La colcha de retazos, por Gonzalo Himiob Santomé
La colcha de retazos, por Gonzalo Himiob Santomé

 

Me llegan muy frecuentemente al correo, (digo, cuando el ABA lo permite) mensajes de personas que están organizando una venta de garaje o algún evento parecido. Incluso ya hay páginas dedicadas a eso. Regalar a tus cercanos, o vender al precio que sea, lo que sabes que no te puedes llevar a un nuevo destino se ha hecho cotidiano, como cotidiano se ha vuelto también que tantos compatriotas hayan perdido las ganas de seguir en Venezuela. Es uno de los más dolorosos signos de estos tiempos que nos ha tocado vivir. Confieso que, si el tiempo me lo permite, me paseo por las imágenes que normalmente acompañan tales ofertas. Es ahora un placer culposo y, de alguna manera, melancólico.

Al principio lo hacía para ver qué objeto útil y barato podía encontrar para mi casa. Aunque al final nunca he comprado nada, en los primeros tiempos, cuando la diáspora venezolana iniciaba, hallabas en esas ventas objetos muy interesantes. Desde muebles en muy buen estado hasta obras de arte y antigüedades, pasando por bicicletas, instrumentos musicales y electrodomésticos que, aún usados, se veían muy bien, de todo encontrabas en esos mensajes.

Sin embargo, luego empecé a darme cuenta de que, de alguna manera, las cosas que en estas ventas se ofrecían nos cuentan, a su pesar, la historia de sus dueños, y cuando empecé a verlas así, comprendí que esas ventas significaban mucho más que un siempre intercambio de bienes y dinero: Son una muestra palpable, y muy íntima y directa, de la profundidad de la desventura que padecemos.

Una cuna, un juego de sábanas para bebés, juguetes y teteros sin sus cajas, un “sacaleche” que se anuncia como “casi sin uso, limpio y en perfecto estado”, y escarpines tejidos a mano, quizás por alguna abuela ilusionada, nos sugieren que en esa casa vivía, o vive, pero ya se va, un pequeñín que de ahora en adelante solo hablará con sus tíos y primos por “Skype” y que no conocerá lo que es pasar un domingo en el Parque del Este, en Los Caobos o en Los Próceres con su papá aprendiendo a lanzar la pelota mientras sueña con convertirse en la próxima estrella del Caracas o del Magallanes, tomándose después un raspado de tamarindo con leche condensada para mitigar su sed. Unas muñecas con todo su ajuar, sus casitas y demás accesorios, bellamente dispuestas para la foto, nos hablan de la niñita que acá, seguramente con mucha tristeza, las abandona, sin entender por qué, pero intuyendo que también abandona, sin darse cuenta, la posibilidad de crecer y de dejar de jugar a ser mamá, de recibir su primer beso a escondidas en alguna verbena o en las gaitas de su colegio o de más tarde casarse y traer al mundo a sus hijos en la tierra que la vio nacer.

Un cuatro, un bajo o una guitarra con las cuerdas incompletas nos cuentan la historia del adolescente, que ahora vivirá en un lugar con otro nombre, que en algún momento quiso ser músico o tener una banda acá, con sus amigos de la cuadra sentados ante el furruco, la tambora o la batería y con aquella vecinita bella, de la cual todos estaban un poco enamorados, como cantante.  Ahora, si tiene suerte, le tocará empezar a estudiar de nuevo en un liceo en el que no conoce a nadie, quizás en un idioma que no le es propio o, si no es tan afortunado, tendrá que ayudar a sus padres trabajando en lo que le toque hasta que pueda retomar sus estudios. Sea como sea, a la música, a su música, la deja acá. Su vecinita, lo más parecido que ha tenido a un primer amor y quizás el único motivo real por el que se animó a aprender algunos acordes, ya se le fue con sus padres y hermanos hace unos meses.

Unas chapaletas, algunas máscaras de buceo y unas bombonas de oxígeno a la venta, o una tabla de surf que se nota que no ha visto el mar desde hace años, nos hablan de la pasión que sus dueños sentían por nuestras playas y nuestra naturaleza, y también de su carácter aventurero. Las imagino en mejores tiempos sondeando los corales de Los Roques o de Tucacas, venciendo las profundidades de Chichiriviche o, sencillamente, “montando el paro” (porque a veces somos así, “pantalleros”) en alguna playa de Vargas al lado de alguna cava llena de “frías” y “pasapalos” que hasta no hace tanto compartíamos de buena gana con cualquier desconocido que se nos atravesara y que en apenas minutos se hacía nuestro “hermano” o “pana” del alma solo porque su toalla y su toldo estaban al lado de los nuestros. Y no, no nos importaba si tenía plata o no, ni de dónde venía. Mucho menos el color de su piel. Así éramos, pese a que la mentira quiera convencernos de lo contrario.

Una colección de acetatos inmensa e intacta, puesta a la venta al lado de un “picó”, de un amplificador y de unas cornetas Pioneer (“si no has escuchado Pioneer, solo has escuchado la mitad del sonido”, decía su eslogan) nos revelan que, en ese apartamento ahora empequeñecido y ya a medio vaciar, vivía un verdadero melómano que no perdía la oportunidad, cuando se reunía hasta altas horas de la noche con sus amigos en su casa (sí, antes se podía) de mostrarles su cultura musical paseándolos por una selección que iba desde los primeros trabajos de Emerson, Lake & Palmer o de Rush, hasta los éxitos de Simón Díaz, del Carrao de Palmarito, de Reynaldo Armas, de Reyna Lucero y hasta de Luis Silva, con intervalos de Aditus, Témpano, Melissa, Franco de Vita, Desorden y Sentimiento Muerto, sin olvidar (cuando las chicas nos hacían saber que querían bailar) a Oscar de León, Lavoe y a Maelo. Ustedes saben a qué me refiero, a esas reuniones en las que tras varias “pecho cuadrado” en el buche terminábamos todos saltando y cantando a voz en cuello “Cerro Ávila” de Ilan Chester, antes de sonar a todo volumen, como señal de que ya teníamos que irnos a casa, el “Alma Llanera”, lo cual hacíamos, pero sin dejar de pasar antes, sin importar la hora que fuese y sin miedo, por cualquier “perrero” famoso, de esos que trabajaban las 24 horas del día, para cerrar “la noche” con la barriga llena cuando ya despuntaba el alba. Se va también nuestro melómano dejando ese trozo de su vida, y esos recuerdos, en Venezuela.

Eso por no hablar de las vajillas, de las copas, de los vasos, de las ollas y de los enseres de cocina que en esas ventas apuradas son lo que más se ofrece y que evocan mucho más ¿Cuántas madres y padres prepararon y sirvieron en ellos los almuerzos familiares de los domingos, los sancochos cruzados, la sopita “levanta muertos” para después de la rumba, las arepas del desayuno o las hallacas de diciembre? ¿Cuántas historias podrían contarnos ese plato o ese vaso con una leve y casi invisible grieta o aquella paellera curtida y ennegrecida?, y los patines, triciclos, patinetas y bicicletas que allí se venden ¿De cuántas aventuras infantiles, reales o imaginarias, fueron éstos y por estas calles los indiscutibles protagonistas?

Veo las fotos de esas cosas cotidianas y cercanas que ya no tienen cabida en la nueva vida, lejana, a la que se ha forzado por las malas a tantos venezolanos, y más que a un catálogo de objetos para la compra o para la venta, se me parecen más a una colcha de retazos, una hecha con diferentes trozos de la vida y de la más entrañable memoria de millones de personas que, seguramente, hubiesen querido un destino distinto acá, en su país, en el terruño que siempre será, aunque vivan lejos, su hogar.

@HimiobSantome