Desde mediados del siglo XX, los problemas contenidos alrededor de lo que se concebía como “desarrollo”, comenzaron a ocupar no sólo páginas de libros que planteaban hipótesis sobre las razones de anquilosamiento de naciones con potenciales capacidades. O del rápido crecimiento de sociedades enteras. Sus discusiones, fundamentaron lo que se dio por llamar la “teoría del desarrollo”. Aunque seguidamente, incitó a otros autores a trazar la antítesis. O sea, configuraron la “teoría del subdesarrollo”.
Buena parte de las variables a partir de las cuales pretendieron elaborarse los correspondientes esquemas (conceptuales) explicativos tanto de una como de la otra situación, consideraron realidades establecidas a la luz de una teoría económica, al igual que de una teoría política, todavía incipiente dado que las abstracciones propias de los respectivos análisis, no terminaban de fraguarse alrededor de las manifestaciones de crisis que para entonces ya se asomaban. No obstante, los esfuerzos por retratar las situaciones que para entonces se perfilaban, fueron sagaces. Tanto que, con el aporte de dichas teorías, se dio inicio a la reestructuración del mundo (occidental) cuyas dinámicas económicas y políticas cimentaban sus condiciones en el capitalismo. Es ahí cuando cobra sentido y razón, el capitalismo salvaje. Sin embargo, no sólo se cuestionaron sus prácticas. También, se impugnaron sus agresivos mecanismos de concentración y distribución de la riqueza.
Luego de tantas escaramuzas en medio de cuanto acontecía alrededor de los esfuerzos de numerosas naciones por arrimarse a los beneficios del desarrollo económico y social, planteados alrededor del capitalismo, esos mismos esfuerzos pudieron salirle al paso a complicaciones que devinieron de tanta improvisación y desarreglos que caracterizaron la gestión de muchos gobiernos.
De alguna forma, Venezuela corrió con una suerte que fue envidiada por países que, incluso, se habían adelantado a los intentos (venezolanos). Sin embargo, aquella suerte no supo retenerse. El conocimiento alcanzado e incorporado mediante procesos de reinstitucionalización, en nada o poco fue aprovechado. Los procedimientos seguidos por estructuras funcionales de la Administración Central y Descentralizada, no demostraron el empeño exacto para convertirlos en mecanismos de reconversión capaces de desmontar vetustas prácticas de organización y ordenamiento que dieron al traste con todo lo que los postulados del desarrollo indicaban. Organismos como la CEPAL, el Acuerdo de Cartagena, el FMI, la CAF y el Banco Interamericano de Desarrollo, así como proyectos elaborados por centros de investigación universitaria y academias de ciencias, buscaron apoyar estrategias de desarrollo que vinieron poniéndose en ejecución. Pero la desidia gubernamental, potenciada por determinaciones populistas, hizo que dicho arrojo de voluntad política y técnica se esfumara tan velozmente toda vez que el mercado capitalista cundió de animadversión y de indolencia esas estructuras gubernativas de esos mismos Estados que presumieron en las décadas de los cincuenta y sesenta de formidables fortalezas.
Venezuela, si bien no fue la excepción, fue el país que, de modo consecutivo, dejó ver ante el resto del mundo la paradoja del desarrollo. El petróleo que había marcado su contundente progreso, comenzó a encorvarse. Como factor clave del desarrollo nacional, no tardó mayor tiempo para transformarse en elemento de distorsión y confinamiento del progreso que, pocos años atrás, había diferenciado a Venezuela del conjunto de países de América Latina. Ni siquiera, el petróleo fue razón de peso para contrarrestar los perversos efectos que, sobre la teoría económica y la teoría política, vieron venirse a consecuencia del desastre que, particularmente, sembró el gobierno militarista que se introdujo en el país en Diciembre de 1998.
La presunción de combatir problemas relacionados con la corrupción, la inseguridad social y jurídica y la insidiosa inflación, declaradas como líneas maestras del programa de gobierno presentado como oferta electoral en los comicios presidenciales venezolanos de 1998, y reiteradas hasta la saciedad en los subsiguientes momentos electorales, se vio desplazada por los vicios propios de gobiernos autocráticos. A pesar de invocar promesas que apuntaban a incrementar niveles de calidad de vida, tanto como de otras igualmente resueltas (presentadas como objetivos y estrategias en los planes de desarrollo expuestos) el gobierno que desde entonces asumió el poder, no comprendió el valor ni el sentido, tampoco el alcance del concepto “desarrollo”. De manera que en medio del maremágnum que comenzó a derivarse a consecuencia de medidas gubernamentales elaboradas a instancia de resentimientos y venganzas, no de criterios de planificación del desarrollo, el país se perdió en la mitad de la nada. Hoy, el término “desarrollo” no tiene mayor aprehensión ni contenido alguno. Mucho menos, aplicación. Todo ello es el resultado de lo que puede explicarse como el antidesarrollo, caso Venezuela.