandes millonarios venezolanos y norteamericanos y ese dominio es completamente contrario a los intereses de los venezolanos comunes y corrientes.”

Para el Petkoff de entonces −que el que no cambia es estúpido− las necesidades económicas del país y el desarrollo de nuevas instituciones sociales y económicas harían necesarias en el futuro la desaparición de toda forma de empresa privada, asimismo negaba que AD tuviera una propuesta de gobierno donde estuvieran representados de manera dominante los intereses de la clase obrera, clases medias y los pobres, pues en su propuesta aparecía como dominante la presencia de los intereses de los capitalistas. (La Mañana, Coro, 29 de septiembre de 1972, p. última)

“José Vicente llenó la Plaza Falcón”, rezaba en primera página el 21 de octubre de 1972 el mismo diario La Mañana que venimos citando.

El candidato socialista expresó en su intervención en el centro de la capital falconiana que los venezolanos debían proponerse un cambio de sistema económico y criticó severamente el ventajismo oficial.

La noticia contiene además dos fotografías, una del público asistente al acto, y otra que muestra en conversación al candidato del MAS con Manuel Felipe Sierra y el dueño del diario La Mañana, el empresario y ganadero Atilio Yánez Essis.

Se reseña la actividad en la cual se presentaron grupos culturales, películas e interpretaciones de canciones de protesta. Un numeroso público se concentró en la Plaza Falcón de Coro, donde Rangel entre otros asuntos señaló:

“… es necesario dotar al país de un gobierno barato y eficaz. Hay que acabar con los ladrones y peculadores, hay que acabar con el bonche en la administración pública. Hay que crear industrias capaces de generar empleo. Ese gobierno barato, eficaz, yo lo prometo, y prometo que quien meta las manos en el tesoro público, quien trafique desde el poder recibirá su castigo con todo el peso de la ley.”

“Los venezolanos deben proponerse un cambio de sistema económico. Deben poner en práctica la decisión popular de cambiar las estructuras sociales. Mientras los medios de producción estén en manos de quince grupos económicos que dominan monopólicamente la economía nacional no puede haber desarrollo y la miseria y el desempleo se extenderán en el país. Hay que crear la propiedad social sobre esos medios de producción, expropiando esa gran riqueza para volcarla a favor del pueblo en beneficios sociales.”

Rangel hizo severas críticas al ventajismo oficial en la campaña electoral, al funcionamiento del gobierno, y se mostró contrario a la enmienda constitucional que propiciaba la exclusión de Marcos Pérez Jiménez de participar en los sufragios. Pidió libertad para los presos políticos e indicó que su política era la única que en el campo de la oposición estaba creciendo (La Mañana, Coro, 21 de octubre de 1972, p. 1). En el rechazo a excluir al exdictador de la justa electoral coincidían los dos abanderados de la izquierda.

¿Han cambiado sustancialmente las formas políticas en Venezuela en los últimos cincuenta años? ¿Son distintos los manejos de quienes ostentaban y ostentan el poder y quienes hacían y hacen oposición?

Si usted cree que hemos cambiado mucho en medio siglo de historia venezolana, si usted cree que la modernidad y la nueva política son los signos del debate venezolano, sería bueno repasara los testimonios del devenir reciente del país. Los discursos de cara al público de nuestro liderazgo. De ayer a esta mañana.

Isaac López

* Historiador. Profesor. Universidad de Los Andes. Mérida

isaac lopez

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#CrónicasDeMilitares | El Taita Crespo y la glorificación de Guzmán Blanco (I)
El deber cumplido, escrito por Diego Bautista Urbaneja a favor de Guzmán Blanco, es un testimonio imprescindible de un tiempo de guerras y caudillos

 

@eliaspino

En enero de 1878, el general Joaquín Crespo publica un documento de respaldo a la primera gestión de Antonio Guzmán Blanco, llamada El Septenio, contra la cual se ha levantado una dura reacción que encabeza el presidente Linares Alcántara. Con el título de El deber cumplido, Crespo distribuye un folleto en el cual hace la apología del “Ilustre Americano”. En el texto se realiza una descripción de la política y se muestran opiniones sobre lo que entonces se podía juzgar como republicanismo, que nos introducen con creces en un entendimiento capaz de dejar huella en su época y quizá también en el futuro.

Pese a que no ha merecido análisis suficiente, es un testimonio imprescindible de un tiempo de guerras y caudillos. Es una fuente extensa de la cual ahora se examinarán apenas unos fragmentos, seguramente suficientes para captar lo medular de sus puntos de vista sobre la actualidad de entonces. Importa por las afirmaciones que expresa sobre los asuntos públicos y porque fue escrito por un político fundamental al servicio del guzmancismo, Diego Bautista Urbaneja.

Los lectores suponen que se empapan entonces de la opinión de un caudillo estelar, de lo que expresa un soldado célebre, pero quien escribe es un funcionario de la cúpula que ha participado durante décadas en los negocios del poder cerca de los hombres de armas. Firma los papeles el Taita de la Guerra, pero los redacta un político veterano de las lides fundamentales de la época. En consecuencia, El deber cumplido se vuelve más elocuente.

El deber cumplido es pródigo en la descripción de las ejecutorias de Guzmán. Sus cuartillas están repletas de datos sobre lo que hizo en materia de obras públicas, mejoras administrativas, modernización de la burocracia, reforma de la educación y búsquedas de coherencia para superar la anarquía de los caudillos.

Estamos ante una memoria detallada de los esfuerzos de El Septenio, que reitera lo expuesto por los documentos de propaganda distribuidos sin freno por el oficialismo. Remacha lo que las exageraciones gubernamentales han divulgado hasta la saciedad antes del bienio alcantarista. No es este el aspecto que interesa ahora, debido a que el folleto llueve sobre mojado, pero las valoraciones sobre asuntos que la oposición sometía a severas críticas, capaces no solo de conducir a levantamientos armados sino también al desprestigio redondo del hombre fuerte de la época, constituyen un tesoro de evidencias sobre lo que algunos círculos influyentes piensan en torno al manejo de la república.

Entre tales asuntos veremos ahora los referidos a las siguientes materias: el personalismo, los procedimientos tiránicos, la vanagloria del mandatario supremo y el peculado.

Como son problemas que no solo florecen entonces, sino que también forman parte de la historia antecedente y de muchos rasgos de la posteridad, los puntos de vista que visitaremos pueden conducir a corolarios útiles. Quizá advierta el lector, al toparlos hoy, que no está ante un breviario de los asuntos de un tiempo limitado y yerto, sino frente a evidencias de una mentalidad más arraigada y extendida.

Como los movimientos reaccionarios insisten en considerar el personalismo de Guzmán Blanco como uno de los peores males de la época, la pluma de Urbaneja lo justifica así en nombre de Crespo:

“Que el Gobierno del General Guzmán Blanco fue una administración personal ni él lo negó jamás ni al partido liberal se le escondió nunca; pero también es hecho indudable, indiscutible, que un Gobierno legalmente constituido, que una Administración absolutamente constitucional, no solamente no hubiera podido jamás hacer los beneficios que ni aun a la pasión más ciega se ocultan hoy, sino que la sangre derramada a torrentes en aquella revolución habría sido estéril, pues no habría logrado arrancarse al país del negro abismo a que lo habían conducido los errores, las pasiones y los crímenes que al fin habrán logrado corroer hasta los últimos resortes políticos, y que amenazaban la sociedad, ya en la anarquía, con la ruina más espantosa y degradante.

Los desarreglos de la sociedad imponen el personalismo, se deduce del párrafo. Una crisis como la que se experimenta debido a los entuertos multiplicados por los conservadores enseñoreados en el poder, desemboca necesariamente en la autoridad personal de Guzmán. Debido a la magnitud de los problemas no hay regulaciones que puedan superar los entuertos, ni siquiera preceptos tan altos como los de la carta magna. Todos son posibilidades inútiles, si se comparan con la influencia que ejerce un solo hombre para remediarlos. La afirmación no se anima a generalizar, debido a que solo busca fundamento en la peculiaridad de las circunstancias, pero después llega hasta la temeridad cuando justifica todos los actos que se originaron en la hegemonía individual. Veamos:

Y así como el capitán de un buque en los momentos de tempestad poseyendo la autoridad absoluta puede y debe ordenar y exigir los esfuerzos de toda la tripulación, sin preocuparse en el modo de hacerlo, con tal de que la orden se cumpla y se salve la nave; del mismo modo, en medio de la horrible tempestad que combatía el país el jefe del partido liberal debía poseer la autoridad absoluta y marchar con intrepidez a su objeto.

Partiendo de una analogía elemental, se justifica la imposición de una autoridad que no debe preocuparse por los modos de su ejercicio, por los frenos que deben imperar frente a una dominación determinada. Las afirmaciones son dignas de memoria como camino para la justificación de un personalismo desenfrenado porque cuentan con el respaldo de una bandería a política, de un colectivo que comparte la idea de que Venezuela se convierta en un país de galeotes porque no hay otra salida. No solo estamos ante un personalismo provocado por una necesidad social, de acuerdo con el folleto, sino también solícitamente acompañado por los liberales amarillos. Si se albergan dudas sobre el punto, un párrafo de más abajo lo confirma.

El partido liberal o el país, mejor dicho, no solo aceptó de buen grado la autoridad personal y enérgica de Guzmán Blanco, sino que juzgándola indispensable para aquellos momentos, la autorizó, la legalizó con el apoyo decidido que jamás le negara; porque ese partido, porque el país que palpaba los benéficos resultados obtenidos comprendió que aquel era el único camino por el cual podían lanzarse, dadas aquellas terribles circunstancias.

Es cierto que, como se ha visto, los autores de El deber cumplido intentan una reflexión cuyo alcance no es o no pretende ser de largo plazo, pero se solidarizan con un autoritarismo que ha provocado repulsas en su momento, como la que lleva a cabo el presidente Linares Alcántara desde la Casa Amarilla con respaldos en el congreso, en las milicias y en la prensa.

Pero la obligación de apoyar a un individuo contra quien se ha levantado una parte del liberalismo, con sustento militar y discursos a granel en los escaños del parlamento y en un conjunto de periódicos que se fundan con la expresa intención de acabar con el guzmancismo, hace que el par de pagadores de su compromiso no pueda eludir dos puntos que provocan ronchas a granel: la egolatría del “Ilustre Americano” y el delictuoso manejo del erario, que le achacan. Tocaremos estos asuntos en el artículo de la semana próxima.

#NotasSobreLaIzquierdaVenezolana | De la tradición antiizquierdista. Un libro de Argenis Rodríguez (VI)

Foto: Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez en una concentración de oposición al régimen chavista, junto a Osvaldo Alvarez Paz y Arnoldo José Gabaldón

Escrito con odio, de Argenis Rodríguez, representa una forma de libelo político, con antecedentes en la pluma virulenta de Juan Vicente González en el siglo XIX

 

@YsaacLpez

Si la lucha armada venezolana de los años sesenta ocupa un amplio registro en formatos como el ensayo político, el testimonio personal, la entrevista, la monografía de grado, el trabajo de ascenso universitario y la recopilación documental, igualmente ha sido centro de atención en una abundante narrativa de ficción.

Prueba de ello nos ofrecen Las 4 letras, de José Vicente Abreu (1969); País portátil, de Adriano González León (1969); Las tres ventanas, de Héctor Mujica (1970); El Desolvido, de Victoria D´Stefano (1971); Guerrilleros, cazadores y montañas, de Jorge Cardier Alvarez (1971);  Este combate no se decide todavía, de Fernando Márquez Cairos (1973);  No es tiempo para rosas rojas, de Antonieta Madrid (1975); Los Topos, de Eduardo Liendo (1975); Hacia la noche, de Eduardo Casanova (1975); La noche de la derrota, de Héctor De Lima (1975); Destino de un guerrillero, de Antonio Octavio Tour (1976); Bracamonte, de Julio Jauregui (1977); Los héroes no han caído, de Domingo Alberto Rangel (1978) e Inventando los días, de Carlos Noguera (1979), entre muchos otros. Y solo para mencionar a algunos de los publicados en la década de los setenta.

Pioneros de la producción literaria ficcional con base en la lucha armada fueron los libros de Argenis Rodríguez Entre las breñas (1964) y Donde los ríos se bifurcan (1965).

Excombatiente en las montañas de El Charal, Rodríguez dejó tempranamente la zona de operación y publicó esos textos donde la acción transcurría en frentes guerrilleros rurales, signados por: desorganización y anarquía, desabastecimiento, escasa formación militar y política de cuadros, estancamiento y desmoralización de tropas, desarticulación con las direcciones en las ciudades. Y progresivas prácticas de coacción ante las constantes deserciones y fugas.

Las obras fueron leídas no como creación literaria sino como testimonio del autor. Un testimonio decadente, pesimista, corrosivo.

Especialmente Entre las breñas fue recibida por los sectores de la izquierda aún en armas como: “literatura conciliadora, renegada” o “literatura de la derrota” deformante de la realidad y dirigida a desprestigiar la subversión protagonizada por sectores del PCV y el MIR. (Diego Salazar. Después del túnel, 1975, 275 y 281). Sin embargo, en descargo de Rodríguez, hay que decir que aun los más consecuentes revolucionarios repitieron en sus alegatos la misma descripción de aquellos frentes.

Como ha establecido la historiografía y la producción político-militante que se ha ocupado del tema de la lucha armada, para 1964 –año de aparición de Entre las breñas– se dan los “primeros síntomas de reflujo”, al producirse a finales de 1963 la derrota militar con la frustración de operaciones insurreccionales como el Plan Caracas; y la derrota política al volcarse la población a los centros electorales y resultar ganador el candidato del partido de gobierno, Raúl Leoni, lo cual parecía patentizar la falta de apoyo popular (Valsalice, La guerrilla castrista en Venezuela y sus protagonistas, 1979, 53-67; Linárez, La lucha armada en Venezuela, 2006, 82-101).

Esos acontecimientos generaron divisiones y exacerbación de tendencias en los partidos dirigentes, cuestionándose en algunas fracciones la viabilidad de la lucha armada.

En Después del túnel, de Diego Salazar, publicado por Editorial Ruptura, al narrar una discusión entre los presos políticos del Cuartel San Carlos sobre la “literatura de la conciliación” se reproducen fragmentos de una entrevista publicada en El papel literario del diario El Nacional el 23 de marzo de 1975, donde Ángela Zago –autora del testimonio Aquí no ha pasado nada (1972), también sobre su paso por las guerrillas– conversa con Argenis Rodríguez sobre sus libros.

Al comentar dicha entrevista, Salazar califica de cínico al autor de Entre las breñas (282), señalando que: “Ahora bien, ¿cómo es posible que un hombre como Argenis Rodríguez que pasó solamente 3 meses en la guerrilla, haya sacado tanto partido de su experiencia guerrillera? ¿Cuál puede haber sido la experiencia de Argenis Rodríguez?”

Y más adelante expresa Diego Salazar: “Argenis Rodríguez fue a la guerrilla no a combatir, ni a entregar su vida por un ideal, sino con el objeto de darse un shampoo de guerra y al costo de correr algún peligro, darse después ‘tremenda bomba’ ante los medios de difusión y hacer sus libros sobre ‘la guerrilla venezolana’… tres meses, de febrero a mayo, estuvo Argenis Rodríguez en la guerrilla, luego se fue a París con una beca y el resto “a vivir de su emocionante experiencia (…) Es una verdadera desgracia que este tipo de gente obtenga prestigio a costillas de una lucha tan heroica, pero resulta también lógico; no podemos olvidar que el gobierno le da todo tipo de facilidades a estos autores, porque le conviene perfectamente que salgan estos libros publicados, dado que le hacen una contrapropaganda a la guerra revolucionaria…” (Ibíd. 182-183)

Otro testimonio de la lucha armada venezolana, el libro Iracara. Memorias de un guerrillero, escrito por Gustavo Villaparedes bajo el seudónimo de Cromañón y publicado por Editorial San José, también nos muestra a través de constantes reprobaciones a los relatos y persona de Rodríguez la posición de los sectores de la izquierda nacional (1979, 50, 232, 255, 281, 292 y 298).

Una acusación fundamental se esgrimía: las descripciones aportadas por el escritor en Entre las breñas y Donde los ríos se bifurcan habrían suministrado importante información a los organismos de contrainsurgencia para la persecución y aniquilamiento de los grupos subversivos. Cierta o no tal especie, la misma se enmarcaba en la pasión impresa en los hechos de aquella revolución derrotada.

Como puede determinarse al leer los trabajos de Enmanuel Barrios y Juan Carlos Flores sobre el diario La religión y la lucha armada (1959-1964) y de José David Martínez La guerrilla urbana en Venezuela 1960-1963. Aproximación a su reconstrucción a través del diario El Nacional (Universidad de Los Andes, Escuela de Historia, 2013), la lucha armada también fue una guerra de ideas verificada en diversos espacios. Una guerra de ideas donde en uno de los lados estaba la posibilidad de la construcción del socialismo en Venezuela.

Autor sobrevalorado por ciertos sectores de la intelectualidad venezolana, a la recepción de su obra de 1964, anteriormente anotada, parece responder la acometida de Argenis Rodríguez en Escrito con odio.

Libro de provocación y ajuste de cuentas, confeccionado a empeñones, con un lenguaje delirante y grotesco. ¿Ensayo político? ¿Crónica o diario? ¿Manifiesto justificador?

Argenis Rodríguez acusa a quienes considera responsables del mantenimiento de un proyecto erróneo: la lucha armada, con su secuela de jóvenes muertos, cercenados y frustrados. Una épica donde a su juicio sobró el heroísmo de los muchachos enrolados en sus filas y faltó el de los dirigentes cómodamente instalados en los escondites de las ciudades. Construcción valorativa de la contienda repetida por otros autores. De Clara Posani a Pedro Pablo Linarez.

De la mano del periodista Rafael Poleo, Rodríguez interpreta la subversión de los partidos de izquierda de los sesenta y pretende puntualizar responsabilidades, estableciendo juicios de valor, censuras y acusaciones contra principales líderes empeñados -según su parecer- en la continuidad de una confrontación que no ofrecía posibilidades reales de lograr la victoria.

Las inculpaciones de Rodríguez se dirigen especialmente hacia dos figuras: Pompeyo Márquez y Teodoro Petkoff, guías principales, en el momento de la circulación de Escrito con odio, del Movimiento al Socialismo (MAS) que despertaba simpatías en destacados sectores de votantes con sus planteamientos menos radicales y ortodoxos.

Llama la atención este señalamiento de Rodríguez, pues parte destacada de la historiografía de la lucha armada (Plaza, 1978, 25, Oliveros Espinoza, 2012, 289) coincide en señalar a Márquez y Petkoff, junto con Freddy Muñoz, entre quienes para 1965 renegaron del camino de la violencia a través de documento público.

Las figuras de Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez –en la gráfica en una concentración de oposición al régimen chavista junto a Osvaldo Alvarez Paz y Arnoldo José Gabaldón– representan para muchos la muestra de otra izquierda, esta sí democrática, moderna y de vocación pluralista. Su recepción en la opinión pública los identifica como políticos que asumieron errores, evolucionaron en su valoración de la democracia, y constituyeron referencia intelectual y ética. A pesar de manejos como los de Rodríguez y Poleo, así como la frecuente negación y crítica que de ellos hizo la izquierda radical (ver por ejemplo los libros de Pedro Pablo Linárez, o los videos sobre Alí Primera de 2005 y 2006 del Ministerio de Cultura).  

Además, en Escrito con odio se cuestiona a través de denuestos a quienes habían criticado a Entre las breñas, entre otros: Caupolicán Ovalles, Ramón Bravo, Adriano González León, o Alexis Márquez Rodríguez. Además, recrimina a Lucila Palacios, Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri por ser intelectuales que utilizan sus obras para acercarse a la actividad política y a la consecución de cuotas de poder.

Recuento también de aventuras y trances amorosos, de viajes y estadías en ciudades como París, Bruselas, Barcelona o Madrid bajo el financiamiento del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), de confrontaciones con otros escritores, y de la cercanía a pintores, poetas y funcionarios de gobierno, Escrito con odio representa una forma de libelo político. El cual tiene sus antecedentes en la pluma virulenta de Juan Vicente González en el siglo XIX, y goza de vitalidad en la Venezuela de estos días donde el debate político es un amplio paisaje de vileza e infamia en el cual parece aceptado que a la crítica se debe responder con descalificación personal.

Con estilo estridente e intención de escarnecer a intelectuales y políticos del país, ¿cómo podía tomarse en cuenta a esta escritura y a este escritor? ¿Habla la difusión de este libro –según datos aportados, con más de dieciséis mil ejemplares publicados– de nuestra labor de lectores? ¿De los gustos y preferencias de los venezolanos de la época a la hora de conocer y enjuiciar a la política y a los políticos? ¿De nuestra «formación» de opinión simplista, entre el bien y el mal, al fragor de lo promocionado por los medios? ¿De la irresponsabilidad de siempre de nuestros intelectuales?

Argenis Rodríguez escribió otros títulos: Relajo con energía, La fiesta del embajador, La amante del presidente… donde se exhiben pormenores íntimos de derroches y excesos del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), y en los cuales a las cualidades literarias predominantes en la mayor parte de Entre las breñas, se impuso el tono confesional y artero de Escrito con odio.

Esos libros gozaron de la aceptación de una clase media borracha y complacida con los beneficios de la Gran Venezuela, y de los partidos políticos favorecidos por ella, los cuales desperdiciaron en ese momento la oportunidad de sentar las bases del desarrollo estructural del país al son de la corrupción celebrada en güisqui removido con los dedos.

Corrupción empalidecida en la larga mirada de la historia contemporánea venezolana ante las tropelías y descaro de los hijos de aquellos, quienes trocaron el blanco por el rojo, y gobiernan al país tomando entre sus raíces políticas e ideológicas la gesta de la lucha armada en un hábil manejo de travestismo.

A pesar de su afán de reconocimiento dentro del panorama literario nacional, asunto a valorar por los entendidos, consideramos a Argenis Rodríguez como el cronista desmedido de una época, con pluma de epítetos punzantes, sirviendo también a las pugnas de diversos personajes ligados a Acción Democrática, partido político tutelar, cuyas actuaciones y procedimientos siguen siendo los mismos de la gran mayoría de la clase política nacional que hoy gobierna y hace oposición en Venezuela.

(Argenis Rodríguez. Escrito con odio. Caracas, Ediciones de la Revista Zeta, 1977)

* Historiador. Profesor. Universidad de Los Andes. Mérida

Las opiniones emitidas por los articulistas son de su entera responsabilidad. Y no comprometen la línea editorial de RunRun.es

#CrónicasDeMilitares | El primer intento de fundar un ejército nacional
En 1875 Guzmán Blanco ensaya un boceto de ejército nacional. Faltaba mucho. Pero ya la idea −y los rituales militares− estaban echados

 

@eliaspino

Como quizá se pudo apreciar en los artículos anteriores de esta serie dedicada a asuntos militares, en los sucesos de la Guerra Federal y en los conflictos posteriores no se puede hablar de la existencia de un ejército de alcance nacional, disciplinado y coherente. El control del poder dependía de fuerzas descoyuntadas que habitualmente se enseñoreaban en las regiones y obedecían mandatos personales, cuya fortaleza solo se ajustaba, a duras penas, al juego de las circunstancias que las convertían en factores de autoridad o las condenaban al fracaso.

En 1875, cuando el presidente Guzmán Blanco triunfa sobre una rebelión de los generales León Colina, José Ignacio Pulido y Pedro Ducharne, sus antiguos aliados, se asoma un comienzo de cambio en este asunto trascendental. Apenas se ensaya entonces un boceto, pero es la muestra de una voluntad de mudanza en el manejo y en la apreciación del papel de los elementos armados, que conviene recalcar.

Los alzados logran apenas la formación de contingentes reducidos, pero Guzmán se empeña en oponerles una imponente fuerza distinguida por la organicidad. Ordena la hechura de 12.000 vestuarios y 7000 fornituras, así como la adquisición de 4000 reses que garantizaran una alimentación adecuada de las tropas. Los detalles pueden parecer intrascendentes si se ignora que hasta entonces cada hueste se vestía como podía, y se alimentaba de lo que el azar deparaba.

Pero no eran minucias para el “Ilustre Americano”, quien inicia la campaña en Caracas con un desfile que no solo llama la atención por la novedad de los soldados uniformados, sino también porque se presenta con una Guardia de Honor distinguida por atractivos arreos y con un equipo de cirujanos dispuestos a aliviar la campaña, a hacerla menos cruenta. Disciplina, elegancia y ciencia reunidos, pudo pensar cualquiera frente a la excepcional parada. ¿No está haciendo indicaciones dignas de atención sobre la autoridad que detenta, como pocos capitanes del pasado reciente, gracias al soporte de elementos que nadie había formado y manejado hasta la fecha?

Si los detalles escapan a los espectadores menos perspicaces, el jefe rodeado de sus elegantes edecanes desembucha una advertencia recogida en las primeras planas de la prensa: “Qué impotentes van a ser en adelante los macheteros representantes de la fuerza, la ignorancia y el aguardiente”. También dijo que tenía un millón de venezolanos en caja, para borrar del mapa a la soldadesca anárquica con el peso del dinero. Un anuncio de cómo puede cambiar el entendimiento de los asuntos públicos. Pero hay más en este primer capítulo de figurines, anuncios y señales.

Pese a que cuenta con un soporte respetable en fusiles y bagajes, capaz de batir con facilidad a los alzados, Guzmán ordena a los jefes de las guarniciones más importantes que se pongan en campaña bajo su suprema jefatura.

Sucede entonces una movilización generalizada y nunca vista de elementos armados, en cuya cabeza están los oficiales más afamados de la época. El general Rafael Martínez sale en apoyo de su jefe con tropas de Barquisimeto, Yaracuy, Cojedes, Portuguesa y Zamora. El general Hermenegildo Zavarce ejecuta las órdenes desde Trujillo. Las tropas de Aragua acatan el mandato siguiendo la voz del general Francisco Linares Alcántara. Lo mismo hace el general Joaquín Crespo en el Guárico. El general Juan Quevedo se pone en marcha con las tropas del estado Bolívar. Por último, salen batallones de Barcelona, Cumaná, Maturín y Nueva Esparta, bajo las órdenes del general José Eusebio Acosta.

No hacían falta para el éxito de la campaña, pero Guzmán quiere alardear de un poder capaz del control absoluto y automático del país. Ahora el triunfo del gobierno es aplastante. Desde luego, ahora se siente la presencia de una cabeza dominante, aunque no signifique que en las próximas décadas cesen las andanzas y las victorias de los caudillos.

¿Existe ejército nacional desde entonces? No, desde luego. Debemos esperar hasta el siglo XX para que se estrene y consolide, con los recursos y el vigor necesarios, esa extremidad fundamental del Estado.

Ahora apenas nos aproximamos a un primer asomo del proyecto; a un esbozo que no se concretará, pero que demuestra una exhibición de intenciones y una búsqueda de coherencia susceptibles de análisis. Para que se calcule la importancia del suceso conviene recordar cómo Guzmán ya ha puesto en marcha iniciativas fundamentales para el establecimiento de un régimen con vocación y posibilidades de permanencia: ha fundado la Dirección General de Estadística, los registros civiles y la Academia Venezolana de la Lengua; ha inaugurado la parte sur del Capitolio Federal y ha establecido el matrimonio civil. La creación de un ejército moderno y eficiente también estaba en los planes.

#CrónicasDeMilitares | “Hay que matar a Salazar”
«Hay que matar a Salazar”, dice Guzmán Blanco. Pero los consejeros le recuerdan el Decreto de Garantías. Tal vez el lector de hoy sienta que se ha acercado a un episodio que no puede repetirse en Venezuela tras siglos de evolución política, pero…

 

@eliaspino

Tras el ascenso y el fin de Matías Salazar se encierran las peculiaridades de la guerra y la política en la Venezuela del siglo XIX. Seguramente insólitas para la sensibilidad de nuestros días, para las ínfulas de la actualidad, la elevación y la muerte del caudillo traducen con fidelidad los rasgos de un capítulo esencial de la sociedad de la cual provenimos, y que consideramos como testimonios de una época enterrada en el cementerio de la historia. Tal vez estén en la tumba las vicisitudes que ahora se describirán, pero vamos a sacarlas del olvido para que los lectores se animen, si no albergan dudas, a asegurar que son realmente cosas de los antepasados sin relación con los desafíos que los conminan. 

Matías Salazar es un campesino pobre de Cojedes que llega al estrellato aprovechándose de las guerras civiles. Y de su valentía, desde luego, que es asunto importante en las escabechinas de entonces. Sabe leer y escribir, y hasta llega a ser amanuense de un abogado de Valencia, pero prefiere ganarse la vida en un menester que le ofrezca más dinero. Se mete a torero y no le va mal. Con el mote de “Matiítas” se convierte en figura de las ferias pueblerinas y lo quieren incluir en carteles aldeanos de Colombia.

Pero, debido a los movimientos bélicos que lo rodean en su región, prefiere probar suerte como soldado a partir de 1856.

Va de teniente en la Revolución de Marzo contra José Tadeo Monagas y asciende sin cesar debido a su pericia en el manejo de montoneras y a episodios de coraje comentados en los campamentos. Ya es coronel en 1862, cuando pelea bajo las órdenes de Falcón. En 1870, bajo las órdenes de Antonio Guzmán Blanco, destaca en la toma de Caracas cuando su jefe llega al poder y comienza una larga gestión presidencial. Aunque lo trata con desdén, lo nombra como segundo jefe del ejército y como segundo designado del Ejecutivo. Ya está en la cúspide, aunque quizá quiera subir más.

Sus modales no congenian con la sensibilidad del nuevo jefe, quien prefiere las cortesías de la buena sociedad y las charlas sobre “temas civilizatorios”. Está en la cumbre de la milicia, pero no es presencia habitual en las recepciones caraqueñas. No pocas veces es un convidado a la fuerza, pese a que un famoso intelectual de la época, Felipe Larrazábal, trata de meterlo en los libros y en la oratoria de moda. Pero Salazar tampoco está a gusto en los círculos guzmancistas: llega a decir, a quien lo quiera oír, que “ese Antoñito” y los aristócratas que lo rodean deben ser desplazados de un poder que no merecen. Hay reticencias recíprocas en el ambiente, superadas de momento por el prestigio castrense del caudillo y porque todavía continúa la guerra contra los conservadores.

No obstante, pesa en el ambiente el recuerdo de un oscuro episodio que produce comentarios soterrados. En 1861, con una pandilla de forajidos que se llenan el cuerpo de carbón para no ser reconocidos, en un paraje cercano a Tinaquillo, Matías Salazar asalta y asesina a un comerciante español para robarlo. Lo llaman entonces “El Encarbonado” y lo encierran en la cárcel por su delito, pero el general Falcón lo perdona. Ordena su retorno al ejército y en breve lo envía las insignias del generalato.

En 1870, cuando comienza la “Revolución de Abril”, se le encargan misiones que cumple cabalmente y logra triunfos de importancia, pero de pronto no solo comienza a desobedecer las órdenes de su superior, sino también a abandonar los cuarteles en los que debe permanecer y a ejecutar movimientos de tropas de acuerdo con su capricho, como si no formara parte de un designio común.

Ante tal situación, y consciente de la dificultad que podía significar un enfrentamiento armado con un caudillo valiente y capaz de encontrar seguidores decididos, Guzmán prefiere comprarlo. Le obsequia 20.000 pesos para que abandone el país sin alharacas, y entrega otros 10.000 a Felipe Larrazábal, su mentor y escribidor, para que lo acompañe y le aconseje cordura en el extranjero. Pésimo negocio para “Antoñito”, porque el caudillo y su plumario gastan el soborno en armas para regresar a hacerle la guerra.

“Hay que matar a Salazar”, dice entonces el frustrado sobornador en los círculos de su intimidad. Los consejeros sugieren que es camino torcido, debido a que el Decreto de Garantías expedido por Falcón en 1863 y considerado como un monumento de la Federación, ordenaba la protección de la vida de los ciudadanos, sin importar la estatura del delito que hubieran cometido. Por consiguiente, no queda otro remedio que la guerra contra el antiguo aliado.

En Caracas se recuerda en la prensa el crimen de “El Encarbonado” mientras se prepara un importante ejército para enfrentarlo, pero Salazar apenas logra apoyos cuando invade. Lo capturan sin mayor esfuerzo cuando trata de escabullirse en sus correderos de Tinaquillo, en abril de 1872, para someterlo a un consejo de guerra. Como no quiere desistir del plan de quitarle la vida, Guzmán reúne a figuras célebres por sus logros en las campañas militares, para que hagan el trabajo como si se tratara de una iniciativa espontánea. El 15 de mayo junta un cónclave formado por lo más granado y temido de la oficialidad liberal que está a mano, antiguos compañeros de armas del acusado: los generales Venancio Pulgar, Juan Bautista García, Francisco Linares Alcántara, Julián Castro, Pedro Bermúdez Cousin, Escolástico Naranjo, Fermín Montagne, Jorge Flínter, Narciso Rangel, Jesús María Lugo, Gabino Izaguirre y José María Aurrecoechea.

Partiendo de un argumento redactado por el propio Guzmán, lo condenan a muerte con degradación “por el delito de alta traición contra el Ejército y la Causa Liberal”. Como se observa, la sentencia no alude a las leyes de la república debido a que solo se detiene en asuntos parciales que no pueden conducir al paredón sin una violación flagrante de la legalidad, como los intereses de los hombres de armas y de una bandería política. Sin embargo, el 17 de mayo de 1872 y con las formalidades del caso, frente a tropas alineadas, Matías Salazar es abatido por las balas de Guzmán.

Después del fusilamiento, circulan unas coplas que se hacen populares:

En el campo de Taguanes

hay una cruz

que arroja fúnebre luz.

¿Sin duda acusa los manes de Matías?

No, que en ella escribió un sable:

¡Aquí yace el memorable

Decreto de Garantías!

Tal vez el lector de hoy sienta que se ha acercado a un episodio que no puede repetirse en Venezuela después de más de dos siglos de evolución política, pero puede ceder a la tentación de pensarlo mejor.

#CrónicasDeMilitares | De un baile fracasado a una nueva guerra civil
El ostentoso baile que organizó Guzmán Blanco en 1869 y que terminó en una anunciada guerra civil

 

@eliaspino

El “Gobierno Azul”, que encabeza el general José Ruperto Monagas debido a la muerte de su padre, el octogenario José Tadeo Monagas, fue el resultado de la anarquía predominante durante la gestión presidencial del mariscal Juan Crisóstomo Falcón. La incompetencia del mandatario, quien no pudo controlar a los caudillos federales ni esbozar siquiera una rutina de administración, condujo a una pasajera unión de liberales y godos que tomó el poder después de una serie de escaramuzas.

Primero el viejo líder de la parentela y después su descendiente trataron entonces de neutralizar a las figuras del gobierno derrotado, entre las cuales destacaba Antonio Guzmán Blanco, pero fracasan en el propósito. Pese a los ataques que ordenan en periódicos y libelos, y a intentos de juicios y prisiones que se extravían en el camino, Guzmán no solo trata de sobrevivir, sino también de asumir el liderazgo de los federales derrotados por los “azules”. De ese empeño sale la idea de un baile en su residencia, que desemboca en una nueva guerra civil.

Con grandes recursos en su bolsillo –procedentes del escamoteo de la tajada de un empréstito que gestionó en Europa, según los rumores que circulan– y entusiasmado por las filigranas de la sociabilidad que observó en París durante el reinado de Luis Napoleón, Guzmán quiere llamar la atención con un baile de postín en su casa.

Los allegados sugieren que desista del sarao porque reina la anarquía en la capital debido a la ausencia de José Ruperto y de sus “ruperteños”, quienes se encuentran en campaña para combatir la proclamación de la independencia del Zulia; y porque son cada vez más alarmantes las algaradas que provocan en la vía pública unos alborotadores llamados lyncheros, promovidos y financiados por el régimen. Sin embargo, persiste en su plan e invita a “lo mejor de la sociedad”, tanto goda como liberal, a un jolgorio que se celebrará en su residencia la noche del 14 de agosto de 1869. Allí recibirá con doña Ana Teresa Ibarra, su hermosa y atildada esposa.

La celebración no pasa inadvertida en su víspera por la ostentación de los preparativos. En un ambiente de agitación como el que conmueve a la ciudad debido a las campañas de prensa, a las tropelías de los lyncheros y a las hostilidades que se dirigen para contener a los zulianos, Guzmán imprime invitaciones en el afamado taller de Fausto Aldrey, contrata a una célebre orquesta, trae del puerto un piano de cola, instala kioscos e iluminaciones en los jardines de la casona, adquiere las flores más llamativas, ordena colgaduras para el salón principal, encarga una cena según receta parisina y anuncia que ha traído vinos y licores de Francia para el deleite de los convidados.

Las modisterías aumentan sus ganancias antes de que el festín se lleve a cabo, y lo mismo sucede con los almacenes que venden atuendos y gajes masculinos. En la tarde del día 13 los íntimos aconsejan a Guzmán que deje el evento para una ocasión más propicia, debido a que se sospecha que el general José Ruperto ha ordenado desde Valencia que un populacho impida su realización, pero el convidante no cambia de idea.

Los invitados comienzan a llegar a partir de las nueve de la noche, pero los lyncheros tratan de impedirles el paso mientras gritan frente a la residencia y arrojan piedras hacia su interior. Logran su cometido. Impotentes y temerosos, invitados de relevancia como el encargado del poder Ejecutivo y el gobernador del estado Bolívar, que se acercaban al sitio de la recepción con sus familiares, no tienen más remedio que refugiarse en domicilios privados del vecindario. Lo mismo sucede con los representantes diplomáticos de Inglaterra, Francia, España, Bélgica y los Estados Unidos, quienes ponen pies en polvorosa. Mientras arrecian los improperios de la poblada y las amenazas de disparar a matar contra el anfitrión y contra su padre, el celebérrimo Antonio Leocadio Guzmán, el Comandante de Armas de Caracas encuentra una pasajera solución: monta su cabalgadura y la atraviesa ante el portón principal de la residencia para que las turbas no la invadan. Los airados protestantes de pronto se retiran hacia la plaza de armas, según algunos cronistas debido a que se los ha mandado José Ruperto Monagas por vía telegráfica.

Los rumores terribles que circulan en la mañana del día siguiente, sobre nuevos ataques y tumultos, hacen que Guzmán y su padre se refugien en la legación de los Estados Unidos.

Su titular logra, no sin inconvenientes y mientras suenan disparos en las guarniciones cercanas, que los perseguidos partan de urgencia a Curazao con lo que llevan puesto. Pero las murmuraciones y los pronósticos de violencia cada vez más crecientes, seguramente fomentados por los “azules” para multiplicar la incertidumbre de sus adversarios, son superados por la noticia de levantamientos armados contra el gobierno.

José Ignacio Pulido inicia una revolución en Barinas. Matías Salazar lanza el grito de rebelión en Cojedes. Diego Colina recluta tropas en Coro, después de enarbolar la bandera amarilla del Partido Liberal. En Yaracuy hace lo mismo Hermenegildo Zavarse, mientras un joven que dará mucho de qué hablar en el futuro por sus dotes de caudillo, el joven Joaquín Crespo, se adueña de los corredores de Parapara. Parece que no se han puesto de acuerdo para dar el grito de guerra en una fecha determinada, parece que parten sin planes concertados, pero todos proclaman la jefatura del general Antonio Guzmán Blanco.

Empieza así la Revolución de Abril, una extensa cadena de combates gracias a los que comienza El Septenio, primera etapa del gobierno personal que en adelante impone a la sociedad el desafortunado promotor del baile de los bailes caraqueños. Su hegemonía se prolongará hasta las postrimerías del siglo, como sabemos. De lo cual se puede deducir que, en la parcela de la política y en los campos de batalla, de donde menos se espera salta la liebre. O que hay liebres que no dan puntada sin dedal.