¿Volvió la realpolitik a la Casa Blanca? - Runrun
Alejandro Armas May 11, 2018 | Actualizado hace 2 semanas
¿Volvió la realpolitik a la Casa Blanca?

Desde que sus victorias estado tras estado en las primarias republicanas dejaron muy claro que Donald Trump no es ningún cero a la izquierda digno de menosprecio, dentro de Estados Unidos y en el resto del mundo empezaron los temores de que un individuo con tal reputación de impulsividad estuviera a cargo del mítico “botón nuclear”. Algunas inquietudes fueron aliviadas por el supuesto de que Trump, en nombre de la política de America first, se embarcaría en un aislacionismo similar al del período de entreguerras, como habrían evidenciado sus críticas al papel de EE.UU. en Irak, Siria y Libia. Pero a juzgar por las nuevas intervenciones norteamericanas en la segunda de estas  naciones, así como por  aquella suerte de pequeña reedición de la crisis de los misiles con foco en Asia en vez del Caribe, la actual Casa Blanca no parece dispuesta a prescindir de su tradicional papel geopolítico.

Ergo, los rostros de quienes asesoran a Trump en su política exterior son tema de interés global. Un primer punto llamativo es el hecho de que en posiciones de tal importancia haya habido cambios de titularidad tan rápido. Estados Unidos no es como Venezuela, donde los miembros de gabinete se rotan con regularidad. Rex Tillerson y H. R. MacMaster duraron poco más de un año en el Departamento de Estado y la oficina del asesor nacional de seguridad, respectivamente. Sus sendos reemplazos, Mike Pompeo y John Bolton, son dos ejemplos de funcionarios que favorecen la dureza en la defensa de los intereses  internacionales de EE.UU.

Pompeo, desde sus días como congresista por Kansas, fue crítico acérrimo del acuerdo regulador del desarrollo atómico iraní, suscrito por el gobierno de Barack Obama en sus postrimerías. En una ocasión dijo que prefería “2.000 ofensivas para destruir la capacidad nuclear de Irán”. Bolton fue un funcionario llamativo durante el el período de George W. Bush, como subsecretario de Estado para Control de Armas y Asuntos de Seguridad y embajador de EE.UU. ante las Naciones Unidas. Desde luego, apoyó la invasión de Irak. También ha respaldado la idea de ataques preventivos contra Irán y Corea del Norte.

En fin, el equipo de Trump recuerda aquellos días de la década pasada en los que Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y otros conservadores trazaban las línas maestras del juego geopolítico de Washington. Justamente por eso fue tan sorprendente ver que Pompeo se estrenara como secretario de Estado abordando un avión rumbo al Lejano Oriente, para tenderle la mano a ni más ni menos que el líder supremo de Corea del Norte, Kim Jong-un. Si eso no bastó para dejar al mundo boquiabierto, luego Kim cruzó la infame frontera militarizada con Corea del Sur, donde el presidente de ese país, Moon Jae-in, lo recibió con un abrazo. Acto seguido se anunció el inicio de negociaciones para poner fin formalmente al estado de guerra vigente desde 1950, cuando el abuelo de quien escribe estas líneas era un niño de diez años. Histórico. Y todo con el amén de Estados Unidos. Trump y Kim ahora preparan el primer encuentro entre mandatarios de EE.UU. y Corea del Norte. ¿Pax americana con acuerdos hasta con los peores enemigos? ¿Nobel de la Paz para Trump, como sugirió Moon (bueno, vale recordar que a Obama se lo dieron, en esencia, por nada)?

Sin embargo, a las pocas semanas otro orden de eventos dio a entender que el trato con guantes de seda no sería para todo el mundo. Así, Trump decidió unilateralmente retirar a EE.UU. del acuerdo nuclear con Irán, yendo incluso en contra de los aliados europeos de Washington. Vuelven las sanciones contra el régimen de los ayatolas. Las protestas de gobiernos y entes multilaterales al respecto han caído en saco roto. Solo desde Israel hubo aplausos. Casi de inmediato el Estado judío y la teocracia chiita protagonizaron un preocupante intercambio balístico. Sin duda, una agresión iraní a gran escala contra la única democracia del Medio Oriente provocaría una escalada en la que EE.UU. difícilmente no estará involucrado.

En este momento la política internacional norteamericana destaca por múltiples aproximaciones a esa especie de comunidad de Estados con diversos intereses y no exenta de enemistades, pero amalgamada por su desprecio hacia la democracia y frecuentes disputas con Occidente: Rusia, China, Corea del Norte, Turquía, Irán, etc. Por un lado se tienden puentes inesperados con Pyongyang. Por el otro, a Teherán le suben el tono y le hacen nuevas exigencias. Cabe preguntarse si en el futuro próximo habrá escenarios similares que apunten hacia una realpolitik en las relaciones tensas.

En ese caso no estaríamos ante un regreso de la visión de la era Bush, sino de la de Richard Nixon y, sobre todo, Henry Kissinger, quien casualmente pasó sucesivamente por los despachos que hoy ocupan Bolton y Pompeo. Pongámonos en perspectiva y recordemos cómo a principios de los años 70 el hoy nonagenario maestro de la geopolítica pragmática jugó un papel estelar en el inicio del sorprendente proceso que concluyó con el establecimiento de relaciones entre su país y la China continental.

Estados Unidos supo aprovechar la ruptura y las rivalidades entre las dos potencias del mundo comunista (la URSS y China) para crear una situación que a ambas resultara incómoda. A saber, la lucha por cuál de las dos se entendía mejor con Washington. Nixon, el vociferante congresista anticomunista de los años 50 que abogaba por tolerancia cero hacia Mao, terminó viajando a Pekín para entrevistarse con el líder chino. En Moscú, Leonid Brezhnev no quiso quedarse atrás. Recibió a Nixon pocos meses después y juntos firmaron el acuerdo SALT I para la limitación de armas, en el marco del período détente (“relajación”) de la Guerra Fría.

En simultáneo tenía lugar la Guerra de Vietnam. Cierto, fue Nixon quien ordenó el fin de la intervención estadounidense en el Sureste asiático y Kissinger negoció el acuerdo con Vietnam del Norte, lo que le valió el Nobel de la Paz. No obstante, el objetivo principal era conseguir lo que Nixon llamaba “paz con honor”. O sea, la garantía de que al menos los comunistas vietnamitas no se apoderarían del sur. Para ello fueron redoblados los bombardeos de napalm, que alcanzaron incluso a la vecina y neutral Camboya. También se promovió deliberadamente la noción de que Nixon, en un arranque impulsivo, sería capaz de usar armas nucleares (la llamada “teoría del loco”). De esa forma se pretendía lograr un fin de la guerra que favoreciera los intereses estadounidenses. El desenlace fue otro.

Tampoco se puede olvidar el apoyo continuado a gobiernos y movimientos políticos anticomunistas en América Latina. La hostilidad abierta a Salvador Allende en Chile y el respaldo al golpe de Pinochet fue el caso más emblemático. Así se prefiguró el terreno del Plan Cóndor para los próximos diez o quince años.

Resulta muy interesante contrastar la experiencia de hace cuatro décadas y media con la actual. ¿Será posible una estrategia de política exterior norteamericana marcada por la flexibilidad ante posibles amenazas? ¿Se sacudirá a la comunidad de Estados ajenos a la democracia con más combinaciones de acercamientos y dureza? En todo caso, una vez más queda comprobado cuán complicada y sujeta a mutaciones rápidas puede ser la geopolítica. También lo fascinante que resulta.