Relatos hipócritas de una tragedia - Runrun
Alejandro Armas Mar 01, 2019 | Actualizado hace 3 semanas
Relatos hipócritas de una tragedia

 

ESTE AÑO FINALIZADO EN NUEVE HA DEBIDO SER DE ESPECIAL significación celebratoria para el chavismo, puesto que los eventos conmemorados en fechas prominentes de su calendario litúrgico cumplen varias décadas. Específicamente, la primera toma de juramentación del “mesías” cumplió dos, mientras que los hechos traumáticos que sacudieron la capital venezolana de forma no vista desde el sismo de 1967, cumplieron tres. Empero, las festividades de rigor fueron bastante alicaídas, por decir lo menos, lo cual no evitó el despliegue propagandístico en medios controlados por la elite gobernante y redes sociales (cortesía de bots en este caso). Y así, a primera hora de la mañana nos encontramos con la fea y falaz etiqueta de Twitter #27FebRebeliónAntiimperialista. Parte de los intentos por tergiversar la historia con mitos instrumentales que justifiquen la estadía eterna de la autoproclamada revolución bolivariana en el poder.

El 27 de febrero hubo un estallido de descontento social que se salió de control y devino en conductas delictivas. No hay justificación para el saqueo. Punto. Tampoco la hay para la respuesta desmedida y brutal de las autoridades, cuya trágica consecuencia todos conocemos. Fueron en verdad unas jornadas terribles, un parteluz en la historia que anunció el fin de una era caracterizada por una estabilidad atípica en las repúblicas suramericanas, así como el inicio de tiempos turbulentos que desde entonces no han cesado. Muchos no podían creer las dantescas escenas que desfilaban ante sus ojos. Los planes de mis progenitores, novios entonces, de bajar a la playa con amigos para celebrar el cumpleaños de mi padre fueron cancelados en un zarpazo de autoridad maternal (es decir, de mi abuela) en atención a “las cosas raras que estaban pasando en la calle”. Hijos de la democracia puntofijista, su primera reacción fue de protesta resignada. Solo cuando vieron en el televisor los robos masivos se dieron cuenta de que algo verdaderamente grave estaba pasando.

Sin embargo, las cosas como son. No hubo escenas propias de Teherán en 1979, con gritos de consignas contra Estados Unidos y la quema de la bandera de barras y estrellas. La furia desatada ni siquiera se dirigió hacia el núcleo del poder político nacional, ni contra sospechosos habituales en las narraciones de la extrema izquierda, como las asociaciones patronales. En otras palabras, los gritos iracundos no fueron dirigidos hacia la embajada norteamericana, ni Miraflores ni la sede de Fedecámaras. La trinidad satánica (marxismo-leninismo dixit) de los representantes de Washington, los lacayos políticos criollos del Tío Sam y los capitalistas explotadores locales no fueron el blanco de la supuesta “rebelión antiimperialista”. Más bien, los afectados fueron en su mayoría los propietarios y trabajadores de comercios pequeños asaltados por las turbas. Aunque la pérdida de propiedad y empleos no pueda equipararse con la de vidas (“no matarás” está antes de “no robarás” en el Decálogo por una razón que hoy persiste en la moral secular), aquellos mercaderes también fueron víctimas del Caracazo.

La leyenda de aquellos días que se pretende imponer desde el poder sostiene que una cábala de malvados tecnócratas arrodillados ante esa meretriz babilónica que es el FMI aplicó un “paquetazo” de herejía neoliberal, lo cual produjo el iracundo rechazo del pueblo humilde, el despertar de su conciencia de clase. Esta burda manipulación omite mucho contexto. Es cierto que el aumento en el precio de la gasolina y el resultante alza en el costo del pasaje urbano de autobús fue la chispa que encendió la pradera, por tomar prestada la expresión de Mao. Sin embargo, las chispas no producen explosiones si no hay pólvora acumulada alrededor. En este caso, la pólvora fue la inconformidad acumulada ante la situación económica y social del país a lo largo de buena parte de los años 80, no durante los pocos días transcurridos entre la “coronación” de Carlos Andrés Pérez y el pandemónium del 27 y el 28 de febrero.

Como en la mayoría de los otros países latinoamericanos, si no es que todos, la década de los 80 fue bastante desfavorable económicamente en Venezuela. La caída de los precios del crudo y otros problemas pasaron factura al populismo petrolero. Todos quienes lo vivieron recuerdan al “Búfalo” Díaz Bruzual, la devaluación y la imposición de los primeros controles de cambio. También Recadi y sus escándalos, el chivo expiatorio Ho Fuk Wing y Tomás Henríquez enfrentando la corrupción cambiaria en el filme de Olegario Barrera “Operación Billete”. Otro tipo de regulaciones, el que mantuvo los precios de bienes y servicios represados, no ocupa tanto espacio en la memoria colectiva. Estos controles no eran ninguna novedad para Venezuela en aquel entonces. Desde los años 40 han sido la reacción más frecuente de la clase política al flagelo inflacionario. “Los comerciantes avaros son culpables”.

Pero las regulaciones no cumplieron su cometido. Por el contrario, la década de los 80 incluye varios años de inflación récord en Venezuela. En cambio, sí produjeron escasez de bienes controlados (aunque ni cercana a la actual). Mientras, el ascenso social de las dos décadas anteriores se revirtió, con aumento progresivo de la pobreza. Este fue el caldo de cultivo de las pasiones que encendieron el Caracazo. Las satanizadas medidas “neoliberales” implementadas por el gobierno de Pérez eran necesarias para ponerle fin. Desafortunadamente, no se supo entonces compensar su impacto con algún tipo de ayuda social que aliviara el golpe al ya aporreado bolsillo del venezolano común.  Tampoco hubo una explicación eficaz sobre los errores pasados y la urgencia de las reformas. En cambio, el “paquetazo neoliberal” de 1996 no produjo otra “rebelión antiimperialista”, quizá en parte por la forma en que el ministro a cargo, Teodoro Petkoff, puso en práctica sus dotes de comunicador.

Los gobiernos chavistas llevaron a extremos sobrecogedores el mismo ambiente precursor del Caracazo. Los controles de precios devastaron el aparato productivo nacional, llevando a una escasez calamitosa. La hiperinflación hace que los incrementos de precios en los 80 luzcan ínfimos. La pobreza se ha vuelto tan intolerable que ha impulsado el mayor éxodo en la historia suramericana. Desde hace varios años Venezuela está sumida en una anomia caracterizada por el brote de protestas contra la pésima calidad de vida y que a menudo degeneran en disturbios y saqueos. Sin embargo, incluso cuando estos episodios son pacíficos, la respuesta de las autoridades frecuentemente es la represión dura, sobre todo cuando las manifestaciones adquieren un carácter político y exigen un cambio en la conducción del país. El testimonio de los habitantes de los barrios de Caracas sobre las arremetidas policiales antes, durante y después del 23 de enero pasado es espeluznante. El reclamo contra la miseria y a favor de un cambio gubernamental (algo que, insisto, no hubo en el Caracazo) es tratado como el más horrendo de los delitos. Todo esto mientras el aparato de propaganda celebra la “rebeldía heroica del pueblo”… En febrero de 1989, claro está.

Como nota de cierre me permito recordar que los hechos trágicos del Caracazo siguen en esencia impunes. Tras una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el Estado venezolano, ya con Hugo Chávez al frente, aceptó su responsabilidad. Pero nadie ha sido condenado por una corte venezolana, como tiene que recordarnos el Comité de Familiares de las Víctimas aniversario tras aniversario. Solo queda la retórica como intento de suplantar una realidad desterrada por “contrarrevolucionaria”.

 

@AAAD25