El futuro no está escrito
Estamos en la peor de las circunstancias. Una inmensa tormenta se cierne sobre nosotros y no sabemos qué hacer. El país se sigue disolviendo en una crisis cuyos costos nadie quiere afrontar con seriedad propositiva. Persiste un lenguaje populista que provoca una inmensa decepción, porque la dirigencia política tiene mucho miedo de hablarle al país con claridad. El estado venezolano no es viable, no podemos financiar 2,7 millones de empleados públicos y más de 500 empresas públicas que en su conjunto lo único que aportan es distorsión, indisciplina fiscal y perdidas monumentales. Nadie sensato puede pensar que podemos salir de la crisis manteniendo vigente el estatismo y preservando para los que vienen el inmenso poder que tiene el ejecutivo nacional. Los venezolanos están pasando penurias, el hambre llegó a millones de familias que no saben qué hacer para preservar sus activos y su calidad de vida. La clase media está sumergida en una pobreza que los va a flagelar por muchos años. La violencia es la dueña de las calles y la escasez se ha transformado en un puñal que siempre está allí, a flor de piel, a punto de atravesarnos por el costado, porque nos hace víctimas potenciales de la adversidad. Ante este cuadro que resulta dantesco ofende la indiferencia con la que se trata la tragedia a la que están expuestos millones de venezolanos.
La indiferencia política es el resultado de no saber qué hacer y de cierta holgura que todavía mantiene la clase política. Algunos se han recluido en la negación. Otros han caído en el narcisismo político. Muchos de ellos creen que en estas circunstancias tiene algún sentido la preservación de unos signos, una tarjeta y una parcialidad. Todos ellos parecen cómodos con unas reglas en las que la ficción de unas mayorías aplasta, a través de un reglamento infame, el papel de las minorías. No tienen ni demuestran esa generosidad que hace falta para ser una alternativa creíble a un régimen tan excluyente como el que vivimos. Las tragedias lucen distantes de una agenda que está centrada en preservar el espacio de los partidos, olvidando que el hambre, la enfermedad y la muerte cobran de contado. Resulta sorprendente que haya alguien que defienda el diálogo como vía de solución, y peor aún, que esta gente sea tan contumaz como para seguir insistiendo en confundir al país. Ciertamente el diálogo es un logro civilizacional que tiene un valor ético. Ojalá todo se pudiera resolver por esa vía, pero esa ruta exige un conjunto de condiciones que ahora no están presentes en el país. Lamentablemente se ha montado una conjura, la conjura de los ingenuos, que pretenden desmontar un régimen como el que vivimos usando este mecanismo de resolución de conflictos. Esa conjura no puede ni podrá evadir su responsabilidad en el sufrimiento de los venezolanos.
La ingenuidad y la corrección política ha reducido a la alternativa democrática a un club de señoritas pudorosas que son incapaces de ver las jugadas perversas del régimen. Por eso es y fue imperdonable el haber afrontado de la forma más improvisada posible un ciclo de encuentros asimétricos, mal negociados, con mediadores que no son confiables, pero, sobre todo con un equipo que se armó allí, donde era más importante la indulgencia fotográfica que satisfacer las expectativas de la ciudadanía. Cuando se planteó el debate sobre su necesidad y su oportunidad, de inmediato se activó una línea comunicacional en la que “los influencers” convalidaron ardorosamente esa propuesta. Para colmo la entrada del Vaticano al equipo de mediadores fue confundida algo totalmente diferente, un halo de virtud e infalibilidad religiosa que los obligaba a seguir en la trama sin medir las consecuencias, como si la sola presencia de una sotana podía balancear un proceso que comenzó mal y por lo tanto tenía que concluir como terminó.
Solo ahora sale Chuo Torrealba a decir que “fracasó por incumplimiento del régimen, porque la oposición acudió sin tener claridad ni consenso alrededor de qué objetivos buscaba, y porque no usó el apoyo técnico que tenía a disposición”. Tres errores cometidos con una imperdonable arrogancia. Confiar en el régimen, y pretender el diletantismo como estilo político que puede darnos resultados. Pero ese peligro todavía no se ha conjurado. Sigue estando presente esa línea de acción como posibilidad, esperando que en una segunda oportunidad el régimen va a prestarse a su propio desarme de poder, va a convalidar la clausura del socialismo del siglo XXI, y va a comportarse republicanamente.
La verdad es otra. El régimen sigue descontando los costos de la represión mientras gana tiempo. La coalición cívico-militar está aprendiendo a ser todavía peor de lo que es, y a practicar esa indolencia que resulta tan desalentadora. No le importa los costos de la crisis. No le interesa las consecuencias del hambre, ni la fractura de las familias, ni el crimen enseñoreado de las calles, que por eso mismo lucen vacías al ocaso y hasta el amanecer. Tampoco le afecta el desempleo, el colapso empresarial o el crecimiento de la informalidad. Ni una vez se han dado por aludidos por las escenas dantescas que muestra a familias enteras comiendo basura, o los efectos evidentes de la desnutrición. Ellos están en otra cosa. Están en lo de siempre, en la dimensión fraudulenta de la propaganda y la puesta en escena. El carnet de la patria es un fiasco. Las bolsas CLAP se transformaron en lo de siempre, una oportunidad para que la corrupción raspe la olla de los escasos productos del país. Algunos las reciben una que otra vez, pero ni esos privilegiados se salvan de las penurias a las que todos los demás están expuestos. Cabría esperar que ese programa social padece, al igual que el resto, de una inflación de cifras y resultados que lo hacen parecer mucho mejor y más extendido de lo que realmente es. Pero imagínense ustedes lo que significa todo el gobierno reducido y dedicado a eso nada más: a repartir unas bolsas de comida, y a sobrevivir dentro de un statu quo que resulta incomprensible sin algo de aquiescencia de los que están en la oposición. Y sin que “los influencers” hagan lo suyo, quien sabe con qué tipo de retribución. Ya no se puede negar que hay algunas encuestas y análisis políticos que son una confesión de parte.
El régimen ha disfrutado de un libreto oposicionista que le perdona la vida una y otra vez. Los escándalos e impugnaciones internacionales aquí se tratan con sordina. Las iniciativas hemisféricas han chocado, reiteradamente con la contradicción entre lo que se denuncia y lo que se hace. Timoteo es una muestra de la desfachatez y el descaro con los que se practica la política local. Manuel Rosales tiene un discurso que en poco se diferencia del planteado desde el oficialismo. Henry Falcón se vende como puente y bisagra, sin que nadie le llame la atención o intenten ponerlo contra las cuerdas. Al parecer tiene la indulgencia plenaria de esa izquierda exquisita que no se cansa de vivirse al país y de equivocarse con desparpajo. Para muestra, valga el proceso de legalización de los partidos políticos. Luego de un buen tiempo señalando que el CNE es parte del problema, la MUD fue incapaz de resistirse a participar nuevamente del guión oficial. Habrá ganadores, perdedores, extorsiones, chantajes, nuevas alienaciones, y todo el 2017 perdido para la gente. Porque ahora todos los problemas del país parecen reducidos a tres: legalizar partidos, elegir candidatos para las elecciones regionales, y ganar las gobernaciones. Obviamente ellos creen que el hambre, la violencia, la escasez, los presos políticos y el colapso económico pueden esperar su turno. ¿Estamos ciegos o no queremos ver?
Todo parece indicar que la coalición goza de buena salud, y que por eso mismo el presidente puede perder tiempo en inexplicables cadenas, que se alternan con los espectáculos montados por Diosdado. Ellos ponen el guión, colocan la música y deciden el ritmo. La iniciativa está en sus manos, y la administran a su favor. Aquellos triunfos del 2015 fueron dilapidados en el 2016 y nadie puede apostar a que sea revertida la tendencia en el 2017. Y no será así hasta que la mayoría de descontentos se transforme en una inmensa fuerza concentrada en el cambio político. Hay un detalle. Se necesitan líderes que crean que tiene sentido y que es posible ese cambio político. Por ahora somos, como diría Isaiah Berlin, una mayoría blanda que está siendo gobernada por una mayoría que usa la fuerza pura y dura para imponer sus condiciones.
Ya sabemos que “los influencers” apuestan por la política de la sumisión, esperando “a ver qué pasa”. Pueden pasar años, puede que no pase nunca. Porque el futuro no está escrito. No existen estadísticas sobre el futuro, y ningún futuro es posible si no nos proponemos su ocurrencia con seriedad y disciplina. No pasará nada a favor si nos negamos a “mirar a lo lejos, a lo ancho, a lo profundo; si no tomamos riesgos, si nos negamos a pensar en la gente, en sus expectativas y también en su capacidad de aguante”. No pasará nada si no somos capaces de transformar en indignación activa lo que ahora es adaptación para la sobrevivencia. La diferencia entre una cosa y otra es la presencia o no de liderazgo político que denuncie la realidad y con mucha empatía convoque a la realización de un cambio político en el que todos se sientan representados. La diferencia es la misma que hay entre la resignación cínica y la creación de una visión compartida. Lamentablemente el liderazgo se ha conformado con ser los mayordomos de un régimen que necesita de antagonistas dóciles para simular pluralismo donde solo hay tiranía.
Los venezolanos ya saben cómo se puede perder tiempo valioso. Llevamos dos años dilapidando el tiempo de la anticipación, es decir de la prospectiva de los cambios posibles y deseables. No hay forma de que los partidos acuerden un pacto político que nos muestre verdadera disposición para gobernar el país, superar la crisis, realizar la justicia transicional que todos aspiran, y alternarse en el poder. Sin ese requisito no hay programa de gobierno que tenga sentido, porque nunca va a ser puesto en práctica. Lo triste es que sean esos personalismos de pigmeos los que lo impidan. Llevamos dos años perdiendo el tiempo de la preparación de la acción: es decir, no hemos podido elaborar y evaluar las opciones estratégicas posibles para allanar el camino a los cambios esperados (preactividad) y provocar los cambios deseables (proactividad). Ni podemos con la coyuntura, ni tenemos la más remota idea de cómo acordar los consensos mínimos para ser alternativa contrastante a lo que está ocurriendo.
No seremos alternativa mientras todos los partidos -salvo Vente- estén en la cola del socialismo, se declaren de izquierda, y pretendan ser la versión benigna del populismo estatista y personalista que nos está matando. Por eso, ni preactivos ni proactivos. Solamente la misma voracidad con la que quieren tener poder. Por eso, el repugnante populismo y la misma demagogia en boca de los políticos, que lucen perdidos en el intento fallido de decir y ofrecer lo que supuestamente quieren oír y recibir los venezolanos. Mientras tanto los problemas se agravan y ellos lucen deslucidos y espectrales.
Michel Godet, economista francés, profesor en el Conservatoire National des Arts et Métiers y titular de la cátedra de prospectiva estratégica plantea que solamente hay cinco actitudes posibles frente al futuro: la actitud del avestruz pasivo que sufre el cambio; la del bombero reactivo que se ocupa en combatir el fuego, una vez éste se ha declarado; la del asegurador pre-activo que se prepara para los cambios previsibles pues sabe que la reparación sale más cara que la prevención; y por último, la conducta del conspirador pro-activo que trata de provocar los cambios deseados. Nuestra tragedia es que hemos pasado veinte años entre avestruces y bomberos, mientras los otros, los del régimen, han logrado imponer el guión de la tiranía y la servidumbre.