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Catedral de Notre Dame

Por Notre-Dame, regazo del alma, por Diego Arroyo Gil

LAS COMPARACIONES SON ODIOSAS. Cuando se trata de comparar obras de arte de incalculable valor para el mundo, además son estériles. Pero aunque solo sea para tratar de esclarecer un poco más lo que significa el incendio de la Catedral de Notre-Dame, es como si de pronto se perdiera, por efecto de un ácido o del mismo fuego, un pedazo de la Gioconda, o como si un cataclismo imposible hiciera que desaparecieran para siempre, sin posibilidad alguna de recuperación, cuarenta páginas del Quijote o de Hamlet. Estoy extremando el asunto, se comprende… ¿Qué nos ha sido arrebatado en la tragedia de Notre-Dame? Las llamas han devorado partes enteras de uno de los templos más importantes, no solo de la cristiandad, que ya es mucho decir, sino, en general, del espíritu humano. Recuerdo a Mandelstam, el poeta ruso: “Construir significa conquistar el vacío, hipnotizar el espacio. La bella flecha del campanario gótico está furiosa porque su función es apuñalar el cielo, reprocharle su vacío”. Hoy una de esas flechas se ha derrumbado en París. Verla venirse abajo, en una de las escenas más dramáticas y tristes jamás imaginadas, ha sido ver colapsar por un momento el alma entera de Occidente y quedarnos todos sus hijos expuestos, sin aviso, a una inmensidad aterradoramente abierta, sin una mediación que durante mucho tiempo nos había ayudado –nos diéramos o no cuenta de ello– a comerciar con lo invisible sin que lo invisible nos destruyera con su rayo. ¿No es para eso para lo que, entre otras cosas, existe el arte, para que podamos transar con una realidad que, descarnada hasta lo insoportable, nos liquidaría? En ese sentido Notre-Dame era –y estoy seguro de que lo seguirá siendo en lo sucesivo, pese a todo– un lugar excepcional de caluroso resguardo. Bastaba entrar allí para sentir de inmediato, con esa gratuidad que a veces avergüenza al que la recibe, que algo se ajustaba en el cuerpo y lo ennoblecía. Te descubrías acogido, de milagro, en un regazo inmemorial. Era la Virgen, claro, Nuestra Señora, pero también era la Belleza, esa dama entre las damas por la que hace ya tanto se lanzaron, como nos cuentan los clásicos, mil barcos al mar. Una dama, en este caso, llegada a tierra, e incomparablemente bien vestida y bienamada. Con los años quedarán las crónicas de este tiempo lejano en que una diosa de París, de Europa y del mundo estuvo a punto de ser reducida a cenizas. No tengo ninguna duda de que para entonces la flecha estará allí de nuevo conjurando el vacío.