El "por ahora" del 4 de febrero visto treinta años después - Runrun
El «por ahora» del 4 de febrero visto treinta años después
El cuadro general alentaba la salida violenta, el garrotazo militar, el camino del atajo

 

@fariasjoseluis

A eso de las diez de la noche, el FAV-001 tocó pista en el aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía con el presidente Carlos Andrés Pérez y su comitiva a bordo.

El cansancio agobiaba a Pérez, doce horas o más del vuelo Davos-Nueva York-Maiquetía, muelen a cualquiera. Pero el agotamiento ha valido la pena: es alentador el éxito obtenido en el Foro Económico Mundial.

La mirada del presidente estaba puesta en el ámbito internacional, ahí veía su gloria, «el país le quedaba chiquito, no miraba para los lados». Eran evidentes sus ansias de pasar a la historia como un líder mundial.

«Cuando salí para Davos, Suiza, a una reunión de los más calificados representantes del mundo internacional financiero, me fui sin temor de ninguna especie, aunque los sucesos de noviembre y diciembre me habían preocupado. Yo iba a ser, prácticamente, el centro de la reunión. Venezuela venía en un proceso ascendente y triunfante en el desarrollo de su economía. En ese momento registraba las cifras más altas de crecimiento en el mundo y una situación expansiva». (1)

Aunque su vedetismo tuvo que compartirlo con el presidente Nelson Mandela, quien se convirtió en la gran figura de ese encuentro, los resultados del programa de ajustes económicos del gobierno de Pérez alcanzaron reconocimiento y fueron aplaudidos en esa catedral del liberalismo económico.

Pero apenas pisa suelo patrio surge la primera contrariedad. Pérez se asombra de encontrar al pie del avión al ministro de la Defensa, general Fernando Ochoa Antich, junto con el ministro Ávila Vivas. Presiente malas noticias, un aguafiestas de su contento.

Ochoa advierte «cierta preocupación» en el rostro del presidente, que sin ocultar su estupor y antes de saludar, le pregunta:

−General, qué hace usted aquí (2).

La presencia del alto funcionario no estaba prevista en el recibimiento, de modo que alarma a Pérez. Solo deberían estar Casa Militar, representada por el coronel Hung Díaz y el ministro de Interior y Justicia, Virgilio Ávila Vivas, quien había llegado media hora antes.

El ministro Ochoa se zafa de la explicación inmediata pedida por el jefe del Estado. Es hábil, su endurecido rostro castrense no trasluce nada.

−No, presidente. Llegué esta noche de Maracaibo. Supe que usted venía y decidí esperarlo −me respondió muy tranquilo, asienta Pérez. (3)

Se agiliza la salida de la rampa 4 del aeropuerto para tomar el automóvil lo antes posible en medio del nada común despliegue de seguridad.

«Les dije −anota Pérez− que se vinieran conmigo y me acompañaron hasta La Casona. En el trayecto, luego de contarles los pormenores de la reunión, les confesé que venía molido del largo viaje y de las largas jornadas de trabajo». (4)

El pulso entre Ochoa y Pérez comienza

Los ministros aceptan la invitación y abordan el vehículo. La tensión está en el ambiente. El ministro Ochoa va incómodo, quizá algo nervioso, ha meditado, cree tener la clave para explicar su aparición en el aeropuerto: «un rumor».

Pero un rumor es un «ruido confuso de voces», algo que no está claro, de lo que no se tiene certeza alguna.

Un chisme de los tantos que corrían por aquellos días no parecía ser justificación suficiente. El presidente estaba hastiado de «rumores», «informes de conspiración» y «atentados» sin solución concreta de los problemas.

«Había tantos ‘cortocircuitos’ entre los altos oficiales» (5) recuerda Pérez. Las Fuerzas Armadas eran un hervidero de conflictos con acusaciones de corrupción: el «Caso Turpial» de la modernización de los sistemas integrales de comunicaciones navales de la Armada; la denuncia de los tanques AMX30 fueron de los más sonados.

Ambos salpicaron al excomandante del Ejército, general Carlos Peñaloza, y al jefe de Casa Militar, vicealmirante Iván Carratú Molina.

“Se acusaban unos con otros, hacían circular las pruebas de corruptelas de sus adversarios para sacarlos del medio».

El propio jefe de seguridad del presidente, Orlando García, quien según Pérez no le había vendido “ni una navajita» al gobierno, resultó señalado como «perro de la guerra» involucrado en el caso Margold de la venta de batallones de unidades blindadas con la señora Gardenia Martínez, que puso los pies en polvorosa al estallar las denuncias, las cuales involucraron hasta la propia señora Cecilia Matos.

Las grabaciones a militares y altos funcionarios para chantajes que alimentaban los conflictos apuntaban a la responsabilidad del general Herminio Fuenmayor, director de la DIM, que terminó destituido por Pérez.

Los rumores de conspiraciones señalaban a algunos altos militares del grupo «Los notables».

En las FAN también había unos «notables» incluidos el ministro Ochoa y el general Carlos Santiago Ramírez, quien le había disputado la designación del Ministerio de la Defensa con el aval de la señora Matos.

Con las peleas subalternas entre militares ganaba prestigio José Vicente Rangel, con su siniestro «Cicerón», personaje ficticio creado para darle salida a cuanta denuncia le llegaban como eco de esas disputas. También Alfredo Peña, director de El Nacional, que las amplificaba con su proverbial estridencia. Ni hablar de uno que otro periodista recién iniciado en esas lides, tratando de ganar audiencia y prestigio.

Todo el mundo hablaba del golpe en los medios de comunicación. Uslar Pietri usaba su enorme prestigio intelectual para pontificar sobre la crisis del rentismo petrolero y alertar del riesgo de un golpe Estado. Que «no pocos veían como un aliento sibilino para un cuartelazo».

«Los notables», una invención suya, que agrupaba a varias voces oídas en el país: José Vicente Rangel, Miguel Ángel Burelli Rivas, Leopoldo Díaz Bruzual, J. A. Cova, Ignacio Rodríguez Iturbe, Ernesto Mayz Vallenilla, entre otros, soltaban severos documentos contra el gobierno y las instituciones republicanas, que los medios de comunicación replicaban con furor para arrinconar a Pérez.

¿Cuánto de lo que circuló en rumores y noticias entonces era cierto? Quizás nunca lo sabremos. Pero no era poco el daño que tanto se decía afectaba al gobierno y que estaba en que muchos tenían la indiscutible certeza de los actos denunciados eran ciertos, aun sin pruebas.

Eso acentuaba el desequilibrio oficial. Debilitaba al presidente y su gobierno frente a la opinión pública. Opacaba sus indiscutibles logros en política económica, de la que tanto se ufanaban el presidente y sus ministros de la economía en los privilegiados escenarios internacionales.

Mientras tanto, seguía avanzando la felonía militar. «No se tuvo un conocimiento integral de la conspiración preparada por Francisco Arias Cárdenas y Hugo Chávez. El exceso de oficiales generales había provocado rivalidades tremendas y competencias para ocupar los cargos y para tener influencia sobre esto o aquello» (6), con organizaciones políticas de ultraizquierda como Bandera Roja y Tercer Camino. ¡Junto con parte de algunos partidos del estatus!: la Causa R y el MEP, sin que las informaciones procesadas por la DIM y la DISIP fueran conocidas por la opinión pública.

El gobierno se quedaba en la acusación de «desestabilizadores» contra los encapuchados de las continuas protestas en las inmediaciones de la UCV, el Instituto Pedagógico de Caracas en El Paraíso y el Instituto Politécnico Luis Caballero Mejías en La Yaguara, principales focos de las revueltas callejeras.

Estas eran impulsadas por las instancias estudiantiles de la ultraizquierda. Y formaban parte del plan de «calentar la calle» para el golpe de Estado varías veces pospuesto en 1991. El cuadro general alentaba la salida violenta, el garrotazo militar, el camino del atajo.

¡Golpe ya! escrito en marcador negro se leía en baños de botiquines, tascas, areperas y restaurantes, en los asientos de los autobuses. En postes y paredes. Las rencillas alimentaban los rumores. Los voceros de la felonía respondían que la conspiración venía del propio gobierno que «mataba de hambre al pueblo».

Ese sórdido mundo impedía coherencia en el cuerpo castrense. La hostilidad interna era una carcoma que se comía la institución.

El forcejeo tenía historia

Ese es el contexto en el que se produce el extraño encuentro de Ochoa y Pérez la noche del 3 de febrero de 1992

Una vez avanza el automóvil, Ochoa espera pasar el segundo túnel de la autopista, que cruzan hacia Caracas, por la vía de bajada evadiendo la tranca por el automóvil incendiado que le había despertado sospechas un par de horas antes. Respira hondo y suelta:

−Presidente, ¿sabe que hoy se corrió el rumor de que a usted no lo iban a dejar aterrizar en el aeropuerto?

Las escuetas palabras del ministro debieron traer a la mente de Pérez el informe que pocos días atrás, exactamente el 22 de enero, le entregó el general Manuel Heinz Azpúrua, director de la DISIP, presentado nada a más y nada menos que en reunión con el alto mando militar.

El documento relacionaba los indicios que apuntaban hacia los comandantes Hugo Chávez, Francisco Arias Cárdenas, Jesús Ortiz Contreras, Jesús Urdaneta Hernández, Joel Acosta Chirinos y el resto de oficiales que en cosa de una hora o menos atacarían a plomo limpio y saña criminal La Casona, Miraflores y La Carlota.

Sobre la denuncia de Heinz Azpúrua, Pérez «insistió en que deseaba tener una mayor información a su regreso de Davos» (7), exigencia que cayó al vacío, no produjo investigación ni medidas de emergencia. Toda la gestión se redujo a ciertas entrevistas del ministro con algunos de los involucrados que, como era de esperarse, negaron la veracidad de las informaciones.

Ochoa recuerda su conversación con Chávez, «su actitud fue más que respetuosa», como si su buena conducta de ese día lo exoneraba de culpa.

Y añade una inexplicable aclaratoria: «En ningún momento me amenazó con llamar a la prensa si ordenaba su destitución. Me insistió en que eran las mismas calumnias de siempre». ¿Por qué tendría que amenazarlo con una denuncia pública? Curiosa aclaratoria.

Esos alegatos no garantizaban la seguridad del gobierno. La agenda militarista del golpe de Estado para destruir al sistema democrático venezolano continuaría viento en popa.

La respuesta de Pérez fue dura, no era para menos. Cuántos rumores no habría escuchado en sus tres años de gobierno sin precisiones ni medidas que acabaran con ellos, para que ahora su buen humor fuera arruinado con uno más proveniente de boca de su propio ministro de la Defensa.

Recuerda Ochoa que el «presidente Pérez se molestó», que le respondió «alterado».

En el recuerdo de Pérez también se advierte molestia, hastío que se vuelve emplazamiento, severidad:

«Yo me volteo y le digo»:

−Ministro, ¿rumor?, ¿rumor?

−Sí, un rumor.

−¿No hay nada?

−No, presidente.

−Vamos a ponerle coto a eso −le respondí. Vamos a ver qué ocurre en las Fuerzas Armadas. Vaya mañana a las 8 de la mañana a Miraflores. Como no tengo agenda, voy a dedicarle todo el día a reuniones militares para desentrañar lo que está pasando (8).

«Un poco sorprendido por su actitud, Ochoa le respondió:

-Allí estaré, presidente.

El desagrado de Pérez fue evidente, tenía sobradas razones. Ochoa la percibió con claridad, no insistió. “Guardé silencio durante el viaje» (9). La caravana llegó a La Casona. El presidente entró a la residencia, Ochoa y Ávila Vivas se retiraron en sus respectivos automóviles.

Ninguno percibió peligro inmediato en ese momento y si lo sintieron prefirieron guardarlo en sus adentros.

Los rumores que dañaban al gobierno estaban a punto de convertirse en balas que ponían en riesgo su permanencia. Se aproximaban doce horas de balaceras y conmoción nacional que culminarían en el insólito “por ahora” de Chávez.

Notas

1. Carlos Andrés Pérez, memorias proscritas, p. 367 | 2. Ídem | 3. Ibidem | 4. Ídem | 5. Ibidem p. 364 | 6. Ibidem pp. 364-365 | 7. Fernando Ochoa Antich, Así se rindió Chávez, p. 110 | 8. Carlos Andrés Pérez, Ob Cit. p. 367 | 9. Fernando Ochoa Antich Ob. Cit. p. 110.

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