“Veintedenero”
Amor de mi vida, este artículo, cargado de todo lo bueno que siento, es solo para ti, en este “veintedenero”… cincuenta años después
Ya viene el 20 de enero, la fiesta de Sincelejo
Los palcos engalanados, la gente espera el ganado
Esta fiesta sí está buena, la fiesta en corraleja
Esta fiesta sí está buena, la fiesta en corraleja
Alfredo Gutiérrez, Fiesta en Corraleja
Pido disculpas a mis lectores porque este escrito es para una sola persona. Este año cumplo 25 años escribiendo ininterrumpidamente artículos de opinión todas las semanas. Hoy me voy a tomar la licencia y a dar el lujo de escribir para una sola persona.
Empecé citando los primeros versos de la canción Fiesta en Corraleja, que en Venezuela popularizó la orquesta de Billo Frómeta, sobre las corralejas, las fiestas de toros más populares de la costa Caribe de Colombia y tengo una buena razón: el 20 de enero de hace 50 años fue la fiesta de los catorce años de mi amiga María Lorena Miranda. Aquella noche comenzó una historia de amor que perdura hasta el día de hoy.
Estoy segura de que mi hermano Ricardo me criticará que los sentimientos no se publican, ni se divulgan… Pero yo no estoy de acuerdo: en mi caso, me encantaría que todos supieran que estoy enamorada de un hombre maravilloso. Así que, si estás leyendo, hermano, te prevengo: mejor no sigas…
Hay un previo a la fiesta de María Lorena: otra fiesta, año y medio antes, cuando conocí a Luis Alejandro Aguilar Pardo. Fue en la casa de mi prima Ana Teresa Delgado (hoy de Marín). Yo estaba parada al lado de la piscina, cuando un muchacho alto, delgado, de lentes, entró derecho hacia donde yo estaba, como atraído por un imán, se me quedó viendo y se presentó. Acto seguido, me preguntó: “¿Tú y yo somos primos?”. “No”, le respondí. “Tú eres primo de mi prima, pero tú y yo no somos primos”. “¡Qué bueno!”, me dijo, “entonces nos podemos casar”. ¡Eso fue conociéndonos! En aquel momento él tenía quince años, y yo trece.
El 20 de enero de 1973 comenzamos un noviazgo que, con algunas interrupciones, se alargó por cinco años. Un muchacho de dieciséis años y una jovencita de catorce. Después de esos años él me dejó y cuando regresó, un mes después de haber terminado, yo estaba tan furiosa que no lo acepté. Cada quien hizo su vida por su lado. Ambos nos casamos, tuvimos hijos y nos encontramos ocasionalmente, muy pocas veces, la verdad.
En 2012 nos reencontramos porque él buscaba un árbitro o mediador para un caso de una fundación que tenía problemas entre sus directores. Me copió en una larga lista de recipiendarios de un correo electrónico en el que pedía ayuda. A la tercera vez que lo recibí, me di cuenta de que no había conseguido el árbitro y le respondí que, si le parecía bien, yo podía serlo. En agosto de ese año Luis Alejandro se fue para los Estados Unidos y no supe más de él, sino por los correos masivos que enviaba para ponernos al tanto del desarrollo de los eventos de la fundación.
El 23 de diciembre de ese año recibí un pin en mi Blackberry. Era de él, preguntándome que cómo estaba y deseándome feliz Navidad. Ahí comenzamos una larga conversación que se extendió por más de cuatro horas. Empezamos hablando del presente y terminamos hablando del pasado.
Como los chats no tienen tono (o uno les pone el tono que quiere o cree), retomamos temas de los días cuando terminamos nuestra relación. Por primera vez desde que habíamos terminado pudimos hablarlos y lo hicimos con serenidad. No podía ser de otra manera, porque habían transcurrido más de treinta años, aunque era obvio que, a pesar del tiempo, para ambos seguía habiendo emocionalidad en el tema. Nos dimos cuenta de que, cuando terminamos, hubo una cadena de malentendidos. El pasado no tenía remedio, pero aún quedaba el presente. “Si yo te invito a venir en enero… ¿vendrías?”, me preguntó él. “¡Por supuesto que sí!”.
Recuerdo que, a principios de 2013, yo estaba en un curso para escritores que daba mi querida amiga Milagros Socorro. Una tarde entré con retraso a clase porque estaba conversando con Luis por el Blackberry. Mi mirada me delató cuando se cruzó por unos segundos con la de Milagros, quien me conoce muy bien. Al final de la clase me preguntó directamente, como es ella: “¿estás enamorada?”. Le conté lo que estaba viviendo y le dije que en un par de días volaría para Estados Unidos a encontrarme con Luis. El día que me iba, recibí un pin de Milagros. “Esto es para tu enamorado, de mi parte: si Carolina llega a derramar aunque sea una sola lágrima por ti, te voy a mandar un camión lleno de guajiros con machetes”.
Aquel 20 de enero de hace diez años Luis y yo lo celebramos y lloré como una magdalena. Luis tomó mi Blackberry y le escribió a Milagros “aquí estoy esperando, no tu camión, sino un container de guajiros con sus machetes: tu amiga no ha parado de llorar…”.
Ya son diez años que estamos juntos de nuevo. La vida nos dio una segunda oportunidad y estamos agradecidos por ella. Lo mejor que tiene el amor es que cada persona que se enamora se siente única en su sentir y cada “te amo” aunque se escriba igual, siempre suena distinto, nuevo, inédito en cada caso. Por eso es tan mágico. Es muy fácil caer en la cursilería al hablar sobre el amor y no quisiera eso…
Luis Alejandro Aguilar Pardo, admiro tu verticalidad, tu honestidad, tu decencia, tu inteligencia, tu simpatía y tu bondad. Me fascina que sigas manteniendo tu espíritu de niño travieso. Me encanta que me hagas reír. Disfruto de tu compañía, aunque estemos en silencio, cada uno trabajando en lo suyo. Aprecio que quieras a mis hijas. Eres maravilloso, divertido, único. A los cincuenta años de aquel primer “sí”, mantengo esa respuesta hasta mi último día.
Amor de mi vida, este artículo, cargado de todo lo bueno que siento, es solo para ti, en este “veintedenero”… cincuenta años después.
Dar las gracias
Amor de mi vida, este artículo, cargado de todo lo bueno que siento, es solo…
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