El paraíso criminal y sus muñecas
No queda otra alternativa que prevenirnos una vez más contra el poder absoluto, el carisma fatal del caudillo, los gobiernos extensos y los populismos irresponsables
Acabo de leer el último libro publicado por Ibéyise Pacheco, Las muñecas de la corona, así se llama. Es una descripción novelada de la concupiscencia que viene como consecuencia de la fatal corrupción. El poder, practicado para el propio beneficio, alejado de las promesas y compromisos con el país, convertido en una vivencia de descomposición social y tramas que se entrecruzan, aprovechando para ello el telón de silencio, complicidades y represión que caracteriza a los regímenes totalitarios, sobre todo aquellos con trazas caribeñas, que han asumido la fórmula que garantiza el secretismo, proporcionado por la receta cubana. Ellos viven un mundo paralelo. Nosotros sufrimos la realidad que ellos provocan. Y esa realidad es mala y precaria, entre otras cosas, porque el mal es lo que ellos practican, y del mal no puede obtenerse algo bueno.
¿A qué se dedican ellos cuando no hay cadenas nacionales? Esa pregunta siempre me ha intrigado. Porque obviamente no es a gobernar, si por gobernar se entiende administrar los recursos del país para garantizar abundancia institucional y toda la libertad posible para que los ciudadanos puedan emprender fructuosamente sus proyectos de vida. Las respuestas son obvias, y los datos de la realidad son explícitos. Aun así, resulta difícil imaginar que seamos víctimas de un mal tan intenso.
Sin ahorrarnos el mal trago del darnos cuenta en qué tipo de abismo nos encontramos, la autora Ibéyise Pacheco nos va desentrañando la respuesta. Porque ser los ductores de un paraíso criminal, poder sobrevivir a las diversas expresiones de una coalición cuya única ligazón es saquear todo el tiempo que sea posible, con toda la impunidad que consigan, requiere de una dedicación a tiempo completo que, sin embargo, les deja tiempo para hacer realidad cuanto capricho les pase por la cabeza, sobre todo si se asume que el placer es parte irreductible del negocio.
El pudor republicano hace mucho tiempo dejó de estar entre las premisas del régimen. Entrampado en su propia racionalidad, reducidos a mantener el poder, porque es la única forma de seguir saqueando, y mientras tanto, de seguir disfrutando de un paraíso hecho a su medida, con sus propias reglas, sus peculiares reparticiones, y esos pequeños placeres que terminan siendo parte de un sistema de suministros fundados en organizaciones delictivas, y denigradoras de la dignidad de las personas. La autora nos muestra esta vez la descomposición moral a la que puede llegarse cuando se deja de lado cualquier límite ético y se vive bajo la consigna de que “todo vale si se puede pagar”.
Hay dos preguntas éticas que nos pueden resultar crucial a los efectos de entender lo que nos está pasando y los alcances del daño que estamos sufriendo. ¿Son las relaciones de poder las que determinan lo bueno y lo malo? ¿Qué sabemos de nosotros mismos? No siempre resulta grato el encuentro con nosotros mismos. No siempre es cierto que haya un deslinde absoluto entre ellos y nosotros. El régimen se alimenta de muchas maneras en las riberas de los que se les oponen.
Me refiero a esas sombras que nos hacen ser permisivos y transigentes. Lo que nos permite ser tan dúctiles y comprensivos con la falta de integridad, las dobles agendas de la perversidad, la escasez de lealtad, el escaso apego a proyectos compartidos, el ego excesivo que, de repente, se transforma en un demoníaco narciso, la confusión de los ingenuos y las tramas telenovelescas que pretenden finales felices, todos unidos, los buenos reafirmados por los malos arrepentidos a última hora, lo bello asociado a la virtud y lo feo vinculado al pecado, sin que se crucen esas líneas frágiles entre la ética y la estética.
La realidad es más confusa. Muchas veces los venezolanos están más que dispuestos a comprar las reglas del juego que les plantea el poderoso de turno. Lo bueno, es lo que así le parezca al caudillo. Lo malo es lo que le repugne. Lo bueno es lo que nos permita pegarnos a la teta del saqueo distributivo. Lo malo es lo que me execra de esa posibilidad. Lo bueno está asociado a lo que hacen mis amigos, aunque sea malo. Lo malo es lo que hacen mis adversarios, aunque sea bueno. Los venezolanos tienen una fatal propensión a juzgar las acciones y los resultados en relación con la afinidad que tengan con los actores. Somos fanáticos del clan, y eso muchas veces nos coloca en la situación de elegir mal y vivir las consecuencias, que a veces son tan fatales como la muerte.
Lo cierto es que Ibéyise Pacheco va desgranando en su novela el efecto dominó que va descalabrando instituciones para nivelarlas al paraíso criminal donde buenos y malos apellidos, mejores y peores familias, negocios productivos y otros creados en el camino, se confabularon para apropiarse de los recursos del país y de sus riquezas, bajo la conducción de un líder negativo, su corte de bufones y falsos sacerdotes, teniendo como supuesto que cualquiera de sus caprichos solo podía significar una oportunidad para hacer ese negocito que faltaba, cobrar la comisión correspondiente y repartir al país como si fuera un despojo.
El caudillo populista cumplió el guion perfectamente. Es que no se puede esperar otra cosa del ejercicio del poder absoluto que esa descomposición total que significó su tiempo al frente del poder. Repartición irresponsable fundada en un gasto público caótico, compras que eran hechas solamente para cobrar la comisión, y por supuesto el financiamiento de esos delirios de gran líder mundial y país potencia que todos acataban simplemente porque también les tocaba lo suyo. Pero lo más sórdido fue llegar a saber que todo esto operaba como el antiguo régimen francés: las favoritas, las cercanas al lecho, eran de hecho las dueñas de la situación.
El mal existe
No queda otra alternativa que prevenirnos una vez más contra el poder absoluto, el carisma…
Por eso la segunda pregunta crucial es esta: ¿Qué sabemos de nosotros mismos? Porque si se es capaz de ver la propia sombra y de soportar el conocimiento de ella, estaría resuelta una pequeña parte de la tarea. Así lo dice Jung. Y en este sentido la autora del libro propone una terapia descarnada donde no se aprecia inocencia sino una gran calamidad en ese “todo vale” que a la hora de las chiquitas nos caracteriza. ¿Somos una sociedad de trasgresores?
En ese mercado de compra-venta de cualquier cosa, ¿cuál es el precio que nosotros tenemos? ¿Cuál es nuestra valoración de la corrupción? ¿Son aceptables “nuestros” corruptos y detestables los “otros”? ¿Las putas son “las otras”? ¿Son buenos porque son los nuestros, o porque tienen integridad, virtud y coraje? ¿Qué papel juegan los que están en la cuerda floja? Y finalmente, en esta circunstancia llena de tantas ambigüedades ¿tiene sentido ese llamado universal a la unidad de todos? ¿Todos? ¿También los marcados por la corrupción?
Toda relación de poder es problemática. En el segundo libro de Samuel, capítulo 11, se narra la infeliz circunstancia de un rey poderoso, envanecido y arbitrario que, olvidándose de Dios, decidió apropiarse de la mujer de uno de sus más valiosos generales. David llamó a sus aposentos a Betsabé, aun conociendo que era de otro. Los acontecimientos se van desencadenando para mal. La mujer queda encinta, David no tiene cómo justificar, y Urías, así se llamaba el esposo cornudo, no dejaba ni un momento de ser fiel a su juramento como soldado. David lo mandó matar, al ordenar que lo dejaran solo en el momento más duro de la batalla. El poder da para eso y para más si no se atiene a ciertos rangos de virtud, por demás muy difíciles de sostener. David era culpable, y así lo juzgó Dios. Pero Betsabé se prestó al juego.
Lo digo porque en esta trama que tan bien describe Ibéyise Pacheco en “Las muñecas de la corona” no hay otra víctima que un país devastado en sus principios, víctima de sus propios mitos, débil frente a los estragos del poder, que una y otra vez cae víctima de espejismos de dominación, control, riqueza y placer, al final tan costosos y difíciles de contener como la arena del desierto en las manos.
Por eso no queda otra alternativa que prevenirnos una vez más contra el poder absoluto, el carisma fatal del caudillo, los gobiernos extensos y los populismos irresponsables. Otro país, el otro país que ha sufrido el vértigo de este paraíso criminal, merece aprender la lección y no repetir el ciclo infernal donde al parecer ninguna trasgresión se ha ahorrado. En muchos sentidos hemos tocado fondo. El fondo moral de la absoluta confusión, de la total inversión ética, un infierno sin reglas claras, donde todo parece perdido. Tocará edificar sobre nuevas bases. ¡Lo haremos!