El miedo a la peste - Runrun
Elias Pino Iturrieta Jul 08, 2020 | Actualizado hace 1 mes
El miedo a la peste

Médico durante una epidemia de peste en Roma, siglo XVII (grabado de Paul Fürst, 1656): túnica que cubre el cuerpo, guantes, máscara con forma de pico, sombrero y varita. El apodo «Doctor Schnabel» significa «Doctor Pico». Imagen en Wikipedia.

@eliaspino

La peste ha sido el fenómeno de la historia universal de occidente que ha provocado mayores pánicos colectivos.

Durante los cuatro siglos que corren entre 1348 y 1720, fechas que marcan la evolución de pavorosos males que asolaban ciudades y regiones de Europa, la peste fue la rectora de los miedos compartidos por todos los estratos de las sociedades.

Más que la fiebre miliar llamada inglesa que azotó a Inglaterra y Alemania en el siglo XVI, o que la viruela y la gripe pulmonar activas a partir del XVIII, por ejemplo, capaces de producir  estragos.

Un precioso texto nos informa sobre lo que pudo significar la peste en aquellas sociedades. Hablamos de las afirmaciones de Bocaccio en la introducción del Decamerón, que compendian las sensaciones trágicas y las desesperanzas provocadas por la pandemia en su ciudad. La extensa cita que sigue vale la pena:

“Tanta y tal fue la crueldad del cielo, y en parte de los hombres, que entre el mes de mayo y el siguiente mes de junio, por la virulencia de la enfermedad tanto como por la poca diligencia que cerca de los enfermos se tenía, se cree y afirma que dentro de los muros de la ciudad de Florencia mas de cien mil criaturas humanas fueron arrebatadas de esta vida presente, número que, por ventura, antes que aquel mal aventurado accidente ocurriese no se pensaba que en todas ellas existiera. ¡Oh, cuántos grandes palacios, cuántas hermosas y bien edificadas casas, cuántas nobles habitaciones y moradas, llenas y pobladas de nobles moradores y grandes señores y damas, de los mayores hasta el menor servidor quedaron vacías y solas! ¡Cuántas familias, cuántos excelentes linajes, cuántas grandes y ricas heredades y posesiones, cuántas y cuán preciosas riquezas se vieron sin heredero y legítimo sucesor, desamparadas! ¡Cuántos valerosos y nobles hombres, cuántas y cuán hermosas, graciosas y galanas damas, cuántos gentiles y alegres hidalgos que, no a juicio del pueblo común, mas al de Galeno, Hipócrates y Esculapio, serían juzgados bien salubérrimos y sanos, a la mañana comieron con sus compañeros y amigos, y a la noche cenaron en el otro mundo, con sus antepasados!»

De la lectura se desprende la existencia de una calamidad capaz de crear pánicos generalizados, e incontables casos de locura de centenares de gentes debido a dos razones fundamentales: la voluntad de Dios y la desidia de los hombres. Enigmática e inevitable la primera, criticable la otra.

Una combinación de tal naturaleza no solo provocaba mortandades e insanias, sino ruina material y también, principalmente, la imposibilidad de mantener el gobierno que la república se había dado.

Bocaccio refiere la desaparición de una clase dirigente que no puede sobrevivir pese a las riquezas que posee y a las influencias que puede movilizar, para que la ciudad quede en la cercanía de un abismo sin líderes. Pero también reflexiona sobre las limitaciones de la ciencia para detener el mal. Morir de la noche a la mañana no es una metáfora sobre la proximidad del paso inesperado hacia el más allá, usada ya por los autores de la época, sino la comprobación de la inutilidad de la medicina aun en lugares tan opulentos y civilizados como Florencia cuando despunta el Renacimiento.

Los sacerdotes y los artistas explican o describen la peste como una decisión de un Dios colérico ante los pecados de la humanidad, como una lluvia de saetas justas y certeras fulminada desde el cielo. Es un recurso de comprensión que remonta a la Ilíada, en cuyas páginas habla Homero de las flechas que disparaba Aquiles desde su inagotable carcaj contra los hombres veleidosos.

En las postrimerías del siglo XIII, Santiago de Voragine, autor de La leyenda áurea, manuscrito célebre en adelante, habla de cómo santo Domingo vio a Cristo armado con tres lanzas para acabar con los pecadores. En los sermones se relatan hasta la fatiga escenas parecidas cuando se debe explicar la peste, y las paredes de las iglesias se llenan de imágenes que vinculan la tragedia con una retaliación del hijo de Dios. Problema serio de veras, proclamado por autoridades indiscutibles, debido a que la peste terminaba por entenderse como una responsabilidad de las sociedades que la padecían.

Los pecadores recibían merecido castigo. Pero también la divina misericordia suministraba remedio, por fortuna: los santos antipestíferos. Si se establecía una conexión adecuada entre los implorantes y su presunto puente hacia la salud, como San Sebastián, uno de los más socorridos, el enfermo se podía librar de martirios insoportables, en especial de las llamadas fiebres furiosas y de dolores pavorosos en las ingles y en las axilas, punzadas en las extremidades, bubones y suciedades en el lugar postrero, abandonados hasta por sus parientes más cercanos.

Porque, para aumentar la carga de su tránsito, la peste pone en evidencia un riesgo irrelevante en tiempos normales, algo inadvertido en horas apacibles: el peligro del prójimo.

Los familiares se alejan del contagiado, los médicos los desatienden, o los tratan con excesiva cautela; los funcionarios y los enfermeros cubren sus rostros con unas mascarillas con picos parecidos a los de los pájaros, las ropas se remojan en vinagre cuando se acercan los desdichados que la enfermedad ha sentenciado a muerte, o evitan tragar saliva mientras están en su cercanía. “El enfermo está secuestrado en una zahúrda en el apartamiento más remoto de la casa, o ve que la gente no solo huye de su presencia sino a la vez  de la ciudad, mientras los más diligentes  impiden que los forasteros traspasen las murallas de la  población”, según un documento  de Marsella fechado en 1348.

 “Una ruptura inhumana”¨, afirma el historiador Jean Delumeau cuando estudia las maneras de enfrentar las situaciones de peste comentadas ahora. Pero son casos del pasado remoto, historias superadas e irrepetibles, males corregidos o acabados por la ciencia, por la solidaridad de nuestros días y por la preocupación de las autoridades, especialmente en Venezuela. ¿No es así, estimados lectores?

 

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