La ética del desarraigo
El país se ha vuelto una tendencia hacia la desbandada. Organizaciones, empresas y familias están permanentemente confrontadas con un hacer y un decir cuya trayectoria es la fuga. Ese es el nuevo mito de “El Dorado” al que se aferran muchos venezolanos, y para muchos de ellos no será otra cosa que la propia perdición. Los que aquí vamos quedando no hemos podido elaborar una gramática que nos permita juzgar apropiadamente lo que está ocurriendo. Al encontrarnos con el anuncio que al respecto hace alguien cercano, no hay reacción más humana que el dolor y el duelo por una partida inminente, y tal vez por eso no sabemos qué decir. Parecemos entrampados en las respuestas “políticamente correctas”, atinando a decir lo que el otro quiere escuchar. Balbuceamos esas frases de ocasión llenas de “están en el derecho”, “la vida es una sola”, “tienes que buscar tu propia felicidad”, mientras que la réplica comienza a escalar en la sinfonía -siempre inconclusa- del mal agradecimiento nacional.
Las excusas son variaciones del mismo tema. “El país está mal”. “Aquí no hay futuro”. “No tenemos seguridad suficiente”. “No podemos ni siquiera comprar un carro”. “No estamos disfrutando”. Y de inmediato se desencadena el deslave de descripciones sobre la inflación, la escasez, la falta de oportunidades, y argumentos similares con los que después, siempre en tono muy peripatético, lanzan la sentencia definitiva: “este país no vale la pena”. Insisto, los espectadores obligados que tienen que escuchar el discurso no saben qué decir. Se quedan “ponchaos” en el sitio, reflexionando sobre lo que están oyendo, atrapados por ese “hilar fino” de los que se van, pero sobre todo inhabilitados por ese infinito desprecio que destila esa narrativa nacional.
Ni que decir que a la ética del desarraigo corresponde también la ética del abandono. La desbandada siempre es “un dejar atrás” sin intentar siquiera hacer el inventario. Y no hablemos de la patria, palabra manoseada y ultrajada por los bolivarianos hasta hacerla inservible, una burla, un objeto de desprecio, división, resentimiento y odios. Hablemos más bien de lo que hasta ahora habían sido activos. Padres que se esforzaron en la educación de sus hijos, por ejemplo, instituciones que hicieron una apuesta sobre el talento personal, y toda esa amalgama de solidaridades y sinergias que confluyen en la personalidad de los que hoy son lo que son. Desarraigo y abandono se complementan con la ética del desprecio, y todas ellas con la ética de la arrogancia. Me explico, la gente que decide su partida, en tanto que venezolanos, comienzan a elaborar y racionalizar su decisión, buscando la excusa irrefutable, pero sobre todo intentando, y a veces logrando, aplastar a los que se quedan bajo el peso de dos condiciones: culpa y fracaso. Sucede que los arquetipos en los que confluyen el desarraigo, el abandono, el desprecio y la arrogancia se presentan como los ganadores, mientras que los que se quedan terminan siendo pendejos, fracasados y mediocres resignados a intentar sobrevivir esta desgracia que ahora se experimenta en Venezuela.
La elaboración racional de la desbandada nacional parece exigirles una declaración formal en la que ellos -los que se van- advierten y anuncian que el país que dejan es una mierda. Y que, por eso mismo, ellos lo abandonan. Por alguna razón misteriosa ellos no parecen demasiado dispuestos a ser parte de esa síntesis escatológica. Dicho de otra manera, los que se quedan son causa, consecuencia y víctimas de las excretas nacionales, pero los que se van, de alguna manera son la parte impoluta del país. Son una especie de composición dogmática de alguna inmaculada concepción, que los hace diferentes al promedio, y por eso con el derecho originario de irse, eso sí, aclarando que lo que dejan atrás es la porquería a la que precisamente están renunciando.
Por eso mismo me sorprende que haya alguien que al verlos partir todavía los aplauda. No es solamente el abandono, ni siquiera la decisión de partir, son las formas, las justificaciones, es esa ética de la crueldad de la que se invisten, ese irredento sálvese quien pueda tan vernáculo, tan de país de campamento, tan “así como va viniendo”, que los apoltrona en el más allá de las fronteras a intentar vivir cómodamente la tragedia de los que aquí quedamos.
Hay gente que parte con legitimidad y justificaciones. Pero hay otra gente que huye, abandona, desprecia y nos golpea con su prepotencia. De estos se trata este artículo. Se trata de lo violento que resulta violentar la reciprocidad. Se trata de deshonrar el cuarto mandamiento. Se trata de ese individualismo tan tajante del que pregona tantos YO como pueda entonar, al estilo de esa vieja copla llanera, epítome del individualismo inservible: “sobre mi caballo yo, sobre yo, mi sombrero, sobre mi sombrero Dios”. ¿Y los demás?
Esto no es nuevo. Mi apreciada amiga Thamara Hannot, hizo su tesis de doctorado sobre “la escritura y cultura del pesimismo”. En sus investigaciones ella pudo constatar la existencia de dos “grandes” visiones del país. En una, Venezuela es el resultado de una equivocación en la que el país es, en sí mismo, un suceso infeliz. Para la otra, Venezuela es el producto de carencias, equivocaciones, o ausencias de logros de los venezolanos. En este caso, el país es el resultado de los malos manejos de sus ciudadanos. Ambas visiones tienen argumentos de fuerza, pero son a-instrumentales. Juzgan, pero no intentan soluciones. Tiran a pérdida sin intentar siquiera dar la oportunidad de recomposición. Son juicios desesperanzados.
Las imposturas no son suficientes. El país campamento es nómada. Las representaciones colectivas forzadas por la cultura pop, la gorra tricolor, la arepa, el alma llanera, el plátano, la hayaca, y “caballo viejo”, son tan itinerantes y fútiles como ese país portátil. Todas ellas no pueden encubrir lo escabroso de renunciar y de hacer mutis por el foro. El discurso de las imposturas de la desbandada está lleno de contradicciones entre el decir y el hacer. Entre esa supuesta épica de la renuncia y los restos humanos que van dejando: padres, madres, abuelos, empobrecidos, carentes y ahora solitarios. Frente a ese drama, tan íntimo, tan personal, la verdad es que luce lejana e inútil cualquier alusión a la patria.
Porque una cosa es perder luchando y otra muy diferente conceder por estampida la victoria a la tiranía. Pero ¿a quién le importa? Las desbandadas se apoyan en el discurso formal de los que asumen el martirio y se quedan. Me explico. Unos se van mentando madre y otros dejan que se vayan asumiendo unilateralmente el costo de la renuncia. Los que se van pagan barato el costo moral del abandono e ignoran olímpicamente que dejan un reguero de víctimas que sufren en silencio y que se inmolan en ese proceso. Lo cual resulta todavía más turbador porque es la puesta en escena de la oda al egoísmo y también un himno a la equivocación. La trama es insoportablemente patética. Los que se van argumentan en la línea de lo que hemos descrito. Y esperan del otro lado aquiescencia y no contradicción. Por ejemplo, dicen cosas como “este país es una mierda” y esperan que uno asiente con la cabeza y les dé la razón. No se conforman con el sigilo de la huida. Pretenden aplauso, discurso y comparsa. Cuando uno tiene que pasar por esos trances no deja de pensar que este país está muy jodido, pero por ellos, por los que piensan así.
Porque los que así piensan representan al venezolano verdaderamente endógeno. Ese que, habiendo llegado a ser lo que es, piensa que no le debe nada a nadie. Mucho menos el agradecimiento. Ellos asumen que son lo que son por sus propios méritos y nunca por el de nadie más. No deben nada al médico que facilitó el parto, ni a la maestra del preescolar, la escuela donde sacó el bachillerato, la familia del amigo aquel que cargó con su adolescencia, los profesores de la universidad, los compañeros de camino, el que les dio el primer trabajo, aquellos que le dieron consejo. Tampoco a la familia que lidió con él. La narrativa del desprecio es absoluta y taxativa. Se van sin deber nada, y si, con una factura inmensa a favor, que en cualquier momento sacan. Se van pensando que los que se quedan lo hacen por tarados a los que comienzan a ver con lástima. Es un epítome al egoísmo no virtuoso, sin moraleja ni demostración, sin lucha por el medio. Sin nostalgia ni “Torna a Sorrento”, simplemente es ruptura prepotente y arrogante. Insisto, difícil hablar de patria con ellos, que ni siquiera han resuelto bien el abandono de sus seres queridos.
El denominador común de toda esta tragedia es la falta de esperanza. Y muy poca fortaleza. Los países que tienen ciudadanos así se destruyen por mal cuido. La suerte es que no son la mayoría. Aquí quedan 30.6 millones de venezolanos dispuestos a dar la pelea. Entre ellos me cuento, con mucho orgullo y con la frente en alto. Y como lo saben mis alumnos, muy indispuesto a complacer y hacer fácil la salida a los que huyen, porque mi compromiso es con los que se quedan. Con los que nos quedamos.