La legislación de la represión
“Abandonad toda esperanza, los que entráis”
Dante
Hay fronteras que no deberían cruzarse. Una de ellas la que les otorga a los militares la potestad para decidir cuanta fuerza se puede usar para controlar las manifestaciones pacíficas e interpretar casuísticamente qué conductas pueden considerarse violentas, cuándo una manifestación se convierte en desorden público y bajo qué premisas se debe apoyar la autoridad legítimamente constituida. Es muy peligroso dejar en manos de un comandante de tropa la decisión de “rechazar toda agresión –contra esa autoridad-enfrentándola de inmediato y con los medios necesarios”. Entre otras cosas porque ese militar puede ser “chavista, antiimperialista, socialista y revolucionario” como suelen vociferar en cada parada militar.
No está de más recordarle al General Vladimir Padrino Lopez, autor y firmante de la resolución 008610 de fecha 23 de enero del 2015, que sus disposiciones contradicen y violan lo dispuesto en el artículo 68 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela que dice: “Los ciudadanos tienen el derecho a manifestar, pacíficamente y sin armas, sin otros requisitos que los que establezca la ley. Se prohíbe el uso de armas de fuego y sustancias tóxicas en el control de manifestaciones pacíficas. La ley regulará la actuación de los cuerpos policiales y de seguridad en el control del orden público”.
Una lectura civil y republicana de esta clausula constitucional define varias cosas: Que tenemos el derecho a manifestar pacíficamente. Que esa condición se cumple cuando los ciudadanos protestan sin el uso de armas. Que las autoridades –cuerpos policiales y de seguridad- no pueden en ningún caso usar armas de fuego y sustancias tóxicas para reprimir. Que no están allí para violar un derecho sino para controlar el orden público. Por lo tanto los cuerpos policiales, e incluso la GNB, deben entender que se hacen presentes para garantizar el ejercicio de un derecho constitucional y no para reprimirlo. Su rol institucional es a favor del ciudadano y de ninguna manera para apoyar la autoridad legítimamente constituida en contra de los ciudadanos. Y finalmente, la presencia militar debería ser solo una medida excepcional y no la regla. Los militares no están para eso.
Otra dimensión irrenunciable del mismo análisis es el contexto en el que se produce la resolución y la ideología del grupo que está en el poder. Este es un régimen militar y de militares cuyas cúpulas se muestran radicalmente comprometidas con la suerte del régimen, mostrándose orgullosamente sectarios y pavoneando su prepotencia autoritaria al saberse “guapos y apoyados”. Baste ver la conducta de algunos de ellos cuando tienen que “controlar” manifestaciones, discurseando arengas, invocando al Che y colocando a todo volumen canciones de Alí Primera. Solo es necesario recordar los excesos recientes en donde no se han ahorrado ni la impudicia ni la impunidad con la que han golpeado o dejado asolar a grupos de manifestantes. Entonces no estamos hablando de un cuerpo institucional sometido a la ley y respetuoso de los derechos, sino de una organización parcializada que grita todas las mañanas al levantarse “patria socialista” y que se regodea en esa unidad cívico-militar que se ha convertido indebidamente en el primer gran objetivo histórico del Plan de la Patria.
Porque estamos en la hora más menguada de nuestras instituciones tenemos el deber de advertir que esa resolución tiene que verse como un punto de inflexión hacia una situación mucho más oscura y de mayores consecuencias. Con ese espíritu quise releer el “Informe Nunca Más” producido por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. El contenido del informe es doloroso porque recoge los excesos de un régimen militar que “desde el 24 de marzo de 1976 contó con el poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos”.
Por eso mismo es peligrosa esta avanzada hacia la impunidad legitimada por leyes y resoluciones espurias. Porque esa tragedia –la de los argentinos- comenzó precisamente cuando “la impunidad pasó a convertirse en un elemento previsto para la ejecución del delito, incorporada como coraza de los hechos y formando parte del «modus operandi» de una conducta delictiva sistematizada. Es el caso del terrorismo de Estado”. Comenzó cuando el grupo en el poder identificó a los demás como sus enemigos internos y se autorizó a sí mismo para exterminarlos. Siempre hay un primer paso para instaurar el terror. Siempre hay precedentes a esa condición de desprotección que se va arraigando en la sociedad hasta volverlo todo una mezcla de huída y desesperanza. Ese ingreso al hades de la impunidad se ha hecho sin renegar de las declaraciones formales y de los compromisos discursivos con un “deber ser” que no les estorba a la hora de la masacre. Ernesto Sábato, presidente de la Comisión destila tristeza cuando reconoce el fracaso de la realidad a pesar de que “todas las naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria”.
Todos esos derechos se han invertido. El régimen confunde sus propios intereses con los del pueblo. En la reciente reunión de la CELAC ese nuevo club de intereses presidenciales repudió la imposición de “sanciones unilaterales en contra de funcionarios gubernamentales…” pero nunca se preguntó los por qué, en ningún caso se atrevió a señalar las razones asociadas a la violación de derechos humanos y la persecución de la oposición. Nadie aludió a los presos políticos ni a su maltrato. Nadie preguntó qué es eso que llaman la tumba, cinco a seis sótanos bajo tierra donde yacen jóvenes cuyo único delito es resistirse a esta escalada del terror… que siempre comienza con algo, con el primer tiro, el primer mal cálculo, la exacerbación de la hipersensibilidad de la piel de los gobernantes y esa carencia de escrúpulos asociada a la adulancia y al pescueceo que podría aportar, por qué no, a la aniquilación del mil veces nombrado enemigo de la revolución.
El miedo es una advertencia. Todo es posible bajo la consigna “patria, socialista o muerte”, aunque ahora la alusión luctuosa haya sido cambiada por ese “venceremos” que resulta más amenazante que la oferta de autoinmolación original. El miedo es la oferta para lograr la desmovilización. Es la moneda de cambio de tantos “Benavides” a los que solo les falta ese empujoncito leguleyo que los autoriza y les concede el place argumental para comenzar a disparar. ¿Quién será la primera víctima? Sábato sigue delineando ese ambiente de terror absoluto en el que “iba arraigándose la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será», se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles e inescrutables dioses…”. Se trata de invertir la carga de la prueba. El abaleado será culpable de la embestida bestial. Se oirá en la boca de los mentirosos de siempre miles de argumentos supuestamente conspirativos y luego ese silencio que arropa, esa relativización del dolor y del hecho que solapa un caso tras otro hasta reducirlo a una cifra o a la negación de esa estadística. Ernesto Sábato vuelve a la carga para demarcar el crimen: “Es el caso del terrorismo de Estado. Ya protestaba Hobbes en su «Leviathan», que no existe crimen más grande que aquel que se perpetra a conciencia de su impunidad. Por ello mismo, la subversión institucional inherente a tal situación perjudica seriamente y por un tiempo difícilmente mensurable la virtud ética que han de contener los actos gubernamentales”. Es el caso de esta oprobiosa y eufemística resolución 008610 de fecha 23 de enero del 2015 firmada por Padrino López y avalada por todos los poderes públicos, o sea, por esa masa compacta y totalitaria que se conoce como Socialismo del Siglo XXI.
Nadie aprende en cabeza ajena. El régimen de Videla fue perseguido hasta la muerte de todos sus actores. La sociedad argentina todavía llora ese estado de conmoción y de guerra civil donde unos y otros fueron calificados como enemigos y que se resolvió de la forma más brutal. Todo comenzó por el principio, por esa primera decisión, tímida tal vez, pero que desencadenó una tormenta de vilezas y crimen. Nosotros estamos oyendo muy fuerte esas campanas que repican a muerte. John Donne advirtió estos momentos oscuros en uno de sus poemas más famosos: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
Por eso mismo no podemos seguir permitiendo que se avance más en una legislación que se parece demasiado a tragedias que otros países preferirían no haber vivido. ¿Seremos nosotros los próximos en gritar un “nunca más” pero demasiado tarde para resarcirnos del dolor y del tiempo perdido?
@vjmc