La noche que Bourdain se comió una pizza en La Cabaña
La noche que Bourdain se comió una pizza en La Cabaña

Miguel Sogbi
Paseaba por los jardines que circunvalan la piscina del Hotel Tamanaco. Era un hombre alto, moreno, de piel curtida, cabello negro largo ensortijado y ánimo jaranero.
Era “los mostros de los mostros”, como pregona Rosario en Te quiero te quiero. El mismísimo Diego El Cigala deambulaba por ahí mientras conversábamos en una mesa con Anthony Bourdain. Aquella noche del 23 de agosto de 2007, Venezuela era aún suficientemente grande como para que el Keith Richards del flamenco coincidiera en el mismo hotel con el Mick Jagger de la gastronomía.
Menos de una hora antes habíamos salido del Salón Naiguatá donde recién terminaba la conferencia Confesiones de un chef, el modus operandi de las mejores cocinas del mundo. Edgar Leal y Sumito abrieron la charla. Si hubiese sido un concierto habrían sido los teloneros. La idea era que cocineros, estudiantes y restauradores tuviesen acceso a la experiencia y conocimiento de estas figuras.
Alguien dejó por escrito que el público no se había destacado por sus preguntas, pero Bourdain si con sus respuestas. Las entradas costaban entre 450.000 y 950.000 bolívares, ni fuertes, ni soberanos. Una empresa pequeña como la nuestra había logrado pagar los 20.000 dólares que cobró su agente para dejarle venir. Llegó el 22 en la noche y partió el 24 en la mañana.
Al terminar la charla el teatro retumbó en aplausos. El presentador de No reservations salió por la parte trasera del escenario bordeando el backing tomando un camino que inevitablemente le llevó de nuevo a la sala. Ahí le esperaban decenas de groupies ansiosos por una foto o un autógrafo. Los agentes de seguridad intentaron rodearlo para bloquear al público, pero fue en vano, el propio Bourdain hizo una señal para que los guardias se retiraran. Paciente, afable y liviano, se tomó fotos, firmó autógrafos y sonrío hasta que se fue la última persona.
Había comido bolas de toro en Nicaragua, cuy en Perú, tacos callejeros en el D.F mexicano. Una reina pepiada, o una arepa de huevos de codorniz con salsa rosada, no iba a ser nada para él. “No thanks”. Aún así insistimos en unos asquerositos, nuestra peculiar manera de comer perros calientes callejeros, con repollo, cebolla, queso rancio rallado y algunas salsas impensables, pero prefirió una pizza. No recuerdo que pidió exactamente, pero perfectamente pudo haber sido una Margarita que acompañó con una cerveza fría en el restaurant La Cabaña. Ya en la conferencia se había referido a la pizza como el plato más extendido en el mundo y en privado nos comentó que era además la comida más segura.
Lo recuerdo relajado, algo tímido, reservado cuando no estaba en el personaje de figura de TV o conferencista, pero siempre dispuesto a hablar con quien se le acercara. Estaba un poco inquieto porque había dejado de fumar a raíz del nacimiento de su hija Ariane. Vestía un traje gris sin corbata que le combinaba con su cabellera entrada en canas.
Hace pocas horas decidió irse a los 61 años el hombre que le mostró el mundo al mundo a través de sus cocinas, sabores, personas y rituales.
Darle la vuelta al mundo varias veces, fama, dinero, una cerveza fría con Obama en Hanoi. Quién sabe si la vida que muchos quieren no fue suficiente para Anthony Bourdain. Fue víctima de una enfermedad incomprendida. Una que no afecta el corazón, ni los riñones, pero que tortura el alma y que en su caso sólo encontró salida en la gran epidemia del siglo veintiuno. Su estilo único fue reflejo de una vida plena, epítome de libertad. Su frase hedónica “tu cuerpo no es un templo, sino un parque de diversiones, disfrútalo”, devino en lapidaria tras su muerte. El mundo lo extraña y aunque nunca hizo un programa en Venezuela, al menos se comió una pizza en La Cabaña.