Temores pasados y esperanzas futuras por Víctor Maldonado C.
Víctor Maldonado C. Dic 13, 2014 | Actualizado hace 1 semana
Temores pasados y esperanzas futuras

Temores

 

El 28 de enero de 1985 Juan Pablo II, en aquel tiempo Papa y ahora santo, se reunió con los jóvenes venezolanos en el estadio olímpico de Caracas. Nuestro país ya sentía los dolores terribles de una crisis moral y de significados en razón de la cual nada parecía estar en su sitio adecuado. Sufríamos una terrible tempestad de confusiones luego del primer gran cólico económico ocurrido en febrero de 1983, ese “viernes negro” que le había roto el espinazo a esa “ilusión de armonía”, supuestamente garantizada por el omnipotente estado venezolano.

¿Cuáles son tus temores y esperanza para el futuro? –Preguntó el Papa- refiriéndose a una encuesta realizada a la juventud venezolana en ocasión de su visita. “Estáis viviendo en un momento histórico no exento de dificultades y problemas: crisis de auténticos valores morales, falta de seguridad, problemas económicos, dificultad en hallar empleo, clima de inmoralidad, injusticias, delincuencias, abusos, manipulaciones…”.

Hace veintinueve años estábamos ensartados en el sufrimiento por las mismas vivencias que hoy nos aquejan. Bueno saberlo, porque como advertía Carlos Marx en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte” “el que no conoce su historia está condenado a repetirla como tragedia y como farsa”. ¿Perdimos estos años? ¿Perdimos toda esta etapa de supuesta revolución para la reivindicación de los más pobres? ¿Nos perdimos en la retórica del supuesto empoderamiento popular? ¿Qué pasó aquí que vivimos de manera más aguda los mismos problemas de antaño? ¿Tenemos hoy los mismos problemas que aquellos jóvenes, hoy cincuentones, denunciaban a viva voz esperando una solución?

La respuesta es dolorosamente afirmativa. Perdimos todos estos años porque todos estamos de alguna manera involucrados y comprometidos con malas soluciones a los problemas de siempre. Es un problema de interpretación sobre las razones por las cuales “tropezamos de nuevos con la misma piedra”. Perdimos esta parte invalorable de nuestras vidas porque apostamos al fortalecimiento de un estado que se cree omnipotente pero que es la esencia de todos nuestros fracasos. En nuestro inconsciente colectivo tenemos fijado una predisposición a pensar –erróneamente- en que todas las soluciones pasan por el caudillo y por un gobierno fuerte. Y nos cuesta entender que eso es precisamente los que nos tiene anclados en el subdesarrollo.  Y cuando salen las cosas mal, porque además dentro de este esquema todo tiene que salir mal, perdemos demasiado tiempo buscando culpables y no asumiendo la responsabilidad por todo aquello que nos está ocurriendo.

A finales del siglo XX, cuando las cosas decantaron de nuevo en esa sensación de fracaso y ruptura, la búsqueda termino en otra emboscada cuando entregamos el país a un caudillo que asumió que el mandato recibido era a perpetuidad, irrevocable y sin ninguna obligación contractual con los ciudadanos. Chávez interpretó cada victoria como una encomienda supraconstitucional en la que él y su voluntad eran el principio y fin de todas las cosas. Él se asumió como el alfa y el omega del país, acumulando poder y usándolo a discreción. Pero allí estaba una mayoría -silenciosa a veces y muchas otras movilizadas- pero que no lograba desconectarse de ese atractivo ancestral por las ocurrencias del hombre fuerte. Nosotros cantamos anticipadamente nuestro fracaso, no una vez sino muchas, porque así como practicábamos la postración con Chávez, de la misma forma hacíamos con los líderes de la alternativa democrática. Ambas relaciones tenían como puntos comunes la idealización del líder –erotizado por nuestra sumisión- y el desentendimiento con acuerdos, reglas, procesos y compromisos. Al mal diagnóstico que hemos explicado se le suma esa indiferencia culposa y malcriada que replica el espiral perverso del caudillismo.

Y para colmo, ratificamos a su sucesor, entre otras cosas por ese miedo ancestral al cambio, a perder las migajas aseguradas por el populismo, y a no asumir que inviable un país en el que sus ciudadanos juegan a la desbandada cada vez que les va mal y a la mangüangüa cada vez que hay algo que repartir. El Dakazo es oprobioso por eso mismo. Por la prepotencia del caudillo, pero también por la indefensión de una alternativa que no quiso y no pudo dar una respuesta alternativa, aleccionadora, pedagógica y profética.

La crisis es fundamentalmente moral porque supone una revisión de lo que hemos sido, de lo que somos y de lo que queremos ser de aquí en adelante. Las últimas semanas han ratificado una tendencia irreversible hacia una nueva crisis del populismo. Y aquí va la primera lección: Los populismos no son viables. No sirven para ninguna otra cosa que para el enriquecimiento de unos pocos y la represión y pobreza del país y de sus oportunidades. No son viables todas esas promesas sin fundamento productivo. Y si no le hemos metabolizado seguiremos siendo esa espiral de frustración, desencanto y malas decisiones. Por eso siguen siendo válidos interrogantes cruciales ¿Seguiremos siendo una sociedad dispuesta a comprar como buena las promesas del caudillo populista de turno? Las encuestas dicen que hay una inmensa insatisfacción con el gobierno, sus líderes y sus malos resultados. Ante esas evidencias ¿seguiremos apostando a la misma barajita de la demagogia autoritaria? ¿Seguiremos cayendo cautivados y cautivos del próximo que venga a ofrecernos las mismas falsas soluciones a los viejos problemas? ¿Acaso creemos que otro militar –porque este es un gobierno militar- va a construir por nosotros las condiciones para salir de esta situación? ¿Tenemos un plan diferente a más estado, más poder, más hombre fuerte? La crisis es moral porque nos coloca en el trance de revisar y cambiar nuestras creencias y sistemas de valores, y mientras no lo creamos así, seguiremos equivocándonos.

Los plazos se han cumplido y ahora nos toca una época de revisión y cambio. Pero ese cambio comienza en nosotros. Juan Pablo II, en aquel encuentro con los jóvenes venezolanos, convocó a un esfuerzo de fe y conversión. Su mensaje está más vigente que nunca porque de eso se trata. Y aquí va una segunda lección: Los buenos frutos se recogen cuando las sociedades y sus ciudadanos se reconocen en la búsqueda del bien y el repudio del mal, sin confusiones, reinterpretaciones y eufemismos. El bien es la libertad responsable. El mal es la sumisión, la represión y la devastación de la esperanza. El bien es construir prosperidad. El mal es la vivencia sin significado de esta orgía de corrupción y demagogia que ahora nos tiene arruinados. El bien es aprovechar las buenas épocas para construir futuro. El mal es el despilfarro. El bien es decidir apropiadamente, a la luz de metas fructuosas, pensando en las reglas del bienestar y dejando fuera la tentación populista. El mal es el vicio de decidir con el vientre lo que debería decidirse con la cabeza. Tenían razón los jóvenes de aquella época y tienen razón los jóvenes de hoy en mantener la duda y expresarla con dolor.

Los jóvenes de hoy ¿se dejaran abatir por las dificultades o tendrán el valor de construir una sociedad más justa, más fraterna, más acogedora y más pacifica? Esa fue la pregunta de Juan Pablo II hace veintinueve años y sigue siendo hoy el desafío. El resultado dependerá del aprendizaje. No será por falta de coraje y arrojo. Los ha habido y los hay. Pero ¿seremos capaces de construir pensando en libertad, libertades y derechos? ¿Seremos capaces de desarmar en nuestras mentes a ese estado que se vende como omnipotente? Esto lo escribo mientras Caracas está colapsada por nuevas  versiones del Dakazo o de “tu casa bien equipada”. Ambas peores expresiones de lo más perverso. Allí está el peligro, pero con el peligro conviven sus resultados, y en ese sentido las promesas de hoy ya se defraudaron ayer. Porque  mientras el gobierno saquea y sigue alimentando nuestra peor condición, la de los venezolanos golilleros y mendicantes, también tiene que lidiar con la inflación, la escasez, el desempleo y la desconfianza, que son los únicos resultados posibles cuando el gobierno irrespeta garantías y derechos. Si esta visión simultánea de promesas tramposas y sus malos resultados no nos devela la verdad, entonces estamos peor de lo que podemos imaginar. Por eso el desafío es moral: Si desterramos la opción populista tal vez seamos “capaces de dejar para el futuro un clima espiritual, político y social más digno que el actual”. Y para que eso ocurra, como mil veces lo exigió Juan Pablo II, el primer requisito es no tener miedo a ser libres.

 

@vjmc