No hace falta un coronavirus - Runrun
Alejandro Armas Mar 06, 2020 | Actualizado hace 3 semanas
No hace falta un coronavirus

@AAAD25

Pocas cosas hablan tan bien del grado de desarrollo de un país como una preparación elevada para la contención de pandemias. Lamentablemente, la ciencia de Asclepio no dispone de las artes de Casandra, así que es imposible prever el surgimiento de una nueva enfermedad. Cuando esto sucede, el flagelo puede hacer estragos hasta en las naciones mejor blindadas. El hecho de que una y otra vez seres microscópicos sean capaces de encontrar formas de burlarse de nuestro progreso científico y generar tragedias mundiales es una verdadera humillación para la raza humana, como bien señaló mi genial tocayo Alejandro Oliveros en un escrito reciente. No en balde en la imaginación de H. G. Wells, fueron ellos los que humillaron a otra raza, oriunda del planeta rojo, al punto de la aniquilación.

Por lo expuesto en el párrafo anterior, mucho se habla hoy de un virus en todo el mundo. Se cierne sobre el planeta una atmósfera siniestra, como la de aquella plaga llamada por Poe “muerte roja” en uno de sus mejores cuentos. Sin importar en que rincón del mundo uno se encuentre, hay una sensación de desamparo y de fatalidad, como si solo quedara rezarle a una deidad o esperar a que el azar no haga que la enfermedad brote cerca, ante el fracaso de los gobiernos en su intento de proteger a todos sus ciudadanos de este mal.

Ah, pero hay sitios que no tuvieron que experimentar la aparición de un nuevo tipo de virus para sufrir tal pesadumbre. Son aquellos países que siguen lidiando con enfermedades conocidas de antaño. Los que no han podido desarrollarse como para extirparlos.

Hay uno que no fue ajeno al progreso necesario, que de hecho lo consiguió en el mejor momento de su historia, pero que luego sufrió un retroceso brutal, por caer en manos de una elite anonadantemente desinteresada en el bienestar común y obsesionada con satisfacer su avaricia desmedida. A que no adivinan cuál es.

En Venezuela, como en todo el mundo, hay temor por la posibilidad de que el terrible coronavirus eche sus raíces fatídicas. Ciertamente, si ocurriera, sería un dolor adicional para una tierra que ya acumula demasiados. Pero en realidad Venezuela no necesita una epidemia de esta influenza con esteroides para ser una nación cuya salud pública es azotada por los microbios endemoniados. Ya lo es. Ese es el resultado de haber condenado a una red de hospitales públicos, otrora orgullo patrio, a languidecer hasta la ruina por falta de recursos, en medio de los mayores ingresos que ha obtenido el Estado venezolano en su historia gracias al estallido de los precios del petróleo. Ese es el resultado de haber asfixiado el aparato productivo nacional, incluyendo al sector farmacéutico, con controles de precios y otras regulaciones desastrosas. Ese es el resultado de no mantener las labores preventivas que evitan la propagación de enfermedades y que ya son de manual, a pesar de lo cual han sido descuidadas por la negligencia extrema.

Particularmente escandaloso es el regreso triunfal e implacable del paludismo, el arquetípico mal del trópico. “Paludismo” es un vocablo grabado con hierro ardiente en la memoria colectiva venezolana. Y aunque hasta hace poco su discusión en aulas escolares lo presentaba como una abominación confinada al pasado distante e incapaz de provocar estragos en la actualidad, su mera mención nunca dejó de evocar imágenes funestas. Imágenes de una Venezuela empobrecida, atrasada y maltratada por sus gobernantes. Colmada en sus sabanas de “casas muertas”, como acertadamente tituló Miguel Otero Silva. Átropo, la Parca, se le aparecía a Juan Bimba en muchas formas, presta para cortarle con una gran tijera el hilo del liquiliqui del que pendía su vida. A veces era la pistola de algún esbirro de la dictadura. A veces, la ponzoña de una mapanare u otro asesino rastrero. Pero las más de las veces era el pequeño virus Plasmodium falciparum, responsable del paludismo, también conocido como “malaria”.

Ya lo dijo Rómulo Betancourt, a propósito de Venezuela bajo el gomecismo: los tres peores flagelos eran el aguardiente, los jefes civiles y el paludismo. Claro, para la elite gobernante actual Betancourt fue un representante de la “oligarquía burguesa, fascista, imperialista y neoliberal”, así que no hay razón para atender a lo que su pluma nos dejó.

Es que, naturalmente, a los demócratas les preocupa la sanidad colectiva. No solo por un sentido de la moral y por genuino interés en el bienestar colectivo, sino por el cálculo de mantener a la ciudadanía satisfecha y así quedar bien parados con cada elección. Tiranos como Juan Vicente Gómez, en cambio, no tienen que lidiar con esos asuntos. Juzguen ahora ustedes, queridos lectores, la relación entre el tipo de régimen que tiene Venezuela hoy y el estado de la salud pública.

Acaso no sea coincidencia que justo después de la muerte del “Bagre” tachirense comenzó a destacar el trabajo de Arnoldo Gabaldón, uno de los venezolanos a quienes la República más debe (no es posible que no haya ni un solo municipio con su nombre, mientras que hay seis bautizados como tributo a un bandolero de la peor calaña como Ezequiel Zamora). El primer día de este mes se cumplieron 111 años de su natalicio, así que vale la pena recordar su obra en las próximas líneas.

La labor de este trujillano tuvo sus primeras etapas en los gobiernos de Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, quienes no fueron demócratas, pero sí consideraron que Venezuela debía alejarse poco a poco del autoritarismo gomecista. Una vez iniciado, tuvo la suerte de no verse interrumpido por la inestabilidad política en la segunda mitad de la década de 1940, ni por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

Gabaldón fue puesto al frente de la División Nacional de Malariología por el ministro de Sanidad Santos Dominici en 1936. El propio ministerio fue una creación de López Contreras (recuerden lo que les decía sobre Gómez y la preocupación por la salud pública). Desde este despacho, Gabaldón ideó una estrategia novedosa de ataque a la malaria consistente no solo en el suministro de medicamentos antipalúdicos, sino también en el saneamiento ambiental. A diferencia del coronavirus, el paludismo no se transmite directamente entre personas. Hay un vector, el mosquito Anopheles, otro señalado habitual en las aulas de clases de las escuelas venezolanas. Por lo tanto, poner en jaque la malaria supone impedir las condiciones ideales para la presencia del díptero nocivo. Gabaldón comprendió eso y, junto con su equipo de profesionales altamente calificados, se dispuso a dar guerra sin cuartel a tales condiciones ambientales. Tras un estudio minucioso de la topografía de cada región afectada, el equipo antimalaria tomó medidas como la aplicación controlada del insecticida dicloro difenil tricloroetano (ah, esas lecciones de química orgánica en el bachillerato, con sus sufijos alusivos a dobles o triples enlaces de átomos de hidrógeno y carbono; ok, disculpen la divagación nostálgica).

Los resultados fueron un milagro hecho por humanos de carne y hueso. Durante las décadas de 1940 y 1950, los índices de propagación y mortalidad del paludismo se desplomaron. Poco a poco la enfermedad fue prácticamente erradicada de Venezuela. Me gusta creer que, así como coincidieron no por casualidad los inicios de la carrera de Gabaldón y de la liberalización política venezolana, tampoco fue casualidad que el doctor alcanzara la cúspide de dicha carrera durante el primer gobierno del largo período democrático, como ministro de Sanidad de Betancourt entre 1959 y 1964.

Por estas fechas de marzo temprano, mientras que algunos preferimos celebrar el nacimiento de Gabaldón, otros optan por celebrar la “siembra” del mayor responsable de la triste suerte de Venezuela en el siglo presente.

El legado de un hombre acabó con el legado del otro. El paludismo que tanto costó marginar está de vuelta y dice “presente” en buena parte del territorio nacional. Sobre todo en las selvas de Guayana, tierra que hizo de centro de operaciones para la causa independentista y que hoy, en manos de los autoproclamados herederos de esa causa, sufre además de la malaria la devastación ecológica y la violencia cruenta de los “sindicatos” mineros (i.e. bandas criminales). En 2016 hubo 91 918 casos de paludismo en Venezuela, de acuerdo con una investigación del portal Prodavinci. En 2017 esa cifra se disparó a 411 586. La investigación también señala, con cifras de la Organización Mundial de la Salud, que las muertes por paludismo pasaron de 52 en 2010 a 456 en 2017.

En el mundo antiguo se pensaba que la malaria se transmitía por el aire. “Malaria” es un derivado de la expresión latina “mal aire”. Aunque el mal no es el aire, sí está en el aire, en los mosquitos que lo surcan. Como con el coronavirus en Wuhan, Bergamo y Seattle, hay una atmósfera perversa sobre Tumeremo, Upata, Yaguaraparo, San Juan de Payara y Machiques. Pero no durante los últimos meses, ¡sino durante los últimos años! Aunque me haría muy feliz ver un municipio renombrado en honor a Arnoldo Gabaldón, creo que la mejor forma de honrar su trabajo es repitiéndolo, para volver a enterrar el paludismo. Lo más probable es que para que ambas cosas ocurran, tiene que haber primero un cambio político en Venezuela.