El curioso caso Bayly, por Sebastián de la Nuez
El curioso caso Bayly, por Sebastián de la Nuez

 

Jaime Bayly debe estar arrasando en sintonía, al menos entre el público hispano en Miami. Su toma y daca con prominentes miembros del Gobierno venezolano divierte a las multitudes. Es una nueva versión del Catch as catch can por entregas. Como en las buenas teleseries, la violencia, en este caso verbal, siempre va a más

@sdelanuez

El escritor y showman de origen peruano Jaime Bayly maneja con destreza e incluso enjundia el lenguaje y la sintaxis; es culto y usa la ironía como una daga  recién afilada. Por estos días no son drones lo único que acosa a la cúpula madurista sino la lengua de Bayly en plan florete. Como él mismo dice, su única arma es la palabra. Esto último lo dijo en el mismo programa en que confesó que se toma tres pastillas diarias para mantener sus saltos de bipolaridad controlados.

Desde luego hay que preguntarse si Jaime Bayly le está haciendo un bien a la lucha por la democracia en Venezuela o un flaco favor. Preguntarse acerca de la pertinencia de lo que hace a través de su programa en Mega TV, si actúa de acuerdo a una determinada ética y si esa libertad de opinión de la cual hace uso con absoluto desparpajo es, a fin de cuentas, conveniente a los intereses del pueblo venezolano, es válido y da que pensar. El otro día dijo que, si era necesario, él ponía un tercer dron a disposición para atentar contra Nicolás Maduro, ya que en mala hora habían fallado los primeros.

El espectador medio lo ve y se divierte un montón porque dice cosas urbi et orbi que, muy en sus adentros, ha soñado con decirles a la cara a Maduro y sus secuaces alguna vez, o a menudo. Bayly es una catarsis. Bayly es una válvula de escape. Bayly ha puesto en voz alta los insultos que varios millones de venezolanos llevan por dentro. Bayly no tiene límites, en apariencia es el ideal de todo periodista que se precie.

Pero la libertad de expresión siempre tiene límites: no necesariamente los que impone un gobierno mediocre, infeliz y corrupto (en esos casos, este tipo de gobiernos no pone límites sino que, simplemente, ahoga la libertad); o un sector de la sociedad o un código de ética. El mejor código de ética es el sentido común que el periodista profesional lleva por dentro, inscrito en sus genes. A Jaime Bayly le da igual echar a un cohete quemado del estudio como Rafael Poleo que proponer para la presidencia de la República venezolana a otro cohete no menos quemado que Poleo, Alberto Franceschi. Su libertad de pensamiento es graciosa y muy solidaria con el país pero descarriada. Insulta donosamente a unos individuos que merecen ser insultados y muchos espectadores se sienten reivindicados o, al menos, expresados por su boca. Pero Bayly azuza desde su tribuna el atentado criminal, el asesinato en masa de la pandilla de opresores venezolanos. Hay más: Bayly delata a quienes participaron en el atentado de los drones, los llama “mis amigos de Washington” y anuncia que vendrán otros atentados. Hay una contradicción allí: si realmente desea que los atentados tengan éxito en el futuro, ¿por qué da pistas sobre los autores intelectuales? Si se mantienen en el anonimato, el radio de acción de los confabulados será más amplio, ¿no? ¿Es un provocador, Bayly, o está cegado por su afán de alardear de estar en la pomada, de manejar información privilegiada?

Hay más: comenta los episodios de la TV venezolana donde Cabello y Maduro o Rodríguez responden a sus invectivas, y reproduce los pedazos de su propio programa del día anterior o de hace dos días que propagan los maduristas a través de la TV venezolana. El doble juego se convierte en una exhibición onanista, una cosa medio retorcida. Bayly exhibe con cierto regusto la atención mediática que le dispensa la pandilla en el poder.

Hay personalidades de proyección internacional que han tomado para sí la causa venezolana, y puede que ello revele su preocupación por el destino de un pueblo querido. Ha sido el caso del politólogo chileno radicado en Alemania, Fernando Mires; también el del secretario general de la OEA, Luis Almagro, o el del español Rodríguez Zapatero, aunque en este último caso la preocupación constante ofrezca dudas y matices en su legitimidad. Estas personalidades han hecho suyo el caso Venezuela y alguna vez han perdido la sindéresis, el rumbo. Entonces es cuando uno recuerda aquello de “hermano, no me ayudes tanto”. La realidad del país es, como dice un amigo que sigue viviendo allí, la de un espejo fragmentado a golpes, astillado por todos lados. La MUD prácticamente ya no existe, las redes sociales son una rumba de odios, los dirigentes de los partidos caen en un foso insondable: al parecer Leopoldo López y Henrique Capriles cada vez pintan menos. En este cuadro, ¿es bueno contar con voces que ponen las cosas en blanco y negro desde afuera?

El gran Jesús Sanoja Hernández decía en 1998, durante la campaña electoral que desembocaría en el triunfo de Hugo Chávez, en una entrevista para la revista Miradas, dos cosas entre muchas: que, al contrario que en el caso de Irene Sáez, también candidata, no había una “programación de imagen” para Chávez puesto que, más bien, “la que tiene se la han hecho sus adversarios, no se sabe a cuál costo para ellos. Se les está convirtiendo de una realidad virtual en una realidad real”.

Lo otro que dijo fue que el periodismo de denuncia había hecho de la corrupción un fenómeno banal.

La violencia política venezolana no puede convertirse en un fenómeno mayamero. Todo lo que toca comunicacionalmente el ámbito de Miami, y esto debería ser analizado por sociólogos y comunicólogos, adquiere un tufo a gusanera. No puede hacerse periodismo, o no es periodismo, aquello que se hace como preparándose para aparecer en una de las series de Netflix tan vistas y manoseadas sobre la criminalidad de los narcos. Una cosa es la televisión y otra muy distinta la realidad. La realidad virtual de un magnicidio no puede convertirse en una realidad real pues no será Jaime Bayly el que amanezca en Caracas al día siguiente de su soñado exitoso atentado; él seguirá en su búnker de Miami, cómodamente escéptico ante las cámaras exhibiendo su sonrisa mefistofélica y  pensando en el próximo issue para ganar rating.

Los mejores programas de opinión son aquellos en que el presentador no opina (o al menos disimula lo que opina). Es una sana paradoja.