Parlamentos disueltos y sus consecuencias, por Alejandro Armas
Alejandro Armas Oct 21, 2016 | Actualizado hace 3 semanas

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En una nueva muestra de lo falaz que fue su proclama de “reconocimiento” de los resultados de las parlamentarias del pasado 6 de diciembre, Maduro firmó hace exactamente una semana la Ley de Presupuesto para 2017 como un decreto, sin que la misma fuera aprobada por la Asamblea Nacional, como exige la Constitución. Aunque esta es otra entrada más en una lista actos autoritarios en lo que va de año, naturalmente alarma más por su mayor gravedad con respecto a sus predecesores. Estamos hablando del absoluto control de la economía nacional por un gobierno que ha demostrado que esos mismos poderes sobre las cifras nacionales son directamente proporcionales a los resultados destructivos. A ello hay que agregar el enorme estímulo a la corrupción que supone el manejo de millones de millones de bolívares sin ningún control, sin rendirle cuentas nadie. En una entrevista para Unión Radio, el constitucionalista Juan Carlos Apitz alertó que lo hecho por Maduro es una malversación de fondos infinitamente mayor a la de Carlos Andrés Pérez y su partida secreta.

¿Qué es lo que el jefe de Estado desconoció? Un poder al que le corresponde validar el presupuesto, fresco en legitimidad por sus orígenes electorales con la participación descomunalmente alta de los votantes hace menos de un año. ¿Con qué “legitimidad” se sostiene el jefe de Estado? Un Tribunal Supremo de Justicia colmado de magistrados alineados con sus intereses, varios de ellos designados como tal en condiciones irregulares, como hasta uno de sus antecesores ha denunciado. Ah, y no puede faltar el cuento de que el presupuesto fue consultado por el pueblo. Claro, debe entenderse que ese “pueblo” tiene la curiosa acepción, ajena al DRAE, de “muestra de una población bastante minoritaria que apoya al Gobierno”. Esos “debates”, transmitidos por medios del Estado, consistían en monólogos declamados por algún jerarca del PSUV ante grupúsculos de simpatizantes cuya “consulta” se limitaba a corear consignas chavistas.

Cabe recordar la razón esgrimida por Maduro para hacer todo esto: una sentencia del TSJ según la cual la AN está en desacato y todos sus actos son nulos. Desacato por reincorporar a los diputados de Amazonas cuya victoria el Poder Judicial suspendió, en un fallo con ponencia de la magistrada (y exempleada del gobernador Ameliach en sus días de parlamentario) Indira Alfonzo. Hasta el sol de hoy esa situación no se ha resuelto, y a los ojos del TSJ Amazonas no tiene legisladores. Es la misma juez que esta semana se encargó de la sentencia que regionalizó la recolección del 20%, a pesar de que la Constitución no dice nada de eso. Al parecer, poner escollos al revocatorio es asunto prioritario frente a la devolución de su representación parlamentaria a un estado que lleva más de diez meses en esa condición. Oh, los derechos políticos de los pueblos indígenas que esta “revolución” ha “reivindicado”…

Desde hace varios meses se habla de una disolución de facto de la AN, por el retiro de sus atribuciones, que son entregadas al Gobierno y a sus poderes satélites. Con cada nuevo atropello, más venezolanos se incorporan a la denuncia de una interrupción del hilo constitucional. Es decir, un golpe de Estado, o más propiamente, un autogolpe. Este último término recuerda mucho en nuestras latitudes tropicales a la experiencia del Perú en 1992, durante la tristemente recordada presidencia de Alberto Fujimori, hoy tras las rejas. Para varios colegas periodistas, historiadores y politólogos, esto no ha sido pasado por alto y ellos han hecho observaciones sobre el paralelismo entre la Lima de entonces y la Caracas de hoy. Vale la pena revisar qué pasó exactamente en tierras peruanas y ver cuáles son las diferencias y similitudes entre ambos casos, a ver si eso ayuda a responder a lo que a todo el mundo inquieta: ¿Qué nos espera?

Fujimori había llegado a la presidencia en 1990, tras derrotar al novelista Mario Vargas Llosa en las elecciones de ese año. Se encontró con un país que rayaba en el Estado fallido. El catastrófico primer gobierno de Alan García había pulverizado la economía del país, con una inflación de cuatro dígitos y una pobreza abismal. Para colmo, los guerrilleros sanguinarios de Sendero Luminoso, que ya llevaban una década completa de insurrección, habían bajado de sus dominios en la sierra rural y penetrado el corazón de la capital, donde siguieron con su campaña de ataques terroristas. La amenaza de que arrasaran con el Estado vigente estaba más viva que nunca.

“El chino”, como lo llamaban popularmente (a pesar de su ascendencia nipona), se propuso poner orden. Para eso juzgó que necesitaba poderes especiales a los que el presidente normalmente no tiene acceso. Algo parecido a las leyes habilitantes a las que Chávez, al igual que Maduro, fue tan adicto. Se los pidió al Congreso, donde sus partidarios eran minoría. La solicitud fue denegada. Fujimori ordenó entonces la disolución del Parlamento y tomó las atribuciones que quería por la fuerza.

¿Es este el mismo guión que ha seguido el chavismo? No, desde luego, aunque el resultado sea igual o casi igual. Más allá de lo obvio, hay realidades que contrastan entre ese episodio y Venezuela hoy. Para empezar, Fujimori contaba con un amplísimo apoyo popular al momento de ejecutar su autogolpe, algo de lo que obviamente Maduro adolece. La población estaba harta del cuadro descrito y pensó que el nuevo gobierno podría ponerle fin. No pasa igual con nuestro “presidente obrero”, percibido como la prolongación de un mismo proceso que ya casi tiene 18 años con las riendas del país. Por otro lado, Fujimori tenía además el pleno respaldo de los militares. En nuestro contexto, este es un terreno cenagoso y oscuro en el que nadie puede asegurar nada. El grado de descontento en la FANB es una caja negra.

¿Le espera entonces a Venezuela un destino igual al de Perú hace 24 años? ¿Nos espera un período todavía peor que lo que ya hemos acumulado en abusos de poder? No lo sé. Dependerá mucho de la reacción de las masas descontentas, como sugiere otra experiencia de autogolpe latinoamericano mucho menos recordada, tal vez justamente por su futilidad.

Estamos en Guatemala, en 1993. Jorge Serrano Elías tenía poco tiempo de haberse convertido en el segundo presidente de la nación centroamericana electo democráticamente, luego de más de tres décadas de dictadura militar. Pero sus orígenes en las urnas no tuvieron nada que ver un talante autoritario que no tardó en mostrar. Él también disolvió la legislatura de su país, algo que pasó a la historia con la nada original denominación de “Serranazo”.

Sin embargo, a diferencia del caso peruano, los guatemaltecos repudiaron en masa este atropello y se movilizaron en contra de forma contundente. Por ello, los militares y el Poder Judicial tuvieron que rechazar las acciones de Serrano, quien, aislado, tuvo que renunciar.

Así, pues, la disolución de los parlamentos no es garantía de instauración de regímenes autoritarios. Pero para detener los ímpetus despóticos, la condición sine qua non es la protesta constante expresada por la mayoría que exige respeto a sus derechos.

En Venezuela, desde luego, el control oficialista sobre tribunales y cuarteles supone un desafío más, pero ello no invalida la premisa anterior. Esto último lo escribo trasnochado, obligado a incorporarlo al texto al final de un día que de seguro pasará a la historia venezolana como uno de los más infames. El referéndum revocatorio, desaparecido; la Constitución, también; varios líderes opositores sin poder salir del país. ¿Cómo responderá la ciudadanía a esto? Pronto se verá. No me gusta afirmar que “la democracia está muerta”, y si lo está, pues hay que recordar que es de esos occisos que son aves fénix en potencia: siempre pueden renacer de sus cenizas. Si no, pregunten a los habitantes de las repúblicas bálticas, hoy democracias que pasaron más de medio siglo bajo el yugo soviético. Eso sí, lograr el regreso del gobierno de la mayoría en nuestro terruño es tarea de todos.

@aaad25