El mismo tricolor, por Gonzalo Himiob Santomé
El mismo tricolor, por Gonzalo Himiob Santomé

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El muchacho se nos quedó viendo desde que llegamos al pequeño restaurante de Usaquén, esa zona de Bogotá que, como nos había dicho otro de los venezolanos que nos acompañó y que conocía mejor que yo la ciudad, se parece mucho a El Hatillo, o al menos a lo que el pueblo de El Hatillo podría llegar a ser de no estar los venezolanos, como estamos, atorados en esta crisis terrible que todo lo afea y que tan pocas oportunidades brinda a quienes apuestan por el país. Se trata, en lo que podemos llamar su “zona centro”, de un espacio con estilo colonial, paseos de adoquines, clima fresco (más frío en general que en el resto de la ciudad), y con muchas tiendas y pequeños bares y restaurantes que son asiduamente visitados por los locales y por los turistas.

Era apenas lunes, no precisamente uno de los días más movidos de la semana. Aun así, y pese a la hora, cerca de las nueve de la noche, por las callecitas empedradas se veía un buen número de personas conversando despreocupadas y caminado de aquí para allá sin mayor apuro. Se nota que, pese a la innegable historia de violencia que oscureció la vida colombiana durante tantos años, y que todavía da sus coletazos, el miedo ha ido perdiendo terreno. No es que no se deban tomar previsiones, ningún país del mundo está libre de malandros ni de rateros, y en estos días los “disidentes” de las FARC y del ELN, renuentes al proceso de paz, así como las que ahora llaman las “Bacrim” (bandas criminales) habían hecho de las suyas en Bogotá, pero allá no están ahora como nosotros en Caracas, que debemos encerrarnos en nuestras casas apenas empieza a oscurecer por temor a la inseguridad y hasta a la misma autoridad.

El muchacho era delgado y moreno, y como dije, desde que entramos, tomándonos por fin algunos minutos de descanso tras una larga jornada de trabajo con los amigos de Human Rights Defenders (unos suecos, muy importantes activistas de DDHH que, pese a que pudiéramos pensar lo contrario -digo, por su nacionalidad- están muy enterados y preocupados por la situación de nuestro país), se nos quedó mirando fijamente.

Mi primera reacción fue, por supuesto, impuesta por la paranoia que para los venezolanos hoy es pan de cada día. Lo primero que se me vino a la mente fue que se trataba de un espía, de algún enlace bogotano con el SEBIN o con la DGCIM, puesto allí para luego fungir como “patriota cooperante” que le mostraría al gobierno las fotos de mi cena y de mi paso por Bogotá para elucubrar desde allí mentiras y absurdos sobre supuestos planes de “traición” o de “complot” con alguna supuesta “potencia extranjera”. Mi temor, producto de la paranoia como dije, no era, sin embargo, completamente infundado. No más el día anterior, justo yo saliendo desde Caracas a Colombia, para mi mala suerte el Fiscal General impuesto por la ANC había denunciado (sin pruebas, como es costumbre) que se estaba iniciando una supuesta “invasión” a Venezuela desde Colombia, y mientras me estaba montando en el avión un amigo que iba en el mismo vuelo me había hecho notar que había unos sujetos en el aeropuerto tomándome fotos. Lo “normal”, pues.

Igual me senté y, como no la debo y no la temo, ni ando ni en conspiraciones ni haciendo nada ilegal, decidí tranquilizarme y disfrutar de mi cena. Pedí una “Club Colombia” negra y, mientras disfrutaba de los primeros sorbos el joven, que resultó ser un mesonero del lugar, se nos acercó con el menú. Sin quitarme la vista de encima me lo entregó, y estaba por marcharse para dejarnos elegir cuando de pronto se dio la vuelta y me preguntó, con cierto nerviosismo y hasta con pena: “¿Usted es el abogado del Foro Penal no?”.

No sin un dejo de preocupación, pues en ese momento pasaron mil hipótesis por mi mente, le respondí que sí. Le dije mi nombre y le extendí la mano. Me sorprendí cuando visiblemente emocionado se presentó, su nombre es Enrique, es venezolano y tiene ya unos años viviendo en Colombia. De inmediato, y como si nos hubiésemos conocido de toda la vida, me contó su historia. En Venezuela era estudiante de derecho, e incluso en los primeros años se sintió identificado con Hugo Chávez y su propuesta. Esto lo llevó a trabajar como asistente en la Alcaldía de Guarenas, en ese momento también en manos de un oficialista, pero allí duró poco. Como tiene vena de comunicador social, logró hacerse en esos tiempos con la conducción de un programa local de radio, pero en este no pudo callar las corruptelas y abusos que su cargo le permitía conocer de primera mano. También, con cierta ingenuidad, denunciaba ante sus superiores lo que veía y constataba, sin darse cuenta de que éstos eran también parte de la movida. Esa fue su perdición. Fue amenazado y perseguido y tuvo que escapar, dejando a su familia y con sus estudios a medio terminar, del país al que amaba pero que ya no sentía como suyo.

Ahora está estable y tranquilo, tiene un buen trabajo que al menos le permite pagar sus cuentas y sobrevivir con dignidad, pero al comienzo la pasó muy mal. Algunas de sus anécdotas ya son conocidas por todos los que han tenido que irse de nuestro país sin más que sus ganas de trabajar y de rehacer su vida. Pero si cuando Enrique se marchó de Venezuela las cosas ya eran difíciles, ahora son peores. Pese a que las cifras oficiales son distintas (pues hablan solo de la migración formal) se estima que ya más de 500.000 venezolanos han ingresado a Colombia en los últimos tiempos, huyendo de la escasez, de la inseguridad y de la falta de oportunidades en Venezuela, y por si esto fuera poco, las ONG que prestan asistencia a los venezolanos que deciden emigrar a Colombia estiman que tanto desde el puente en Cúcuta como desde el del Arauca entran y salen (aunque no todos salen) cada día entre 60.000 y 100.000 venezolanos al hermano país. Si las cosas siguen como ahora, se estima que a finales de este año se habrán establecido en Colombia, legalmente o no, aproximadamente 1.500.000 venezolanos. Nos hemos convertido, para Colombia y para la región en general, en un problema muy serio.

La migración masiva, producto de la tragedia que padecemos, ha despertado en Colombia peligrosos demonios. De eso me habla Enrique. El primero, por supuesto, la xenofobia, impulsada además por líderes populistas que no han dudado en exacerbarla para ganar simpatías entre quienes no entienden la dimensión real del problema y, además, ven más fácil culpar a los extraños, a los ajenos, de sus problemas que aceptar sus propias fallas; pero también se han incrementado en el hermano país la inseguridad, la delincuencia organizada, algunas modalidades de esclavitud o de trato análogo a la esclavitud y la trata de blancas. En Colombia, una chica venezolana de 19 años que trabaje como prostituta, porque no tiene sus papeles en regla y además carece de formación profesional o laboral, recibe solo 10 dólares de los 100 o 200 dólares que se cobran regularmente por cada “cita” y debe cerrar la boca y aguantar la miseria que se le impone puesto que de lo contrario se la entrega a las autoridades para ser deportada o amanece asesinada o “desaparecida”. Hasta la corrupción se ha metido en esto, y está alcanzando proporciones inmanejables. No solo tiene que ver con la expedición, a veces fraudulenta, de documentos migratorios, con la que se lucran los aprovechados que nunca faltan. Con asombro escuché que en los puentes que sirven de paso entre Venezuela y Colombia hay una mafia de sujetos que, ante la vista de las autoridades (hasta fotos se dejan tomar, yo las vi) te permiten, por 15 dólares por persona, usar una escalera desde un poco más allá de la mitad de los puentes (normalmente rebosantes de personas desesperadas por cruzar) para que puedan llegar más rápido al punto de control. Cada día, aproximadamente unas 2.000 personas usan este “servicio”, lo que arroja una ganancia diaria (sí, diaria) para los que se lucran con la desesperación y la tragedia humana de más o menos 30.000 dólares.

Todo esto ha hecho que, a los venezolanos en Colombia, así como en otros países, se nos vea con desconfianza y recelo. Poco se dice de los migrantes, altamente capacitados, que están haciendo aportes importantísimos en los países a los que les ha tocado escapar. En general se nos percibe como un inconveniente, como una molestia. La “revolución” nos ha convertido en intrusos, en indeseables, en parias. Enrique ha pagado también su cuota de rechazo y me confesó que le había costado mucho superar esos obstáculos, pero no puede por ahora regresar a Venezuela. “Quizás nunca regrese”, me lo dice con una tristeza que no puede ocultar, pero quiere apoyar, desde donde está, a los venezolanos y a Venezuela. Habla decidido y sin miedo, y en esto me demuestra, y eso me emociona, cuál es el verdadero material del que estamos hechos los venezolanos. Quiere ser parte del Foro Penal, me dice, quiere contar nuestra historia, la de los presos y perseguidos, y sensibilizar a los colombianos sobre nuestra realidad, quiere poner su granito de arena. Para él, que ya conoce las dos realidades, los colombianos y los venezolanos somos hermanos separados únicamente por una garita en la frontera, nada más, somos la misma gente y, al igual que nos tocó a nosotros con ellos, y con tantos otros, en su momento, es importante que nos tiendan ahora una mano en estos momentos de necesidad.

“¿No te das cuenta?” –la emoción con la que habla ahora le roba el acento y la formalidad bogotana ya adquiridos, y me tutea, aunque nunca me había visto, como lo hacemos acá- y por un segundo no es un migrante, ni un exiliado, ni un extraño en tierras lejanas, es mi hermano, el mismo venezolano cálido y cercano que siempre fue y será: “¡Hasta nuestro tricolor es el mismo! ¡Tenemos que hacérselo ver a los colombianos!”, me dice sonriente, quizás sin tener conciencia plena de la profundidad y de las implicaciones de su frase. Nos miramos unos instantes. No había mucho más que decir. Esa es la misión: Crear conciencia en nuestros vecinos, hacerles entender que somos iguales, que no deseamos ser un incordio, que preferiríamos quedarnos en nuestra patria y luchar acá por ella y por nuestros hijos, pero por ahora no todos tenemos esa opción. Necesitamos ayuda.

Enrique se marcha a buscarme otra cerveza (“¡Esta va por la casa!”, me dice) y en su paso y en su voz se leen ahora resolución, alegría y orgullo. Nos hemos reconocido, y eso acabó con mis miedos y paranoias y a él le ha confirmado que nunca nos ha dejado en realidad. Por un instante, en esa conversación, estuvo de nuevo su tierra, a la que ama, y pudo ofrecer sin temor a que caiga en saco roto su ayuda y su apoyo a sus hermanos. Y así ha sido porque somos iguales, porque en él, como en millones de venezolanos dispersos por el mundo, está ese trozo de Venezuela que es imperecedero, luminoso y consciente que está presto y dispuesto a hacer lo que se pueda, donde se pueda, para acabar con la pesadilla que hoy nos atormenta. Somos muchas cosas, es verdad, no todo son virtudes, es verdad, pero Enrique, su historia y su anhelo de apoyarnos nos demuestran que también somos trabajo, honestidad, solidaridad, responsabilidad, humanidad. Enrique me confirma que todos somos Venezuela, y que no importan las distancias ni en qué lugar del planeta nos agarren las mañanas. Aunque nos veamos forzados a partir, siempre dejamos un trozo de nuestro corazón sembrado en Venezuela.

@HimiobSantome