TelegramWhatsAppFacebookX

Después de Usted, Señora por Toto Aguerrevere

Soy hombre. Eso me dice la genética cada vez que me desabrocho los pantalones. En consecuencia, toda mi vida he sido llamado señor salvo aquella incómoda etapa en la universidad en donde mis profesores con cabellera plateada y chaqueta de semicuero me decían bachiller. Jamás me ha importado en lo más mínimo ni me he sentido viejo que en un restaurante o en un aeropuerto me llamen señor. A fin de cuentas soy él.

Eso, he descubierto, no le sucede a las que se desabrochan los pantalones y no encuentran nada. Para las mujeres, hay una delgada línea entre ser señorita y ser señora. Las normas convencionales dirán que la línea se rompe cuando la señorita cruza el altar y se convierte en la señora de alguien, pero hoy en día ni eso. Lo de estar casada, dicen las guarimberas de la causa, es un simple tecnicismo. La virginidad se habrá podido perder en papel y en la cama, pero en apariencias se mantiene intacta.

He conocido a no pocas mujeres que arman una trifulca cuando son llamadas de la manera incorrecta. Un simple “señora” a una que es “señorita” es motivo de batalla campal en todos los ascensores, bancos o mesas de café en este país. A las mujeres parece darle rabia, impotencia o nauseas el sentirse mayores de lo que dice su cédula de identidad. Y los que salimos con las tablas en la cabeza somos los hombres, solamente por haber repetido una formula de cortesía aprendida a golpe limpio por la que también nos enseñó a pedir la bendición.

Si las mujeres supieran que los hombres ni lo pensamos. Tratamos de ser educados con las damas anónimas y de cederles el puesto porque la caballerosidad, a pesar de afirmaciones al contrario, todavía existe. No nos parecen ancianas pero tampoco estamos en frente de una quinceañera insegura con frenillos en los dientes para saber con exactitud. Por lo menos así lo pienso yo. Señorita es una chica de diecinueve. De veintiocho, vamos que ya estás como grandecita. De treinta y dos en adelante: jeva, supéralo.

Tengo una tía abuela de noventa años que vive con su amiga de toda la vida que tiene ochenta y siete. Ninguna de las dos se casó. El otro día vi una tarjeta de invitación dirigidas a ellas y me impresionó leer en los sobres: “Señorita X” y “Señorita Y”. Me pareció una soberana ridiculez. ¿Esas dos no están ni para que les digan “Doña” sino “Qué Dios las tenga en su gloria” y vamos a presumir de su inocencia? ¡No, nena, no!

Entiendo que “doña” es matriarcal y juro no decírselo a ninguna mujer a menos que sea dueña de una finca pero por más que trato, no le veo el rollo a que las mujeres de cierta edad sean llamadas “señora”. La cantante Melissa profesaba no ser una señora de conducta intachable pero era señora al fin. Y a ninguna mujer le ha dado una crisis de identidad por apropiarse del coro de este himno ochentoso.

Lo irónico es que las que más se quejan son las que están graduadas, con trabajo y algunas hasta con el segundo marido visteado. ¿Cuál es el miedo entonces a ser señora cuando ya ninguna de ustedes está en edad para ser miss? Lo que crean con sus “¡A mí no me diga señora!” es que un día los hombres copiaremos la formula de los profesores universitarios y le vamos a abrir la puerta diciéndoles: “Después de usted, Bachiller”. Un título genérico que no puede insultar a nadie, con la posible excepción de la que no se graduó.

Toto Aguerrevere

@totoaguerrevere

Soy hombre. Eso me dice la genética cada vez que me desabrocho los pantalones. En consecuencia, toda mi vida he sido llamado señor salvo aquella incómoda etapa en la universidad en donde mis profesores con cabellera plateada y chaqueta de semicuero me decían bachiller. Jamás me ha importado en lo más mínimo ni me he sentido viejo que en un restaurante o en un aeropuerto me llamen señor. A fin de cuentas soy él.

Eso, he descubierto, no le sucede a las que se desabrochan los pantalones y no encuentran nada. Para las mujeres, hay una delgada línea entre ser señorita y ser señora. Las normas convencionales dirán que la línea se rompe cuando la señorita cruza el altar y se convierte en la señora de alguien, pero hoy en día ni eso. Lo de estar casada, dicen las guarimberas de la causa, es un simple tecnicismo. La virginidad se habrá podido perder en papel y en la cama, pero en apariencias se mantiene intacta.

He conocido a no pocas mujeres que arman una trifulca cuando son llamadas de la manera incorrecta. Un simple “señora” a una que es “señorita” es motivo de batalla campal en todos los ascensores, bancos o mesas de café en este país. A las mujeres parece darle rabia, impotencia o nauseas el sentirse mayores de lo que dice su cédula de identidad. Y los que salimos con las tablas en la cabeza somos los hombres, solamente por haber repetido una formula de cortesía aprendida a golpe limpio por la que también nos enseñó a pedir la bendición.

Si las mujeres supieran que los hombres ni lo pensamos. Tratamos de ser educados con las damas anónimas y de cederles el puesto porque la caballerosidad, a pesar de afirmaciones al contrario, todavía existe. No nos parecen ancianas pero tampoco estamos en frente de una quinceañera insegura con frenillos en los dientes para saber con exactitud. Por lo menos así lo pienso yo. Señorita es una chica de diecinueve. De veintiocho, vamos que ya estás como grandecita. De treinta y dos en adelante: jeva, supéralo.

Tengo una tía abuela de noventa años que vive con su amiga de toda la vida que tiene ochenta y siete. Ninguna de las dos se casó. El otro día vi una tarjeta de invitación dirigidas a ellas y me impresionó leer en los sobres: “Señorita X” y “Señorita Y”. Me pareció una soberana ridiculez. ¿Esas dos no están ni para que les digan “Doña” sino “Qué Dios las tenga en su gloria” y vamos a presumir de su inocencia? ¡No, nena, no!

Entiendo que “doña” es matriarcal y juro no decírselo a ninguna mujer a menos que sea dueña de una finca pero por más que trato, no le veo el rollo a que las mujeres de cierta edad sean llamadas “señora”. La cantante Melissa profesaba no ser una señora de conducta intachable pero era señora al fin. Y a ninguna mujer le ha dado una crisis de identidad por apropiarse del coro de este himno ochentoso.

Lo irónico es que las que más se quejan son las que están graduadas, con trabajo y algunas hasta con el segundo marido visteado. ¿Cuál es el miedo entonces a ser señora cuando ya ninguna de ustedes está en edad para ser miss? Lo que crean con sus “¡A mí no me diga señora!” es que un día los hombres copiaremos la formula de los profesores universitarios y le vamos a abrir la puerta diciéndoles: “Después de usted, Bachiller”. Un título genérico que no puede insultar a nadie, con la posible excepción de la que no se graduó.

Toto Aguerrevere

@totoaguerrevere

TelegramWhatsAppFacebookX

Soy hombre. Eso me dice la genética cada vez que me desabrocho los pantalones. En consecuencia, toda mi vida he sido llamado señor salvo aquella incómoda etapa en la universidad en donde mis profesores con cabellera plateada y chaqueta de semicuero me decían bachiller. Jamás me ha importado en lo más mínimo ni me he sentido viejo que en un restaurante o en un aeropuerto me llamen señor. A fin de cuentas soy él.

Eso, he descubierto, no le sucede a las que se desabrochan los pantalones y no encuentran nada. Para las mujeres, hay una delgada línea entre ser señorita y ser señora. Las normas convencionales dirán que la línea se rompe cuando la señorita cruza el altar y se convierte en la señora de alguien, pero hoy en día ni eso. Lo de estar casada, dicen las guarimberas de la causa, es un simple tecnicismo. La virginidad se habrá podido perder en papel y en la cama, pero en apariencias se mantiene intacta.

He conocido a no pocas mujeres que arman una trifulca cuando son llamadas de la manera incorrecta. Un simple “señora” a una que es “señorita” es motivo de batalla campal en todos los ascensores, bancos o mesas de café en este país. A las mujeres parece darle rabia, impotencia o nauseas el sentirse mayores de lo que dice su cédula de identidad. Y los que salimos con las tablas en la cabeza somos los hombres, solamente por haber repetido una formula de cortesía aprendida a golpe limpio por la que también nos enseñó a pedir la bendición.

Si las mujeres supieran que los hombres ni lo pensamos. Tratamos de ser educados con las damas anónimas y de cederles el puesto porque la caballerosidad, a pesar de afirmaciones al contrario, todavía existe. No nos parecen ancianas pero tampoco estamos en frente de una quinceañera insegura con frenillos en los dientes para saber con exactitud. Por lo menos así lo pienso yo. Señorita es una chica de diecinueve. De veintiocho, vamos que ya estás como grandecita. De treinta y dos en adelante: jeva, supéralo.

Tengo una tía abuela de noventa años que vive con su amiga de toda la vida que tiene ochenta y siete. Ninguna de las dos se casó. El otro día vi una tarjeta de invitación dirigidas a ellas y me impresionó leer en los sobres: “Señorita X” y “Señorita Y”. Me pareció una soberana ridiculez. ¿Esas dos no están ni para que les digan “Doña” sino “Qué Dios las tenga en su gloria” y vamos a presumir de su inocencia? ¡No, nena, no!

Entiendo que “doña” es matriarcal y juro no decírselo a ninguna mujer a menos que sea dueña de una finca pero por más que trato, no le veo el rollo a que las mujeres de cierta edad sean llamadas “señora”. La cantante Melissa profesaba no ser una señora de conducta intachable pero era señora al fin. Y a ninguna mujer le ha dado una crisis de identidad por apropiarse del coro de este himno ochentoso.

Lo irónico es que las que más se quejan son las que están graduadas, con trabajo y algunas hasta con el segundo marido visteado. ¿Cuál es el miedo entonces a ser señora cuando ya ninguna de ustedes está en edad para ser miss? Lo que crean con sus “¡A mí no me diga señora!” es que un día los hombres copiaremos la formula de los profesores universitarios y le vamos a abrir la puerta diciéndoles: “Después de usted, Bachiller”. Un título genérico que no puede insultar a nadie, con la posible excepción de la que no se graduó.

Toto Aguerrevere

@totoaguerrevere

Todavia hay más
Una base de datos de mujeres y personas no binarias con la que buscamos reolver el problema: la falta de diversidad de género en la vocería y fuentes autorizadas en los contenidos periodísticos.