El día que Simón volvió a tocar. Por David Maris
El día que Simón volvió a tocar. Por David Maris

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El 19 de febrero se cumplió un año de la desaparición de Simón Díaz y entre los homenajes está el mejor recuerdo que tiene cada venezolano de él. El de este fotógrafo y artista se une al de la avenida Francisco Miranda de Caracas este sábado, con músicos que interpretan la «herencia» que dejó. 

David Maris / @davidmarisfoto

“Cuando tengas todo listo, le avisamos para que baje a tomarse las fotos. Antes no”, sentenció Bettsimar, la hija y sempiterna representante, responsable y alter ego de Simón Díaz.

La sesión de fotos, para la revista Dominical, era a propósito del premio Grammy que le entregarían ese 2008. Estábamos en su casa, a la que yo iba por primera vez. Muy grande, de paredes rosadas, donde un nivel y otro se comunican no con escaleras sino con una especie de rampa en espiral alfombrada.

Esto sería una concesión especial. Solo porque se trataba de un retrato familiar, junto a su esposa, hijos, nuera y nietos. A mi petición de hacer tomas en solitario del maestro, la hija repitió que «Simón ya no está para eso», que con suerte lograríamos que se juntara con todos un par de minutos. “Tienes que hacer lo que puedas lo más rápido, Simón va a posar para la foto y cuando se canse, sin decir nada, se para y se va”, advirtió Bettsimar.

“Olvídalo, Simón está en su mundo”,  dejó claro doña Betty, la esposa, cuando con ojos de hijo le imploré que me dejara hacer algunas fotos de Simón, pero solo. Ella supo aprovechar algún descuido de la autoridad de su hija para contarme cosas.  “Aunque digan que Simón es adeco, a esta casa de visita han venido todos: los “blancos”, los “verdes” y también algunos “naranjas” y “rojos”.

 

La foto familiar

Ya preparados para la foto familiar. Todos listos, ordenados y encuadrados bajo las luces, sus hijos Bettsimar, Simón y Juan Bautista (quien murió en 2013), su esposa Betty y dos de sus nietos. Una silla vacía junto a la esposa esperaba al tío Simón para comenzar la carrera de fotos, como un caballo suelto pero detenido esperando a su amo.

Al fin el maestro bajó. Llegó directo al asiento preparado para él y sin decir nada comenzó a posar. Perfecto, como siempre. El único del grupo que en todos los cuadros mira directo a cámara, expresivo, profundo, sin un parpadeo, alternando una sonrisa sincera con su clásica expresión de “caracha negro”.

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Portada de la revista Dominical (2008)

 

A los dos minutos y 20 fotogramas se paró, hizo un ademán de despedida como de televisión y se fue. El grupo celebró con especial entusiasmo ese momento de concentración y pose del maestro. En ese ambiente de alegría familiar comencé a recoger mis cosas para irme yo también. Todavía frustrado, no llamó demasiado mi atención que lejos, en otra estancia de la casa, comenzara a sonar un piano.

Emocionada y apurada, me sorprendió Bettsimar. Que me moviera, ¡ya!, ¡rápido!, que algo inusual había pasado. Serían las luces, las fotos,  la cámara, la escena, «no te puedes perder esto», «eres un privilegiado».

Confundido armé la cámara de nuevo, mientras corría por la casa y llegué al piano vertical. Sin cantar, y con evidente placer, Simón tocaba. Alternaba rápidamente melodías propias e improvisaciones de aire clásico en forma de potpurrí, con un toque a veces armonioso, otras golpeado, que todos intentaban alcanzar para acompañarlo cantando.

La fiesta fugaz duró tal vez otros 2 minutos y 15 fotogramas más. De pronto se paró y, listo. Otra vez se fue. Esta vez definitivamente, directo hacia el espiral alfombrado por donde subía a su propia galaxia maravillosa, sin tener que explicar nada. Tenía más de seis meses que no tocaba.