Pedagogía de la dignidad, por Antonio José Monagas - Runrun

Pareciera que el concepto de dignidad, poco ha sido atendido al momento de escribirse leyes que exaltan libertades y derechos humanos. Lo que se tiene en Venezuela, por ejemplo, se ha hecho de manera tan abstracta que a la hora de aplicarse las mismas, quienes administran y ordenan justicia, olvidan atender el respeto a la necesidad de discernimiento como principio de autonomía de vida. Tan cuestionable omisión, ha sido razón de problemas cuya profundidad ha permitido la degradación de valores morales, muchas veces, precariamente advertidos. Tanto, que el ejercicio de la política en contextos de obsolescencia y obcecación, ha desplazado la dignidad para que su lugar sea ocupado por intereses movilizados desde la codicia, la desvergüenza y la indolencia.

Es obvio admitir que la praxis política, se vea sometida a importunos cambios fácticos. Cambios estos que además de direccionar procesos dirigidos a enfrentar problemas relacionados con la incertidumbre, coadyuvan a enrarecerlos y encarecerlos. Sobre todo cuando lidiar con la incertidumbre mal definida, conduce a entrabar la gobernabilidad. Inclusive, desde los esfuerzos que pueden lograrse a través de los recursos de la planificación.

Pero de ahí, a permitir que contravalores dificulten comprender la dignidad como valor interior y soberano que tiene todo ser humano, indistintamente de su situación económica, social o cultural, tanto como de sus creencias o pensamientos, es un aberración que atenta contra la condición democrática de la cual se precian hoy día importantes sistemas políticos nacionales.

La dignidad comienza en el mismo punto donde se erige el respeto, por cuanto es significación del alcance de las libertades de las cuales goza el hombre en virtud de las posibilidades que es capaz de construirse en medio de las realidades que enfrenta y de los problemas que desafía y sabe superar. Por eso puede asentirse que la dignidad es un valor político. Está tan consustanciada con la política, que las dignidad no se conjuga en plural. Ni tampoco, es lugar común de corrientes colectivas o espacios de conjuradas afirmaciones que terminan sin nada que proponer.

La crisis del Estado venezolano, adosada a una estructura social y económica carcomida por un proceso histórico colmado de distorsiones apuntaladas por la futilidad que revistió el modelo político empleado para gobernar al país en el siglo XXI, no tuvo la precisión moral ni ética para considerar la dignidad del venezolano como razón para apalancar el desarrollo nacional en todas sus manifestaciones.

Mejor demostración del tamaño del yerro cometido, ha sido la vigente gestión gubernamental. Particularmente, en el curso de los años contados a partir de diciembre de 2007, fecha ésta cuando el régimen empieza a mostrar, con su pretendida “Reforma Constitucional”, sus ídolos de yeso soportados sobre pies de barro. O sea, a revelar su verdadera desnudez. A desprenderse de la careta con la que emulaba ser un “Estado democrático y social de Derecho y de Justicia”.

Fue momento para iniciar su debut como “dictadura” cuyos efectos eran encubiertos con la excusa de procesos electorales, amañados por un Consejo Nacional Electoral cómplice, y realizados a razón de uno por año, aproximadamente. Esas prácticas políticas, incitaron todo un mundo de oscuridad lo que fue permitiendo solapar perversidades e ilegalidades amparadas por la impunidad de un régimen que vino fraguando un estilo de Estado “forajido”. El apetito de poder fue estimulándose cada vez más, toda vez que la codicia del empedernido dictador se hizo directamente proporcional a los recursos provenientes de los jugosos ingresos petroleros que caracterizaron el comportamiento del correspondiente mercado que signó el primer decenio del siglo XXI.

Los tiempos que siguieron fueron desventajosos. La popularidad del gobernante comienza a declinar por cuanto el populismo forjado a través del indefinido socialismo, se utilizó a manera de burdo pretexto para expoliar los factores de producción de los cuales se valía Venezuela para sostenerse en medio de la debacle que comenzaba a pulular. Así fue, luego que los ingresos de la renta petrolera, igualmente, se vieron contraídos al extremo que afectó la tendencia, ya débil, de la productividad venezolana.

A la par de tan obstruidas condiciones, el régimen siguió dejando al arbitrio de las circunstancias, la noción de dignidad. Nunca entendió lo que asintió la Constitución de 1999 cuando su artículo 3, fuera redactado en pos de tan noble referente. Describe este precepto que “el Estado tiene como fines esenciales la defensa y el desarrollo de la persona y el respeto a la dignidad”. Y aun cuando dicha consideración puede resonar en la espiritualidad del venezolano, el constituyente de entonces olvidó recalcar su importancia. Tanto así que dicho valor, si bien es referido siete veces más, se hace a desdén de meritorias implicaciones que darían cuenta de su esencia y trascendencia. Sus alusiones, comprometen mezquinamente el deber del Estado a cumplir obligaciones más por el interés político de exaltar la gestión de gobierno en curso, que por la necesidad de exhortar su sentido como valor ciudadano.

Pero a pesar de que para el régimen la dignidad que alude el texto constitucional suena a cumplidos exentos de la estimación necesaria, para venezolanos de convicciones democráticas la dignidad ha sido la fuerza que ha animado las esperanzas a partir de las cuales enarbola los sentimientos de libertad sobre los que descansa su espíritu luchador y perseverante. Por eso el venezolano demócrata, decidió afrontar las impudicias de un régimen amilanado y pusilánime, en la calle. Decidió demostrar que su dignidad es el bastión de la moral que precederá y presidirá los cambios políticos por venir. Porque para estos venezolanos que, con arrojo han soportado la pestilencia que destilan estos gobernantes de verbo impropio, y embarrados de excrementos del diablo, su dignidad se convirtió en la conciencia de su existencia, en el paroxismo de la vida.

En medio del caos sembrado por un régimen anulado por su misma opacidad, la dignidad del venezolano se transformó en el mejor escudo con el cual hace posible resistir los embates de una violencia desalmada, de una tiranía obscena, de la desvergüenza hecha gobierno. Por tantas razones juntas, es fundamental significar que para defenestrar tanto impudor con altaneras ínfulas de gobernante socarrón, es ineludible e inminente actuar en lo sucesivo con sentido nacionalista e institucional profundamente apegado a postulados de la pedagogía de la dignidad.

“Cuando no existe distancia entre el deber y el poder, se pierde la capacidad de detectar y otear cualquier peligro que amenace la socialización como principiode libertad y autonomía”

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