Mucho se ha dicho y escrito sobre la desesperación como expresión de angustia o de la ansiedad que padece el ser humano cuando es víctima de sus reveses. Aquello que refería Thomas Fuller, reconocido historiador inglés, que “la desesperación infunde valor al cobarde”, podría valer para darle sentido a la connotación política que puede detentar el aludido término. Particularmente, cuando se incurre en el error de actuar o tomar decisiones con la furia del desquite o la revancha sin atender que dicha actitud equivale a ahorcarse en el primer patíbulo hallado en el camino. Por eso, la política debe ejercerse a desdén de sentimientos que tiendan a menguar fortalezas al momento de enfrentar aquellos problemas que lucen insidiosos desde la perspectiva de las demandas más pertinaces.
Aunque la desesperación igualmente puede verse como “el resultado de pretender tomarse en serio la vida con todas sus bondades, la justicia y la razón, y de cumplir con sus exigencias”, tal cual lo explicó Hermann Hesse, poeta alemán, Premio Nobel de Literatura 1946, en política se convierte en excusa para justificar la intransigencia bajo la cual se asumen actitudes tan irascibles, que hace del gobernante un ser que sólo actúa desde la impaciencia, la inmediatez y la sordidez. Es decir, en política, la desesperación es una forma de negar la verdad pues en su esencia se combinan los resentimientos capaces de rebelarse contra la posibilidad de otear y decidir oportunidades que sirvan de razón para lidiar, entre otros, con problemas devenidos de una incertidumbre mal definida.
Hoy, la desesperación de estos gobernantes que dicen ser socialistas sin demostrar lo que el socialismo podría exaltar como sistema político, estimuló un estilo de gobierno salpicado por una ineficacia de tal indignidad, que habría que reescribir la historia política contemporánea venezolana desde nuevas consideraciones teoréticas con la capacidad suficiente para describir la descomposición provocada. Las disonancias que cada discurso ha dejado escuchar, las atrocidades que cada decisión ha evidenciado, en conjunción con el terror que cada amenaza ha hecho sentir, ofrece una idea, aunque incompleta, del desastre que encausó la “revolución pacífica pero armada” en el escaso tramo cronológico de 18 años. Desde luego, por afán a desarreglar todo lo posible mientras, engañosa y alevosamente, sus conductores -ante lo realizado- apuestan a obtener el mayor provecho financiero sin importarles lo que eso pueda causarle a la economía nacional.
Sin embargo lo peor de todo, no se queda ahí. La desesperación de estos gobernantes buscando institucionalizar vicios administrativos, judiciales, morales y éticos, mediante la creación de mecanismos legales que validen la impunidad como criterio para intoxicar la resistencia de una sociedad con conciencia democrática, ha instigado en esa misma población otra clase de desesperación. Ésta, aunque de igual sentido, tiene otra dirección. O sea, mientras la desesperación gubernamental es por conservar el poder, a costa de lo que sea, sin medir consecuencias, incitando esquemas de manipulación para desmoralizar la población, la desesperación de esa misma colectividad es por reivindicar sus derechos, libertades, y garantías constitucionales. Esto da cuenta de un grave desencuentro.
De un país afable, Venezuela pasó a ser un país sofocado por la desesperación. Y el mayor peligro que de esta situación puede generarse, es que el país pudiera ser cultivo de toda clase de desproporciones. Habida cuenta que si bien las desproporciones no son siempre fortuitas, muchas veces surgen de las urnas de votación. Valdría recordar el caso de dictadores emergidos de las urnas electorales.
Estas condiciones, facilitan ser blanco perfecto de situaciones contagiadas por la desesperación. O de quienes al desesperarse, tienden a cometer cualquier equivocación. Y en política, errores así suelen enquistarse mediante las perversiones del populismo. Tanto así, que en Venezuela el poder ha venido instrumentándose a través del recurso que le brinda no sólo el desparpajo de gobernantes incapaces de reconocer al otro. Situación ésta que revela la autocracia que adoptó el alto gobierno como sistema político. Tan cierto es todo esto, que pudiera inferirse un nuevo texto constitucional cuyos principios fundamentales parecieran referir lo siguiente:
Venezuela se constituye en un Estado despótico y altanero de preferencias selectivas y de arbitrariedad organizada que propugna como valores superiores de su indisposición jurídica y de su actuación, la muerte, la confiscación aleatoria, la inequidad, el sectarismo, la preeminencia de derechos favorables al poder y el favoritismo político.
En medio de estas circunstancias tristemente solapadas por hechos promovidos por la cúpula gubernamental, las realidades venezolanas no tienen parangón. O sea, un poder ejecutivo rebatiendo lo que pauta la Constitución que, por mayoría constituyente, fue sancionada en 1999. Gobernantes que avivaron la desesperación en un pueblo con la intención de burlar su condición de Poder Soberano o como lo han llamado: “Poder Popular”. Una administración central de conducta ignominiosa que ha desconocido la importancia del Estado de Derecho y del denominado “Debido Proceso” lo cual ha resultado en la quiebra de la institucionalidad al pretender sustituir la concepción del Estado democrático por el ya viciado Estado Comunal.
De manera que todo lo anterior deja ver que el desespero gubernamental por embutirse en el poder, ha sido causa de manifiestos y continuos equívocos, desconsideraciones e injusticias cometidas en nombre de la “revolución”. Y tan caótico estado de hechos, ha aventajado todo referente históricamente considerado lo cual sin duda ha sido, en gran parte, por asumir la desesperación como criterio de poder.