El diálogo: entre el temor y la esperanza, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Nov 04, 2016 | Actualizado hace 2 semanas
El diálogo: entre el temor y la esperanza

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“Me disfrazaré de diálogo” leí en un tuit este lunes, cuando en Estados Unidos por tradición y entre algunas personas en el resto del mundo solo por diversión se celebraba el Halloween, fecha para que las personas se conviertan en seres horripilantes. Esto fue horas después de que comenzaran las conversaciones entre el Gobierno y parte de la oposición, y un día antes de que, en vista de las mismas, la MUD anunciara su decisión de cancelar la marcha a Miraflores pautada para el jueves.

Ya desde la noche del domingo, ante la aparición de un quinteto de líderes opositores cara a cara con los representantes del oficialismo, la opinión pública adversa a este último pareció dividirse tajantemente en dos entre quienes daban un voto de confianza a las reuniones y quienes las rechazaban. Luego desde todos los partidos de la oposición se aseguró que se mantendría la agenda de calle, y ahora con más razón, puesto que la presión ciudadana constante sería necesaria para que el Gobierno no use el diálogo para ganar tiempo y dejar todo igual que antes.

Por eso resultó, usando un término no muy feo, desconcertante para tanta gente que fueran diferidas la determinación de responsabilidad política de Maduro en la Asamblea Nacional y, sobre todo, la marcha a Miraflores. La decepción y la ira cundieron entre miles, tal vez millones de opositores, que las volcaron en sus redes sociales. Pero ahora rescato algo que mencionó Colette Capriles, irónicamente, en un tuit: “uno pasa 24 horas fuera de Twitter y al volver se da cuenta de la estratosférica distancia que hay entre aquel y la realidad”. En efecto, los trinos (como los llaman los colombianos, tan preservadores del castellano) no necesariamente reflejan fielmente toda la opinión pública de un país. Mucho menos Venezuela, donde como mucho alrededor de 60% de la población tiene acceso a Internet, y no toda esta proporción usa la plataforma del pajarito. En efecto, a un empleado de limpieza en el edificio donde trabajo, cuya antipatía hacia el chavismo me consta, le escuché decir al día siguiente: “Se evitó una desgracia. Iban a morir los pendejos. A los chivos no los matan”.

De todas formas, es innegable que la suspensión de la marcha, temporal o no, molestó mucho a una parte importante de la ciudadanía opositora, bien sea por el interés en participar, la falta de claridad en la agenda de la MUD, o ambos. De inmediato pulularon por doquier las expresiones del tipo “Con dictadores no se dialoga” o “Son unos malandros y no van a aceptar ninguna elección”. ¿Es esto realmente un imposible? Pues resulta que no. Sí se puede desde la condición de demócrata negociar la salida de un régimen autoritario por la vía electoral.

En Polonia saben de eso muy bien. De los horrores de la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial pasaron a otra ocupación, la soviética, que aseguró la implantación de una dictadura comunista, uno de tantos satélites de Moscú en Europa Oriental. En 1981, un militar con la férrea determinación de preservar el statu quo imperante desde hacía treinta y cinco años, Wojciech Jaruzelski, tomó el poder.

Al poco tiempo declaró la ley marcial con el argumento de que fueron detectadas unas grabaciones en la que los líderes de la oposición planeaban un golpe de Estado (¿dónde habremos escuchado algo así antes?). Con esto intentó barrer de la faz del país a sus disidentes, sobre todo al cada vez más influyente movimiento sindicalista “Solidaridad”. En años siguientes, miles de opositores fueron encarcelados sin debido proceso. Al mismo tiempo el país vivió una severa crisis económica marcada por una pérdida enorme del poder adquisitivo y el racionamiento de comida y otros productos de primera necesidad (de nuevo uno se pregunta a qué le recuerda eso).

A pesar de la fuerte represión, el deseo de cambio entre la mayoría de los polacos se volvió demasiado grande. Tras una serie de huelgas y protestas masivas, en septiembre de 1988 un representante del gobierno de Jaruzelski se reunió en secreto con el líder de Solidaridad, Lech Walesa. El resultado fue el establecimiento de una mesa de negociación entre el oficialismo y sus adversarios.

Las conversaciones duraron dos meses y los grupos de trabajo más de una vez se paralizaron en medio de la desconfianza. Además, dentro de la oposición había grupos que rechazaban el diálogo, pues estaban convencidos de que no había una intención real por parte del oficialismo de ceder un ápice de poder. En efecto, no estaban completamente errados: los comunistas esperaban tomar el control rápidamente y persuadir a Solidaridad de que se incorporara a una suerte de gobierno compartido que no establecería cambios importantes. Pero fracasaron. En abril de 1989 ambas partes firmaron los Acuerdos de la Mesa Redonda, que introdujeron reformas radicales en el sistema político imperante: los sindicatos independientes fueron legalizados, se creó una legislatura fuerte y una Presidencia de la República ajena a las estructuras del oficialista Partido de los Trabajadores Unidos.

Aunque esta jefatura del Estado en un primer momento fue entregada a Jaruzelski, en las elecciones legislativas Solidaridad arrasó y ocupó la mayoría de las curules. El viejo general tuvo que designar como primer ministro a Tadeusz Mazowieki, un opositor, el primero en ocupar tan alto cargo desde el inicio del régimen comunista. Con poco poder a su alcance, Jaruzelski renunció. Walesa lo sucedió en la presidencia luego de ganar otras elecciones. Así volvió la democracia a Polonia, y todo comenzó con ese objeto de cuatro patas y tope plano cuya sola mención tanto le puso los pelos de punta los venezolanos en Noche de Brujas.

Ahora bien, me temo que esta historia con final feliz no significa que lo que nuestra nación experimenta en la actualidad vaya a tener exactamente el mismo resultado. Nunca se debe abusar de las comparaciones históricas. Yo simplemente me limité a intentar refutar la tesis de que ninguna dictadura sale mediante un diálogo con sus opositores. Para que esto ocurra, los gobernantes autoritarios deben sentir que la situación no puede mantenerse a largo plazo sin riesgos altísimos para ellos mismos. Es decir, deben ver la entrega del poder como un mal menor.

La gran pregunta, que no puedo responder, entonces es: ¿Ha conseguido la MUD arrinconar al Gobierno, o en su defecto, cuenta con algo que sin duda conseguirá dicho efecto pronto? Según sus propios dirigentes, la presión para lograrlo vendría de las manifestaciones en el terreno prohibido. Ahora sostienen que pueden hacerlo al contar con la mediación del Vaticano. Y a pesar de que en este país impera un credo según el cual el Papa es el más alto representante de Dios en la Tierra, hay mucho pero que mucho escepticismo.

La MUD ha de saber que con esta entrada al diálogo pone en juego mucho capital político, ese mismo que tanto trabajo le ha costado amasar durante los años y que hoy la ha convertido en la fuerza política con más seguidores en el país, por amplio margen. Una apuesta muy elevada. El fracaso de las conversaciones no será igual al de experiencias anteriores, cuando la nación distaba de estar tan urgida de mejoras y el deseo de cambiar el gobierno no estaba tan extendido. La población demandará resultados rápidos, más allá de la liberación de presos políticos (está de más decir que ella en sí será celebrada). Por eso se puso una fecha límite cercana para el cumplimiento de exigencias. Mientras, Venezuela entera sigue en un “¿qué pasará?”.

 

@AAAD25