El año que viviremos en peligro por Salomón Kalmanovitz
El año que viviremos en peligro por Salomón Kalmanovitz

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El año pasado comenzó aparentemente bien. El crecimiento se aceleró con las exportaciones de petróleo, a US$110 el barril, que infló los ingresos del Gobierno y le permitió aumentar su gasto en obras y servicios.

La construcción también avanzó, gracias a bajas tasas de interés y a los subsidios que la hicieron más accesible. El empleo aumentó, lo mismo que el consumo de la población. La inversión se mantenía muy alta, como pocas veces en la historia del país.

Parte de la riqueza que disfrutábamos venía de la imprenta de billetes de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Las tasas de interés eran negativas y nos prestaban todo lo que queríamos. El dólar se devaluaba y nuestro peso se fortalecía. La economía china demandaba materias primas cuyos precios inflaba. Pasamos de exportar US$9.000 millones a US$60.000; podíamos comprar lo que por tanto tiempo nos resultaba prohibitivo; viajábamos cómodamente por el mundo.

Pero desde hace bastante tiempo habíamos convivido con desequilibrios subyacentes que se solventaban con nuestra prosperidad, al parecer ilimitada. Uribe devolvió impuestos y disipó el ahorro público. Los déficits fiscales se financiaban con crédito barato y abundante. Los déficits frente al resto del mundo se cubrían con nuevas entradas de capital que iban a la minería y al petróleo o a las inversiones en papeles del Gobierno y en acciones. Pero el capital que entra sale más tarde acompañado de sus crías, más aún cuando hay una parada súbita de sus flujos, y ese es un riesgo que nos acecha.

La imprenta de la Reserva Federal frenó su ritmo, la economía norteamericana se fortalece cada vez más y ello hará que su tasa de interés se normalice, que el crédito se nos encarezca, como ya comenzó a suceder. La caída de los precios de las materias primas es un hecho, especialmente cruel con el petróleo que cayó 50% y que constituye la mitad de nuestras exportaciones. Es por eso que la devaluación del peso colombiano ha sido una de las mayores del mundo, pues se reducirán nuestros ingresos externos en una cuarta parte.

El mundo del dólar barato, de las materias primas caras y del crédito abundante anuncia su final. Se nos acabó una década de prosperidad que pensamos nos sacaría del subdesarrollo, pero estamos lejos de eso. Nuestras instituciones no cambiaron mucho: siguen basadas en el clientelismo, la escasa competencia política y en la corrupción que se apropia de buena parte de los recursos públicos, que es lo que impide la construcción de una buena infraestructura o hace que la educación y salud sean de mala calidad o que la justicia no llegue.

Los países que prosperan son aquellos que asignan sus recursos a educar toda su población en las ciencias y las humanidades, que combinadas permiten innovar en todos los sectores de la economía. Son aquellos que privilegian la producción industrial y agrícola y los servicios complejos, para no depender de las loterías de las materias primas. Nosotros prosperamos sólo cuando contamos con buena suerte. No tenemos cómo cabalgar sobre el desarrollo de nuestras capacidades. Quizás una mayor competencia política que surgiría de un acuerdo de paz podría cambiar nuestras instituciones un poco y para bien.

El año que comenzamos es de peligro. Una nueva quiebra de Rusia o de Indonesia, una implosión de Venezuela nos puede arrastrar, como ya pasó en 1998, cuando se dio una corrida de capital por doquier.

 

El Espectador