Cuando la vergüenza se perdió - Runrun
Antonio José Monagas Ene 11, 2020 | Actualizado hace 3 semanas

Toda crisis tiene la fuerza necesaria y suficiente para desnudar situaciones que evidencian cuantas carencias, equivocaciones, injusticias y desperfectos pueden merodear las realidades hasta hacerlas reventar. Bien porque los hechos se den por omisión o por actuación. 

Cualquier crisis posible, sea política, económica, social, emocional o existencial, incurre en condenas. Y aún cuando puedan lucir como oportunidades para superar los escollos padecidos, son igualmente dificultades que enrarecen y devastan toda resistencia y fuente donde persiste vida, tanto en fase de crecimiento como de desarrollo. 

Sin embargo, las crisis no dejan de ser perversas en cuanto a que ostentan capacidades que por radicarse en ámbitos muy recónditos, sorprenden toda vez que se convierten en canales de perversión moral, ética y espiritual, como nadie lo imagina. De hecho, nada ilustra mejor tan patéticas situaciones, bastantes propias del mundo político particularmente, que -en lo aparente- no se encuentra forma precisa de hallar salidas lo más rápido posible. Y asimismo, se atoran a la hora de desenmascarar la desvergüenza que penetra hacia todos lados y por todas partes. 

En el fragor de tan rollizo problema generado por la desvergüenza que sus manifestaciones inducen, las razones de las crisis saltan por doquier. Pero sin que sea posible asumirse una postura política de sana indiferencia capaz de salvar alguna parte de lo que puede dirimirse en el centro de la situación en cuestión. Todo es un caos que termina haciendo quebradiza cualquier realidad que se halle en el curso de su dirección. Las realidades se tornan en arreglos fractales al convertirse en combinaciones de estructuras fragmentadas„ quebradas o fracturadas lo que dificulta y aplaza el ordenamiento de las realidades en todo sentido. 

Lo que recién vivió el país político, en el devenir de la profunda crisis política que ha arrasado con distintos preceptos que provee la Constitución de la República, en cuanto a libertades, derechos, deberes y garantías propias de ser exhortadas a través del engranaje de sus poderes públicos, fue un absurdo desde toda perspectiva bajo la cual se analicen los hechos. Por consiguiente, hechos éstos profundamente cuestionables. Así como contradictorios en toda la amplitud del concepto de “democracia”.

Sobre todo, cuando el evento desmerece de las implicaciones de valores morales y políticos de tanta significación y trascendencia, como la “vergüenza”. Y es que no hay otra virtud  tan juzgada como la “vergüenza” bajo la cual se exalte la conciencia considerada como el cimiento donde se implantan la dignidad, la decencia, el respeto, la justicia, la verdad, la constancia y el compromiso.

Es así que cuando falla la “vergüenza”, fallan también sentimientos que sólo pueden expresarse cuando el alma se hace piel y la piel, vida. Por eso la jerga popular asintió que “la vergüenza una vez perdida, se pierde para toda la vida”. Y esto no resulta del infundio de circunstancias, pues la vida sabe bien que quien mejor puede soportar sobre sí el peso de sus esfuerzos y abnegaciones, mejor le resulta luchar la batalla más dura por cuanto de ella saldrá doblemente vencedor.

Cuando hay vergüenza a conciencia, se tiene el poder para evitar que la corrupción del alma invada los sentidos del cuerpo. Y al mismo tiempo, que las tentaciones que aviven los placeres. Es ahí cuando la conciencia puede advertir los peligros que implica estar a las puertas de la traición. Aunque el disimulo actúe cual cómplice de mal agüero. Por eso, la pérdida de la vergüenza arrastra, del otro lado, la pérdida del respeto. Y en consecuencia, el menoscabo de valores que sirven a la “vergüenza” para asirla como mástil de banderas que ondean el pabellón de la integridad. 

En buena media, este problema se suscita cuando la cultura política se ve dominada por la inmediatez y el pragmatismo vulgar. Porque es ahí, como explicaba Carlos Matus, “(…) donde se vuelcan los intereses hacia problemas intermedios del sistema político y se abandonan los problemas terminales del sistema social”. Porque también es ahí, donde se extravían los valores que deben fundamentar el ejercicio de la política. 

No hay duda que la “vergüenza” es un sentimiento que pocos saben vivir. Y peor aún, ni siquiera alcanzan a comprenderla. Ni en su más sucinta acepción. Pero sucede que el ejercicio de la política, tiende a justificar su rebote cuando sus heridas condenan las palabras que dieron carácter y forma a cualquier discurso pronunciado en aras de conquistar los espacios que apetece la voracidad política en momentos de demagógico proselitismo. 

O sea, es cuando la vergüenza se echa a un lado. Pero con dinero que no entiende de la vida. Particularmente cuando por razones de corrompidas ideologías, llega a sostenerse que la vergüenza funge como estribo de la vanidad al considerársele un signo de debilidad. Lejos queda tan equivocada y burda creencia, de considerar la “vergüenza” condición clara de humildad, claridad, compromiso y fortaleza.

Posiblemente sea ésta una razón, entre tantas, para que dentro del juego iracundo y fustigante de la política mal concebida, se haya permitido que en el desenvolvimiento apresurado, indolente y malicioso de muchos politiqueros de oficio, se haga público el momento cuando la vergüenza se perdió.