El imitador de Nixon - Runrun
Alejandro Armas Jul 03, 2020 | Actualizado hace 4 semanas
El imitador de Nixon

@AAAD25 

Amigos, ¡hablemos de elecciones! No, no de lo que el “nuevo” Consejo Nacional Electoral convocó para el 6 de diciembre, llámenlo como lo quieran llamar. Me refiero a comicios auténticos, propios de una república democrática donde el gobierno no escoge a sus adversarios ni el sufragio es vigilado mediante un carnet. Conversemos, pues, sobre las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Como van las cosas, los venezolanos acaso se interesen más por ese proceso que por lo que sea que salga de la simulación de democracia pactada por el régimen chavista y su oposición prêt-à-porter.

No solo porque a fin de cuentas los norteamericanos volverán a su cita cuatrienal para seleccionar al líder de la nación más poderosa del orbe y responsable de decisiones de impacto global, sino porque también elegirán quién encabezará el más influyente e importante aliado de la causa democrática criolla.

Así que, ¿cómo marcha todo en el “imperio” de cara a las elecciones presidenciales? Bueno, pareciera que la epidemia de coronavirus, así como las protestas contra la brutalidad policial y el racismo a raíz del asesinato del ciudadano George Floyd, han hecho que los comicios pasen a un segundo o tercer plano. Pero inevitablemente todo se conecta. Ello es lo que explica por qué la posición de Donald Trump en los sondeos de intención de voto atraviesa su peor momento desde que arrancó la contienda. La mayoría pone al mandatario más o menos diez puntos porcentuales por debajo de su contrincante demócrata, el exvicepresidente Joe Biden, a nivel nacional, y en aprietos en varios de los estados que muy probablemente decidirán la elección.

A Trump le iba mucho mejor hace unos meses. Pero como dije, el coronavirus y las manifestaciones afectaron la evaluación de su desempeño por los votantes.

La forma en que Estados Unidos ha manejado la epidemia ha sido incuestionablemente deficiente, lo cual es atribuido por muchos al hecho de que la Casa Blanca subestimó el flagelo, en primer lugar, y a alentara lo que expertos en sanidad pública consideran que fue un retiro apresurado de las medidas de cuarentena. Como resultado, mientras que en Europa las cifras de contagio han ido cayendo poco a poco, en EE. UU. se mantienen en niveles récord. Van más de 2,5 millones de casos confirmados y alrededor de 120.000 muertos. Ambas cifras son las más elevadas del mundo. Más estadounidenses han muerto por el virus que en las guerras de Corea, Vietnam, el Golfo, Afganistán e Irak, combinadas.

Las encuestas indican que la gran mayoría de los estadounidenses desaprueba cómo Trump ha lidiado con el coronavirus. Y lo mismo sucede con las protestas. Es en ellas que me quiero detener, para apreciar dos hipótesis sobre su impacto electoral. De acuerdo con una, arrojada cuando la efervescencia callejera estuvo en su apogeo hace algunas semanas, en realidad las manifestaciones le convendrían a Trump. Para entender esta hipótesis, valga el siguiente preámbulo. El populismo de Trump explota las inquietudes de un gran sector demográfico. A saber, los blancos conservadores. Entre dichas inquietudes resalta la sensación de haber caído en el olvido por una elite política obsesionada con atender las necesidades de otros colectivos. Otra es aquello a lo que Bauman se refiere como la aversión a los “babosos extraños”. Es decir, a las minorías étnica o culturalmente diferentes.

Los blancos conservadores que integran el grueso de la base de Trump, y que habitan sobre todo los suburbios y zonas rurales, pudieron haber quedado conmocionados viendo en sus televisores y celulares los videos de disturbios y saqueos en los que degeneraron varias de las protestas, todo ello en grandes ciudades que, en cambio, están repletas de minorías étnicas. Así que, de acuerdo con la hipótesis aludida, el temor a que un caos asociado con los reclamos de las minorías se apodere del país entero movilizaría decididamente a suficientes blancos conservadores para que Trump repita su éxito de 2016. El propio Trump acarició esta idea y no en balde enfocó su mensaje en los componentes violentos de las protestas, comprometiéndose a hacer lo que fuera con tal restaurar la normalidad. Incluso a tomar medidas desproporcionadamente represivas. Todo esto sintetizado una consigna común en la política estadounidense (sobre todo en la derecha): “ley y orden”.

Tanto los seguidores del presidente como algunos de sus detractores se adhirieron a esta hipótesis, los unos con entusiasmo, los otros con alarma. Para respaldar su argumento, trazaron un paralelismo con la victoria electoral de Richard Nixon en 1968. Ah, la legendaria década de los 60, tal vez la más importante de todo el siglo XX en términos culturales. Comenzó irónicamente con la derrota de Nixon ante John F. Kennedy. Su primera mitad estuvo marcada en Estados Unidos por la cúspide del movimiento por los derechos civiles y la legislación que puso fin al racismo legalmente sancionado. Este fue el período de mayor activismo pacífico de la mano de figuras como Martin Luther King (un ambiente retratado recientemente en Selma, la película de Ava DuVernay).

En cambio, algo que marcó la segunda mitad de la década fue una sucesión de tumultos raciales desatados por razones similares a las del asesinato de Floyd más de medio siglo después. La lista es larga: Los Ángeles en 1965, Detroit en 1967 y un gran número de ciudades en 1968 simultáneamente, como resultado de las balas que ultimaron a King.

Bien conocida es la apelación de Nixon en la campaña de este último año, igualmente con el mensaje de ley y orden, a la “mayoría silenciosa”: un bloque de ciudadanos conservadores ajenos a las protestas contra el racismo y la Guerra de Vietnam, y que, a diferencia de quienes participaban en ellas, no llamaban la atención, precisamente por su pasividad. Pero estaban ahí, latentes y alarmados por la situación de su país.

Varios estudios han concluido que cuando las protestas fueron principalmente pacíficas durante la primera mitad de los 60, ello estuvo correlacionado con un aumento en el apoyo al Partido Demócrata, que hizo suya la bandera de los derechos civiles. Quizá la correlación ayudó a Lyndon Johnson a ser electo en 1964. Por el contrario, la violencia de los disturbios que abundaron en la segunda mitad de la década inclinó la balanza hacia los republicanos. Ergo, Nixon resucitó como un fénix luego de que su carrera política pareciera acabada.

Así pues, Trump estaría buscando emular a Nixon, lo cual nos lleva a la segunda hipótesis, que niega que la imitación está condenada al fracaso.

La primera persona que me puso a pensar al respecto fue Jamelle Bouie, un periodista con el que suelo disentir por sus coqueteos con el populismo de izquierda. Pero su artículo de opinión en The New York Times sobre este asunto particular me resultó muy impactante. Bouie sostiene que Trump no puede hacer de Nixon por dos razones. La primera es tan obvia que no sé cómo tantos, yo incluido, la pasamos por alto. A diferencia de Nixon, Trump es el presidente en ejercicio. Si el país arde, le será mucho más difícil convencer a sus seguidores que todo es culpa de otros. Incluso si ellos lo creyeran así, le pueden achacar no cumplir con su promesa de ley y orden. Sería entonces Joe Biden quien pudiera señalar a Trump por incompetencia y, con su larga trayectoria política, presentarse como una alternativa atractiva al jefe de Estado outsider.

La segunda razón es que el perfil demográfico de Estados Unidos ha cambiado mucho en 50 años. En 1970, 87,5 % de la población norteamericana era blanca. En 2010 (año del último censo), esa proporción fue 72,4 %. Además, la población blanca con opiniones negativas sobre las minorías se ha reducido considerablemente.

La segunda hipótesis es la que en este momento luce más fuerte. Sin embargo, hay que recordar que las encuestas pueden equivocarse. Mucho. Se equivocaron con el propio Trump en 2016. Aparte, faltan cuatro meses para las elecciones y la suerte del presidente pudiera cambiar. Quizá la economía, noqueada por el coronavirus, se levanta más rápido de lo imaginado, por ejemplo. En fin, veremos. Yo al menos estaré más pendiente de ver cómo están los ánimos en Ohio y Wisconsin que de un acto de campaña de candidatos de Avanzada Progresista o del MAS. Y no por desinterés en mi país, sino por ser consciente de que lo que ocurra el 6 de diciembre no alterará de ninguna manera la cruel hegemonía chavista.

 

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