George Steiner, hijo de Europa. Por Diego Arroyo Gil - Runrun
George Steiner, hijo de Europa. Por Diego Arroyo Gil

@diegoarroyogil

Luego de la muerte de Harold Bloom en octubre de 2019, la muerte de George Steiner, ocurrida apenas cuatro meses después, este 3 de febrero, deja al mundo sin el que era considerado por muchos el mayor crítico literario vivo. Pero Steiner no era solo un crítico literario. Nacido en París en una familia judía de origen vienés en 1929, atravesó el siglo XX como una inteligencia sensible a todas sus imágenes. Las más horrendas, como las del Holocausto o el genocidio de Ruanda, y las más bellas, desde Proust hasta Eliot o Paul Celan. Sobre Celan, a quien consideraba la cima de la poesía de su tiempo, decía algo asombroso: que había salvado a la lengua alemana de la perversión a la que Hitler la había sometido. Esto es lo mismo a decir que un poeta había salvado la integridad del alma europea, que es la madre de todas las almas posibles de Occidente.

En su primer gran libro, Tolstói o Dostoievski, publicado cuando tan solo contaba 30 años de edad, Steiner dejó establecido el que sería su arte de vivir como escritor: “La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”. Dispuesto a penetrar en el misterio de “los dos novelistas más grandes del mundo” (llegó a afirmar, apoyado en el filósofo ruso Berdáiev, que solo existen dos tipos de seres humanos: los que se inclinan hacia el espíritu de Tolstói y los que se inclinan hacia el de Dostoievski), Steiner inició en este libro la empresa de su vida: la de intermediario entre el “gran linaje” espiritual de la humanidad y sus contemporáneos. Porque “si Homero, Dante, Shakespeare y Racine ya no son los más grandes poetas del mundo entero –el mundo se ha hecho demasiado grande para la supremacía–, son todavía los supremos poetas de aquel mundo del que nuestra civilización saca su fuerza vital y en cuya defensa debe arriesgarse”.

Por ese camino, el de la mediación, Steiner hizo suyo un oficio que quizá lo defina mejor que el de crítico literario: el oficio de educador. Un oficio que ejerció con una principalidad en la que era reconocible la excelencia clásica: Sócrates pervivía en él. Si el maestro, como él mismo decía, debe “abrir Delfos” a sus alumnos (es decir, darles acceso a la imaginación del mundo), a través de sus libros, de sus artículos y de sus entrevistas para la prensa, Steiner hizo lo propio con todos aquellos que, igualmente afortunados, no podían asistir a sus clases en la universidad (Princeton, Oxford, Cambridge, etc.), legendarias debido a la presencia de un hombre que, siendo un erudito, era un conversador de café, a la manera de los cafés de Europa, los cuales él defendía como una de las instituciones mantenedoras del diálogo platónico.

Políglota y partidario del multilingüismo en una época tendiente a la intolerancia racial, religiosa y cultural, Steiner dedicaba un rato, todas las mañanas, a traducir algún fragmento de la Biblia o de algún poeta o filósofo de la Antigüedad, ¡a la vez!, al francés, el inglés, el alemán y el italiano, a los que llamaba “mis cuatro idiomas”, aunque también sabía latín, griego antiguo y hebreo. Aprovechaba ese hábito para aprenderse de memoria esos fragmentos o para repasarlos y confirmar que no los había olvidado, pues “a las cosas que amamos nos gusta llevarlas dentro de nosotros para vivir con ellas”. Una de las críticas más frecuentes que hacía a la educación actual es que no valora e incluso desprecia el aprendizaje de memoria, cuando la memoria es una garantía de la pervivencia de la sensibilidad humana.

Durante un encuentro con António Lobo Antunes en 2011, Steiner le decía al novelista portugués que “nuestro gran crimen es no dejarles suficiente esperanza a los jóvenes”. Hablaba allí el educador, pero también el testigo del siglo XX. “¿Qué les dejamos como visión?”, preguntaba. “Un fascista convencido tiene una visión. Es una visión infernal, pero esa visión es un programa. E igual pasa con un comunista, incluso con un nazi. Vislumbran algo mayor que ellos mismos; es algo terrible, es cierto, pero la vida tiene un sentido para ellos. ¿Qué les dejamos nosotros a los jóvenes de hoy?”. Acto seguido, Lobo Antunes acompaña la reflexión de Steiner con un comentario personal. Dice que él ha tendido mucho a la autodestrucción. Steiner, amable y sonriente, le contesta que ha descubierto que, en momentos de oscuridad, una buena manera de conservar el interés por la vida es leer periódicos, apasionarse por “el movimiento de la realidad”. Esta suerte de optimismo, que se asomaba mucho en sus entrevistas, no desconocía las tragedias de la historia ni los desconciertos del vivir. (Steiner hablaba, por ejemplo, de la “paradoja horripilante” de que un hombre pueda ser culto y un monstruo a la vez). Era un optimismo desengañado que está muy bien resumido en una frase suya en la que dice que hay que cometer, pese a todo, “ese gran error que es la esperanza”.

Si bien es cierto que Steiner nunca se consideró un escritor a carta cabal –le habría gustado serlo, decía, pero no tenía el talento que él admiraba en los demás–, sí que lo era. Fernando Savater lo ha llamado “cronista cultural de alta gama”, pero no era solo eso. Su obra es un mundo hecho por propia mano, portador de una índole admirable, con rasgos distintivos que nadie puede repetir; es una obra que inauguró una manera de decir que es la manera de decir de George Steiner. Al igual que en Tolstói o Dostoievski, hay páginas memorables en La muerte de la tragedia, Lenguaje y silencio, Después de Babel, Presencias reales, Pasión intacta, Gramáticas de la creación, Lecciones de los maestros. Incluso libros suyos más discretos como Nostalgia del absoluto, La idea de Europa o Diez razones para la tristeza del pensamiento son recámaras de esa fascinante catedral que era su inteligencia, desde la que leía el mundo con unas claves que hacía accesibles a todos los que se ponían en situación de dejarse educar por él y así escuchaban por su voz las voces de la tradición.

Es usual que cuando se mueren hombres como Steiner se hagan afirmaciones del tipo: “era el último humanista”, “era el último europeo”, o, como al comienzo de este artículo, “el mayor crítico literario vivo”. Ocurre cuando quien se muere marcó una época. Pero Steiner encarnaba toda una cultura y su vida estuvo consagrada a que esa cultura sobreviviera: también a él. Un día, preguntado por la razón que le había hecho quedarse en Europa en vez de hacer carrera en los Estados Unidos –que era una posibilidad nada descabellada tras el horror de la Segunda Guerra Mundial–, Steiner explicó que irse hubiera significado traicionar la palabra de su padre, quien le dijo que, si se marchaba, quería decir que Hitler había triunfado. “Escogí permanecer en Europa porque no hay que dejar que se extinga una cierta presencia del pasado”, agregó.

Era el mismo padre, el banquero Frederick Steiner, que quiso que su pequeño hijo George aprendiera griego antiguo para que pudiera leer a Homero en su lengua original. Eran los años 30 y lo peor estaba por llegar, pero si el mundo no se deshizo luego del todo fue, en buena medida, gracias a padres como aquel y a hijos como el suyo, ese hijo de Europa al que despedimos hoy.